Veraspada X
Décimo capítulo de esta novela de fantasía de Capitán Canalla
El dolor seguía ahí, aquello era buena señal, dolorosa pero buena: seguía vivo. Al intentar salir de la cama donde le habían instalado debió de hacer un mal gesto, pues un súbito y tremendo latigazo le sacudió; eso le hizo recordar que tenía puntos.
Le convenía ser cuidadoso los siguientes días.
Buscó en la habitación, pequeña pero acogedora, sin ventanas pero extrañamente bien ventilada, ropa; encontró una espada corta esperando en su funda, unos pantalones negros de tejido de lana, ropa interior de algodón, una camisa negra y unas recias botas de cuero. También encontró una piedad prae de bronce con una cadena. Aquello le sorprendió y también le produjo dolor.
Esperaba no tener que volver a casa.
¿Cuánto tiempo había pasado dormido? Le habían capturado en cajorat, sí, pero bien podía ser zula como dinar; no tenía forma de saberlo.
Siguió caminando por la casa de su salvador, de uno de ellos para ser justos; le recordaba al viejo praesorio donde le habían intentado moldear, pero sin los recuerdos malos. Solo le llegaba a la mente el olor del pan recién hecho, el silencio interrumpido por unos pasos y una sensación de seguridad total, la ausencia de promesas de violencia. Esas tres cosas eran raras en Veraspada y a duras penas las recordaba.
El olor del pan se mezclaba con el del pescado, la carne, el sudor, el hierro, la sangre y el polvo; el silencio solo existía en los sótanos más profundos, e incluso a ellos llegaba la algarabía de la ciudad; y la violencia impregnaba la ciudad como el salitre o el hollín: en cualquier lugar le esperaban a uno bandas de esclavistas, ladrones, cortagargantas, violadores o matones a sueldo de la propia ciudad.
Eso lo sabía muy bien.
Encontró lo que parecía una cocina, que le recordó por un instante al lugar donde le habían tratado y no supo si eso era bueno o malo. No había nadie pero perduraba el olor de una reciente comida, carne asada y pan; se le hizo la boca agua,
—Aquí estás —dijo Lour detrás suyo—. Veo que has cogido lo que te deje, bien por ti. Descuida, no te lo descontaré de la paga, ni tampoco el tratamiento médico que has recibido ni el alojamiento de estos días.
—Gracias y... —¿había dicho paga?— ¿Qué dice de una paga?
—Oh, vaya, que tonto por mi parte, has estado dormido tres días enteros. —El sabio le hizo un gesto para se sentase; no pudo evitar fijarse que andaba de forma extraña—. Os he contratado, a ti, a la chica y supongo que Sgrunt viene en la caja si quiero completar los nuevos encargos de mis protectores a tiempo.
—¿Y cuál es la faena? —Era un poco tonto por su parte preguntar pero quería asegurarse, nunca estaba de más.
—Protección, qué si no; la ciudad es peligrosa, qué te voy a decir, y tengo muchos enemigos por mi posición y propia naturaleza. Sgrunt me ha asegurado que sois más que competentes.
Estaba claro que los mecenas de Lour debían de estar muy alto en el poder de Veraspada: solo había que fijarse en su hogar y todo lo que contenía. Nada era precisamente barato o fácil de conseguir.
Por otro lado ¿su propia naturaleza? El maese Lour parecía ser un hombre de lo más agradable. Claro que igual le parecía eso porque le había curado, acogido, contratado y servido unos huevos fritos.
—La paga es buena, me dan estrellas de sobra, y podéis quedaros a vivir aquí. De hecho, lo preferiría.
—Casi suena como si nos quisiese como espadas juramentadas.
—¡Eso es, pero sin estúpidos rituales de lealtad con besos y esas cosas! No es que no me parezcáis guapos, eh. —Ambos se echaron a reír, Helar un poco nervioso—. Hablando de espadas, veo que llevas la que te dejé.
—Sí, muchas gracias por ella. —De pronto Helar decidió parecer muy serio—. Le daré buen uso, se lo juro.
—No hay de qué. ¿Puedes sacarla de la vaina?
—Espero que no me pida que me corte la mano con ella o algo por el estilo. Me gustaría posponer un poco los cortes.
—Tranquilo, ahora hazme caso.
