Tormenta eterna en Kios: Capítulo VIII
La casa del obispo de Kios era una de las pocas que poseía un pequeño jardín. Debido a la situación de la ciudad, encaramada sobre un acantilado, el espacio edificable era un bien muy preciado. Dicho jardín era una distinción del rango del dueño de la casa y una de sus principales aficiones. Cubierto por jóvenes sauces y adornado por finas columnas, constituía uno de los sitios más tranquilos y relajantes de la polis.
Desde que comenzó el estado de revuelta, aquel espacio de recreo había pasado a convertirse en una de las numerosas preocupaciones del obispo, pues no cesaba de imaginarse una truculenta sombra recorriéndolo espada en mano. Ocultándose hábilmente entre los sauces, el hipotético asaltante conseguía llegar, una y otra vez, hasta su ventana, evitando sin dificultades a los doce Guardias de Honor que el monarca había designado para su defensa. Por ello, había ordenado que cuatro de ellos permanecieran, día y noche, en el jardín.
Apenas tranquilizado por todas estas medidas defensivas, Niur, el obispo, se paseaba inquieto por su escritorio. En su cabeza flotaba una idea intangible acerca de cómo recuperar el favor del monarca, resistiéndose a materializarse en una línea de acción. La chimenea vertía su calor en la habitación sin conseguir evitar al ilustre personaje un solo escalofrío. La mera idea del diabólico Nhao deslizándose por su casa para un nuevo ajuste de cuentas le ponía los pelos de punta.
El ruido de unos cristales rotos sacó al obispo de su ensimismamiento. Todavía no se había extinguido su eco cuando salió precipitadamente al pasillo, visiblemente alterado. En él se topó de frente con dos de los guardias: ambos llevaban las espadas desenvainadas y una expresión sombría surcaba sus rostros. Controlando un respingo, les espetó con la voz más firme que pudo conjurar:
—¿Qué demonios ocurre? He oído un ruido. ¿Acaso ha entrado alguien en la casa?
El soldado de más rango, un hombre barbudo de mediana edad, le dedicó un saludo seco con la cabeza. Manteniendo su pose rígida procedió a informarle:
—El ruido lo ha provocado una ventana rota en el piso inferior, señor obispo. Cuatro de mis hombres registran dicha planta para esclarecer el suceso. Mientras tanto, le sugiero que se mantenga encerrado en sus aposentos. Ractor y yo vigilaremos este pasillo continuamente. Siendo el único acceso desde el piso inferior podremos ver a cualquier intruso antes de que llegue a vuestras habitaciones.
—Gracias, oficial. Siguiendo su consejo me encerraré con llave en mi despacho ―declaró intentando mostrar aplomo―. Buenas noches.
Niur entró precipitadamente en la habitación, incapaz de controlar un pequeño estremecimiento al dar la espalda a los dos hombres armados. ¿Estarían acaso comprados por el traidor Nhao? Quizá hubiera sido mejor confiar su vigilancia a la Guardia de Reos, que, por el intenso odio que sentían hacia los partidarios del advenedizo, hubieran encontrado interesante poder frustrar los criminales planes de éste. Enseguida desechó esa idea, recordando que incluso el monarca se estaba revelando incapaz de controlar los excesos de los belicosos Sectarios de la Espada.
El obispo atravesó ensimismado la habitación en penumbra hasta la ventana que daba al jardín. Lentamente corrió a un lado los gruesos cortinajes y observó los árboles. Cuatro sombras se movían felinamente entre ellos. Un inquietante pensamiento cruzó su mente: tal vez uno de aquellos hombres no fuera ya un miembro de la Guardia de Honor, sino un Demonio de la Noche que hubiera apuñalado al verdadero guardia.
Tras él, la luz de la chimenea osciló, como si en un momento algo la hubiera ocultado, dando paso de nuevo a su luz un instante después. Esto le hizo recordar al obispo que no debería haber descorrido los cortinajes, pues el resplandor del fuego revelaba las habitaciones ocupadas a posibles atacantes. Instintivamente, corrió de nuevo las cortinas y se volvió hacia el interior de la habitación, la cual se le antojaba oscura en exceso. Su mirada se encontraba extraviada, sobrepasada por tantos posibles lugares de emboscada. De repente, se quedó fija en un gran sillón situado en un rincón oscuro, frente a la ventana. Una voz, entre burlona y cruel, surgió del mueble confirmando sus sospechas.
