Al día siguiente el sol apareció furtivo entre una densa niebla, incapaz de transmitir su calor a los ciudadanos de Kios. Los perros se encontraban extrañamente callados, y parecía que únicamente el mar era capaz de romper el silencio de sepulcro que se cernía sobre la ciudad. La gente evitaba salir a la calle, la cual sólo era transitada por los guerreros de la Guardia de Reos. Éstos parecían lúgubres fantasmas recorriendo en silencio una ciudad muerta. Únicamente el tañido de sus botas contra el suelo los delataba como hombres. Sus caras, teñidas de miedo, odio o tristeza, parecían más propias de espectros atormentados que de guerreros humanos. Los sucesos de la noche les pesaban en el espíritu como una losa fúnebre.