La empuñadura y la guarda del arma eran de lo más vulgar, pero la hoja era otra historia. Tenía una breve inscripción en el idioma de los valles, algo que antaño veía habitualmente y que formaba parte de su mundo... pero que lejos de su lugar de origen, tampoco mucho, eso era verdad, le sorprendió.
La inscripción decía “Su mordedura, tu última confesión”, una fórmula bastante extendida.
—Nunca he entendido bien esa costumbre de los valles de inscribir en vuestras armas fórmulas religiosas ¿puedes satisfacer mi interés?
—En casa las luchas entre jabarys son comunes, pero todos... somos fieles a las Damas del Otro Lado y sus leyes. De modo que los prae bendecim... bendicen las armas con fórmulas religiosas, de modo que si matamos a otros con ellas no recaiga en nuestras conciencias el mandar su alma al vacío helado.
—Curioso.
—¿Dónde están los demás? Quiero darles las gracias.
—Sgrunt lleva todo el día mandando palomas mensajeras a un amigo de su padre, y Ur'el está explorando la casa- —Helar asintió y comenzó a levantarse, pero Lour le cogió del antebrazo. De algún lado había sacado una jarra de vino—. ¿Gustas?
—Mucho.
Montax Gurl tenía treinta y cinco giros, medía casi dos metros y tenía un físico portentoso. Le gustaba ir al prostíbulo “Dulces Perlas” en el puerto todos los dinar, y siempre escogía la misma habitación.
Solo tenía que esperar.
Montax Gurl era uno de los hombres más fieles a Polep Krin y a su corrupto orden. Era temido por sus detenciones arbitrarias, pues todos sus presos acababan en las plantaciones del Dominio de Veraspada.
Le gustaban las niñas de unos ocho años, morenas y con el pelo rizado, y el dueño de las “Dulces Perlas” no tenía problema en proporcionarle ese servicio y la intimidad necesaria para que se pudiese divertir sin que nadie le molestase. Por eso moriría esa misma noche.
Esperaba escondido en la oscuridad del tejado lleno de vigas desde la mañana. Varios clientes habían pasado por la habitación de la “torre de los mil suspiros” pero no le habían visto.
Una mujer mayor trajo a la habitación a una niña humana de unos ocho años, morena, pelo rizado. Montax Gurl estaba ya cerca. La criatura no dejaba de llorar. Aquello le irritaba pero lo soportó, ya que la Justicia exigía sacrificios por parte de todos.
Montax Gurl entró, y mientras cerraba la puerta se fue sacando el miembro y diciendo obscenidades a la niña que acalló su llanto por el miedo.
Entonces cayó sobre él derribándole. Aquello había sido suerte, pues Gurl era mucho más fuerte que él. Enseguida se levantó, en apenas unos pocos latidos, antes de que pudiese inmovilizarlo; le agarró por un brazo y se lo retorció.
Tras una rápida patada en la boca consiguió que le soltase; la niña intentó salir por la puerta pero estaba cerrada.
Gurl estuvo cerca de alcanzarle con su enorme puño pero pudo esquivarlo, él por su parte solo pudo ahogar un grito cuando una daga le atravesó el brazo izquierdo. Cuando aún estaba dentro la retorció destrozándole los músculos. Sacó la daga con odio y ahí si que consiguió arrancarle un grito de dolor descarnado.
Pese a ello siguió atacándole pero apenas suponía un peligro, ya que había perdido mucha fuerza y voluntad de lucha.
Con precisión le cortó el tendón calcáneo y luego lo lanzó contra el suelo de una patada. Estaba herido y apenas podía mover su enorme mole, mucho menos levantarse.
—Montax Gurl, has privado a miles de su libertad, has hecho daño a cientos de niñas en tu búsqueda de placer, has colaborado con un régimen cruel e injusto. —Acercó su rostro al de Gurl y le miró a los ojos—. Por ello vas a morir.
Sacó de un escondrijo una jeringuilla de plata, que contenía un veneno de desagradables y rápidos efectos. Observó su obra durante un rato y luego se fue, dejando a la niña blanca de puro pavor a solas con un cadáver que empezaba a hincharse y cuyos ojos habían explotado.
Lo hubiese sentido por ella de no ser porque la Justicia exigía sacrificios a todos, y aquella idea se había convertido en un dogma que le había privado de la peligrosa compasión.
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