—Tan ofuscado estaba por sus miedos que no fue capaz de ver acercarse al verdadero peligro; y aun cuando la Dama Silenciosa se lo llevaba a su Reino no podía evitar mirar a su alrededor por si algún asesino le esperaba en las sombras. ―Unos ojos plateados se iluminaron en la estancia. El fuego encerrado en la chimenea encontraba ahora salida en la mirada del avejentado joven que observaba desde las sombras al tembloroso Niur. Ocultos por un velo de oscuridad, los labios de Cain se movieron para formar una nueva frase―. Saludos, eminencia. Me alegro de verle por fin.
El obispo, aterrado, retrocedió varios pasos hasta chocar con su escritorio. Sus manos buscaron con anhelo algún apoyo en el mueble, mientras sus ojos se resistían a apartarse de la siniestra figura que, como si de un fantasma se tratara, se había introducido en sus aposentos. Al cabo de unos eternos segundos consiguió balbucear:
—¿Quién, quién te envía?
Su voz estrangulada en nada pareció alterar a Cain, quien con tono delicado y meloso le comunicó:
—La luna me ha traído hasta vuestra morada en esta clara noche en la que parece posible ver a los espíritus. La ciudad es una amante generosa que abre sus entrañas a quien la conoce y la respeta. ―Como el gato que juega con el ratón, el joven estudió la reacción del obispo antes de sentenciar con voz profunda―. He venido a cortar el hilo que te mantiene unido a este mundo terreno con la esperanza de que ardas en el fuego eterno. Yo soy el final de tu ciclo cómo tú fuiste el final de mis hermanas.
Niur echó a correr hacia la puerta pero, al tender la mano hacia la cerradura, un cuchillo certero se la atravesó, arrebatándole la llave de la salvación. Sus gritos estremecieron el caserón, atrayendo a los dos guardias apostados en el pasillo. Su llamada desde el exterior del despacho fue oída por el obispo, pero su mente no pudo darle significado alguno; ofuscado con la imagen del siniestro guerrero que, cuchillo en mano, se acercaba para arrebatarle la vida, Niur no pudo siquiera continuar gritando hasta que una puñalada en el pecho le sacó de la fascinación en la que se había sumido. Sus últimos estertores quedaron ahogados por el estrépito de la gruesa puerta de roble estrellada contra el suelo.
Cuando los guardias entraron en la habitación, no había en ella rastro alguno de lo que le había ocasionado la muerte al obispo, siendo su cuerpo ensangrentado la única prueba de que la lucha escuchada desde el exterior había sido real y no una alucinación debida al cansancio.
El sol apenas conseguía iluminar completamente la nave en ruinas del templo que servía de punto de reunión a los conspiradores. El lugar, dedicado en tiempos a un dios ya olvidado, no era más que un conjunto de ordenadas columnas sobre un suelo de granito enlosado. Su situación en las afueras de la ciudad de Kios y los accesos al sistema de catacumbas de la polis, ocultos bajo las losas, habían convertido este fantasmagórico lugar en mudo espectador de unas reuniones que afectarían al destino de toda la ciudad.
Aquella mañana una figura solitaria aguardaba agazapada entre los restos de un muro. Su espera finalizó al tiempo que su desayuno, un trozo de queso rancio robado en alguna casa de la ciudad. Con la seguridad que da la experiencia, se escondió tras las rocas y, empuñando la daga, observó al recién llegado. Un joven musculoso, con el rostro quemado por el sol y la mirada ensombrecida por el destino, emergió de debajo de una losa funeraria. Su negra melena se encontraba tiznada por telas de araña y polvo, y en su rostro había arañazos y manchas sanguinolentas.
—¡Tardas! ―la violenta declaración le sobresaltó un poco y echó instintivamente mano de un cuchillo. Sobre las rocas le esperaba su nuevo compañero de armas, erguido con indolencia, con los brazos en jarras. Saltó a tierra riendo, como si su comentario encerrara algún incomprensible humor, mostrando unos lupinos colmillos―. ¿Lo hiciste? ―Añadió con cierta ansiedad. Al ver el gesto de asentimiento en el hosco guerrero dejó aflorar de nuevo su sonrisa de vampiro. Dándole una palmada amistosa agregó―. Eres grande, Cain. Endemoniadamente grande.
Cain lo observó con un asomo de alegría en la mirada, demasiado leve como para no ahogarse en la melancolía que la dominaba. Volviendo a enfundar su cuchillo, se dirigió hacia el borde del acantilado, andando despacio. Con tono lúgubre anunció:
—El obispo es carne de tortura infernal, pero aún queda mucho por delante. Me alegro de poder contar con algo de apoyo, Akhul.
Ambos hombres se dirigieron hacia el bosque de pinos que tapizaba la pared del acantilado. El sol comenzaba a calentar y su lánguido abrazo fue aceptado con agradecimiento por los dos guerreros. Al rato, Akhul retomó la conversación.
—Nhao lo ha organizado todo para esta tarde. Lirias acudirá a comprobar una falsa información al templo del Este. Por si se hace escoltar por sus perros de la Guardia de Reos, te acompañaremos, pero todos han accedido a dejarte a ti al lobo. Nosotros sólo atacaremos a la jauría; luego podrás tener un combate a tu modo.
—Me alegra escuchar tus nuevas. Puedes decirle a Nhao que cumpliré la tercera parte del trato. Pasaré el resto del día meditando en el Templo de Vrath.
—Me tienes intrigado, Cain. Tu nombre es extranjero y, sin embargo, conoces esta ciudad mejor aún que los propios Demonios de la Noche.
—A veces es necesario alejarse un poco del objeto estudiado para poder tener una mejor perspectiva. Además, mi conocimiento de la ciudad es meramente físico. La política y espiritualidad de la polis se escapan a mi entendimiento.
Las conversaciones con Akhul se habían convertido en un inesperado placer en su nueva vida. Bajo la apariencia de un vulgar asesino, aquel hombre había demostrado ser un personaje inteligente, aunque algo cínico.
—Es curioso ―continuó Akhul―, eres natural de la ciudad y te has convertido en un extranjero hasta llegar al punto de que los asuntos políticos de ésta no te interesan. Incluso tu nombre parece querer alejarte de tus orígenes. Sin embargo, estás envuelto en la mayor revuelta que ha presenciado Kios en este siglo.
—No es tan curioso como tu situación, ya que no eres de aquí y sí que eres una parte activa de la conspiración. No obstante, sólo estoy combatiendo a vuestro lado por venganza; la más intensa de las pasiones ―añadió parafraseando a su acompañante al tiempo que le dedicaba una sonrisa cómplice―. Respecto a lo del nombre, tienes toda la razón: es un nombre sureño. Como bien sabes, Orlik, mi padre, era un gran marino, y en uno de sus viajes oyó una historia que luego le decidiría a ponerme el nombre. ―Cain se quedó con la mirada perdida entre los árboles. Al salir de su ensimismamiento, continuó con voz pesada―. Cain, según una leyenda de un pueblo de nómadas, mató a su hermano. Quizá no supieras que mi hermano murió ahogado el mismo día que mi madre me dio a luz. Este suceso me ha proporcionado el nombre maldito por excelencia en gran parte del Sur. Me he convertido en aquél que mató a su hermano, la peor clase de traidor que pueda existir.
Akhul se dio cuenta de la tristeza que iba embargando a su compañero. Su rostro se iba ensombreciendo y endureciendo, y su mirada iba perdiendo todo rastro de paz. Intentando desviar la conversación, Akhul sentenció:
—Bueno, quizá te encuentres a nuestro lado por una venganza, pero en todo caso será por la venganza más peculiar de todos los tiempos. Quieres vengar la muerte de la familia a la que abandonaste hace años y a la que ya apenas podías considerar conocida. Alguna explicación se te ocurrirá, me imagino.
La expresión hosca no desapareció del rostro del joven, pero en su boca se fue dibujando una sonrisa abatida.
—Hice un juramento.
—¡Oh! Un hombre de honor ―se fingió afectado su acompañante. Luego, una sonrisa feroz adornó de su rostro cuando añadió―: Pero siempre hay algún motivo para realizar un voto de sangre.
Cain lo observó un momento desorientado, preguntándose como podía saber la naturaleza de su promesa. Obligándose a sobreponerse al aturdimiento le respondió:
—Supongo que los lazos familiares ataban mi espíritu más fuerte de lo que yo podía sospechar. De hecho, he cruzado continentes y mares para encontrarme con los que tú consideras mis desconocidos. ―Hizo una pausa para preparar la siguiente frase y continuó―. Un adivino que conocí en la Península del Mar Rojo me dijo que sólo alcanzaría la paz cuando por fin volviera a conocer a los espíritus de mi familia. No puedo permitir que una simple revolución cambie mi propio destino ―añadió con cierto amargo humor.
—Sin embargo, así será, mi amigo, así será ―finalizó la conversación Akhul.
Sus enigmáticas palabras, unidas a la presencia de los primeros edificios, hicieron que ambos guerreros no volvieran a cruzar más que unas fórmulas de despedida. En la primera plaza se separaron, pues la ciudad se revolvía inquieta y no era conveniente que se vieran juntos a tantos o tan pocos personajes sospechosos.
Las calles aparecían desiertas ante los ojos de Cain. Los violentos acontecimientos de los últimos días habían provocado que los habitantes de la ciudad estado apenas salieran de sus casas. Nadie ponía un pie en la calle sin un buen motivo y una buena espada. Nutridas patrullas de soldados al servicio del rey recorrían la ciudad en busca de traidores y extranjeros. La sed de sangre de la Guardia de Reos había alcanzado unas cotas tan altas de brutalidad que la gente temblaba con tan sólo oír su nombre.
Embozado en una capa negra, ocultando el rostro con su amplia capucha, Cain alcanzó el templo del Este. El viejo edificio dedicado al dios Vrath, Señor de los Aires, apenas había sido modificado al ser adaptado a la religión tradicional de los kianos: el espiritismo. Al joven viajero le sorprendió que en la propia ciudad se tuvieran tan olvidados sus orígenes, en contraste con los innumerables compendios acerca de la época anterior de la polis que se podían encontrar en los Condados de Arkeron, a cientos de kilómetros de Kios, tierra adentro. Pensó que quizá se debiera a que un excesivo conocimiento del lugar que habitaban les hubiera condenado a una existencia intranquila o incluso a un éxodo masivo.
Cain avanzó con paso firme por el pasillo central de la desierta catedral. Por lo que le había contado Akhul, el anciano encargado del templo había caído convenientemente enfermo. Esto, unido a la crisis de fe que provocaba la presencia en las calles de grupos de soldados, había convertido el antiguo lugar de devoción en un refugio muy seguro y discreto. Llegado frente a la estatua de Vrath, agachó la cabeza en señal de respeto y le mostró el cuchillo que le había proporcionado recientemente venganza al arrebatarle la vida al obispo. En el rostro de Vrath pareció aflorar una sonrisa de complacencia, como si el sacrificio brindado por el guerrero fuera de su agrado. Cain se arrodilló delante del semidiós y se sumió en sus más tristes recuerdos y sus más oscuros miedos. Las horas transcurrieron y en la calma total del templo el joven perdió toda noción temporal; cuando volvió a este mundo, la luz entraba con dificultad a través de las cristaleras y una suave lluvia martilleaba el techo provocando un leve murmullo.
Unas pesadas pisadas a la entrada de la catedral captaron su atención. Con la habilidad que proporciona una vida de riesgo constante, Cain se deslizó hasta situarse tras una columna, sabiendo que las sombras que dominaban el lugar le habían proporcionado protección y abrigo frente a las miradas de los recién llegados. Una vez se hubo asegurado de que se trataba de Nhao y sus guerreros, se presentó ante ellos, saliéndoles al encuentro en la nave principal. El joven líder intentó ocultar su sobresalto inicial y tendió un brazo, a modo de saludo, al siniestro guerrero que el destino había llevado a combatir a su lado.
Nhao había venido con media docena de Demonios de la Noche, vestidos con el uniforme de la secta y armados hasta los dientes. En el combate iba a quedar patente que no era una simple escaramuza. Cain recibió una espada de uno de los guerreros y, en pocos minutos, ocuparon todos ellos los escondites asignados para la emboscada. Oculto tras la gran estatua de Vrath, Cain debería aparecer una vez hubieran dado cuenta de la escolta de Lirias el resto de los emboscados. Al capitán de la guardia se le mantendría a raya a la espera de su duelo contra el agraviado mercenario, al cual, tras los servicios prestados a los revolucionarios, se le había concedido tan arriesgado privilegio.
La tormenta arreció en el exterior, y violentas andanadas de agua golpearon las cristaleras del Templo del Este. Un relámpago rasgó el cielo, iluminando con su resplandor el interior del edificio. El gran portón de la nave principal se abrió de par en par, y, recortándose contra el marco de la entrada, apareció la poderosa silueta del capitán de la Guardia de Reos. Espada en mano y desobedeciendo las órdenes de Nhao, Cain se deslizó sobre el enlosado con el odio tiñéndole el rostro y la venganza latiéndole en el pecho. Mas cuando iba a desembarazarse de la cobertura prestada por la estatua de Vrath, Lirias giró en redondo respondiendo a los gritos procedentes de la plaza anexa al templo. En su asombro, Cain apenas vio la mano del guerrero que le agarró del hombro conminándole en ajetreados susurros a que tuviera paciencia. Nhao salió de entre las sombras a su vera y le susurró:
—Pase lo que pase, hoy Lirias ha de morir ―y elevando la voz arengó a sus hombres―. Afuera hay una jauría de perros rabiosos; enseñémosles el significado del miedo.
Las espadas se alzaron hacia el techo del edificio, sustentadas por los gritos guerreros que manaron de los pechos de los Demonios de la Noche. Vrath observó la escena con su pétrea sonrisa de burla grabada en su eternizado rostro y Cain sufrió un extraño escalofrío al cruzar su mirada con la de la milenaria estatua.
Un instante después, los guerreros de Nhao se encontraban, con él a la cabeza, cubriendo la entrada al templo. La venganza impulsaba a Cain a salir corriendo tras su odiado enemigo, luchando contra los años de experiencia en el arte marcial que le conminaban a mantener la cabeza fría. En la principal arteria que desembocaba en la plaza, una gran avenida formada por extensos escalones de poca altura que descendían lentamente hasta el templo, la Guardia de Reos ignoraba la presencia de sus más fieros rivales. La causa era una joven que bien podría haberse confundido con una aparición salida de lo más profundo del Averno. Su rubia melena, casi plateada, ondeaba sobre su cabeza como si un silfo se encargara de apartar su cabello del rostro. Sus áureos ojos, enmarcados por el cansancio y el dolor, eran una ventana abierta al infierno de su alma demente. Sus delicadas manos sostenían con una determinación ultraterrena una gran espada negra marcada por el signo de los muertos: el murciélago.
Alrededor de la aparición se habían situado estratégicamente tres soldados del rey en un intento por detenerle. Sus ojos brillaban con un miedo supersticioso y sus movimientos eran torpes y desganados. Gritando y gesticulando intentaban captar la ayuda de la Guardia de Reos para solucionar el problema. Algunos curiosos se agolpaban en los portales y las ventanas de los viejos caserones de piedra negra, intrigados por los gritos y las carreras que en la calle se oían, deseosos de conocer lo que allí estaba ocurriendo. A lo lejos, dos soldados más transportaban a un tercero, al parecer demasiado herido para continuar en pie.
Cain fue avanzando con precaución hacia la calle en la que se encontraba Lirias con el hacha ya desenvainada. Entonces fue cuando la reconoció, pues a pesar de los estragos que en ella había causado la tristeza y el dolor, su belleza inocente, adorno de su asesinada infancia, aún translucía al exterior para los ojos de su hermano. Los músculos del joven quedaron paralizados por la impresión. El encontrarse con alguien al que creía muerto le había vaciado de vigor como un soplo de magia. Sin apenas darse cuenta, quedó arrodillado en el suelo.
Kela se abalanzó de improviso sobre uno de los temerosos soldados, luciendo una sonrisa aterradora, digna del más fiero asesino. El guerrero perdió el equilibrio y, con él, la vida, pues al descuidar su defensa la espada negra le abrió el pecho. El cuerpo inerte se desplomó sobre un barril, cayendo ambos rodando calle abajo. Instintivamente, algunos miembros de la Guardia de Reos se giraron siguiendo el recorrido del desgraciado con la mirada, encontrándose con los hombres de Nhao cara a cara. Como si ésta fuera la señal que todos hubieran estado esperando, ambas facciones corrieron hacia la rival vociferando sus consignas. Los aceros se cruzaron y, bajo la torrencial lluvia, los hombres murieron o vivieron para morir en otra ocasión.
Lirias observó por un momento las evoluciones de sus hombres pero pronto centró su atención en aquello que consideraba un mayor peligro: la muchacha poseída. Uno de los restantes soldados yacía en el suelo, desangrándose a través del estomago abierto, mientras el tercero retrocedía sujetándose el brazo izquierdo, el cual le sangraba profusamente.
Lirias se situó delante de Kela, sujetando su pesada hacha de batalla con ambas manos, con el filo cercano al suelo. La muchacha sujetaba descuidadamente la espada con su mano derecha, sin poder mantener el filo separado del empedrado. En su cara se dibujaba una sonrisa demoníaca. Todo guerrero experimentado sabe que el enemigo más peligroso al que te puedes enfrentar es aquél que no teme a la muerte; Kela ya había sentido su abrazo una vez y ahora vivía más en su seno que en el mundo de los vivos.
Una mano se posó en el hombro de Cain, sacándolo de su estupor. La familiar sonrisa de Akhul apareció frente a su rostro. Con el tono de voz cargado de cinismo que solía emplear en sus numerosas conversaciones con el vagabundo le dijo:
—No pensarás quedarte a medias ahora que la venganza se muestra servida en bandeja de plata. Pensaba que no te asustaban ni siquiera los fantasmas.
Expulsando con un gutural grito todos los miedos de su espíritu, Cain se lanzó a la carrera calle arriba. Un guardia de Reos le salió al encuentro, pero el raudo Akhul se encaró con él antes de que pudiera retrasar al joven mercenario. A escasos metros, Lirias y Kela se batían a muerte, pero el experimentado guerrero se veía incapaz de superar una ridícula defensa favorecida por algún extraño demonio. Apenas un leve corte había conseguido infligirle el veterano capitán a la inexperta Kela.
De pronto, un poderoso rugido atravesó la calle: “Lirias”; un simple nombre que sonó a un mismo tiempo como amenaza, reto y maldición. Una simple palabra que sirvió para quebrar la defensa del fiero guerrero, el cual, con un estentóreo grito, se despidió de la ciudad y de la vida. La punta de la siniestra espada votiva de Cain atravesaba su pecho, sostenida con firmeza por los delicados brazos de Kela. Lentamente, el cuerpo resbaló del arma quedando inerte, roto sobre el empedrado. La muerte del brazo derecho del rey coincidió con la llegada de un regimiento de soldados fieles a la corona.
Kela se giró lentamente hacia ellos mientras Cain salvaba los últimos peldaños hasta su hermana. Con pulso febril tendió su mano, intentando asirla por el brazo derecho, pero, como si un sexto sentido le advirtiera de toda vida cercana a su persona para que diera cuenta de ella, la joven trazó un veloz arco con su espada rebanando el cuello al que era su hermano por derecho de sangre.
La vista de Cain se tiñó de rojo y el aire se escapó de sus pulmones. La calle se volvió intangible a sus sentidos y el equilibrio se convirtió en un concepto ajeno a su mente. La visión del fantasma de su hermana, con su propia espada en la mano, sonriendo al observarle hundirse en las tinieblas, quedó grabada en su espíritu, indeleble, por el resto de su existencia. Ya no pudo notar los golpes sufridos al rodar hasta la puerta del Templo de Vrath, ni pudo percibir la huida de los Demonios de la Noche.
Los soldados del rey, aprovechando que la endemoniada les daba la espalda, la asieron y, arrebatándole la espada, la encadenaron y la condujeron al Palacio de Justicia. Por su parte, los miembros de la Guardia de Reos ilesos cogieron el cuerpo sin vida de su capitán y lo transportaron sobre sus hombros hasta su cuartel entre los gritos de lealtad y odio de unos y otros ciudadanos. Los Demonios de la Noche se abstuvieron de asaltar la comitiva fúnebre, pues, a pesar de la creencia popular de que en la guerra todo vale, las Sectas de la Espada vivían fieles a sus códigos de honor. Éste era el único impedimento moral que protegía a la población de las brutales acciones de que eran capaces estos fieros guerreros, quienes no se plegaban a las leyes de los estados ni a las voluntades de los monarcas. Y fue el único motivo por el que aquel gran guerrero, enemigo pero grande en sus gestas, pudo tener su cortejo como correspondía a un hermano del acero.
El cuerpo inerte de Cain permaneció tumbado en la entrada del Templo de Vrath bastante tiempo después de la marcha de los hombres de armas de ambos bandos. Una extraña presencia parecía conminar a los transeúntes y curiosos a ignorar al cadáver. Casi una hora después de la marcha del último soldado del rey, Akhul salió de la oscuridad del templo e introdujo rápidamente en él al que fuera su compañero de armas.
Cargó con el cuerpo a través de pasadizos y descendió a través de siniestros sótanos hasta alcanzar una vieja cripta. En el centro de la circular habitación se encontraba un monolito de piedra sobre el cual reposaban los restos de algún gran guerrero de tiempo remotos. Akhul apartó la osamenta con su brazo libre sin mostrar el más mínimo recato. Acostó a Cain sobre el pétreo lecho y lo observó un momento, jadeando. Su mirada parecía estar centrada en algo más que el mero cuerpo y su boca se abría en la acostumbrada sonrisa lobuna. Lentamente se acercó hasta el fallecido e, inclinándose sobre su oído, le susurró:
—El don que te doy ahora será tu mayor tormento, pues el que bebe de la sangre de un demonio vivirá en abundancia de tiempo y en escasez de libertad. Ahora tu espíritu quedará atado por las cadenas que el mío forjará sobre él, por los vínculos que en vida me permitiste y que ahora en tu muerte yo reclamo. Bebe mi esencia vital y conviértete ahora en mi avatar, pues yo abandono esta dimensión y delego en ti mi destino. Mi sangre, tu cuerpo, se encargarán de que los designios de mi Señor sean llevados a buen término.
Muy despacio, sin dejar de sonreír, Akhul se fue incorporando hasta quedar completamente erguido. Su cabeza se levantó hacia la bóveda de la cripta y sus ojos la atravesaron en busca del infinito. Sus colmillos se mostraron más largos que de costumbre y su voz extremadamente cavernosa. Su plegaria retumbó en el complejo funerario:
—¡Escúchame, oh, Tú que tienes el poder para hacerlo, y concédeme en esta hora de muerte y destrucción la energía necesaria para conjurar mi maleficio! Oh, espíritus de la oscuridad, oh, siervos de la Dama Muerte, dadme vuestros dones para que el sacrificio de mi sangre no sea en vano y mi sortilegio complete el Círculo.
Acabada la oración, sus colmillos atravesaron su brazo, desgarrando venas y arterias. La sangre manó en abundancia y, al situar la herida extremidad sobre el cadáver, la cara del difunto Cain quedó completamente bañada por el líquido carmesí. Ríos rojos corrieron por sus rasgos y entraron por su destrozado cuello hasta su pecho. Entonces, con un alarido de auténtico dolor, Akhul se desplomó en el suelo de la sala. Su cuerpo se convulsionó hecho un ovillo, dejando escapar breves quejidos a cada espasmo.
Un suave humo verde comenzó a salir de todo su cuerpo destrozado. Con su fosforescencia fue bañando con una tétrica la luz la estancia. Una forma similar a un rostro se fue conformando en la parte superior del vapor. Lentamente, el espectro fue fundiéndose a través de las piedras milenarias, liberando un sonido que se asemejaba inquietantemente a una risa.
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