Tormenta eterna en Kios: Capítulo VI

Imagen de Patapalo

Al día siguiente el sol apareció furtivo entre una densa niebla, incapaz de transmitir su calor a los ciudadanos de Kios. Los perros se encontraban extrañamente callados, y parecía que únicamente el mar era capaz de romper el silencio de sepulcro que se cernía sobre la ciudad. La gente evitaba salir a la calle, la cual sólo era transitada por los guerreros de la Guardia de Reos. Éstos parecían lúgubres fantasmas recorriendo en silencio una ciudad muerta. Únicamente el tañido de sus botas contra el suelo los delataba como hombres. Sus caras, teñidas de miedo, odio o tristeza, parecían más propias de espectros atormentados que de guerreros humanos. Los sucesos de la noche les pesaban en el espíritu como una losa fúnebre.

Un par de horas después de medio día la ciudad fue volviendo a su ritmo natural, y un grupo de encapuchados aprovechó el momento para desplazarse furtivamente hasta la taberna de Los Tres Sables. El tugurio debía el nombre a tres ornamentados sables de hierro bruñido que adornaban el lugar clavados tras la barra. Era un antro frecuentado por guerreros y borrachos, aficionados todos ellos a la fuerte cerveza negra que preparaba el dueño y único camarero. Éste era un antiguo marino que durante una de las innumerables batallas contra los reinos del sur perdió una mano. En la época en la que transcurre nuestra historia, se bastaba con su garfio y su hacha para mantener el orden en el local y, aunque a veces tenía algunos problemas con las ratas, mucha gente opinaba que había sido una suerte su desgracia, pues era uno de los mejores fabricantes de cerveza de la ciudad.

En los últimos tiempos, los Demonios Nocturnos habían hecho de Los Tres Sables su centro de reuniones. Era bien sabido por todos que se juntaban allí a conspirar, pero eran demasiado peligrosos para que nadie se atreviera a hacer algo. El rey, por su parte, prefería ignorarlos por el momento, pues, aun en decadencia, eran poderosos y tenían su utilidad.

Aquel día Nhao había llegado temprano, evitando las patrullas y los controles de la Guardia de Reos, la cual no hubiera tenido ningún reparo en adjudicarle cualquiera de los crímenes acaecidos en las últimas jornadas. Estuvo esperando varias horas solo con el dueño, bebiéndose mano a mano gran parte de uno de sus barriles de cerveza negra, hasta que a media tarde llegó otro cliente. Al momento, Nhao se alejó de la barra, pues sabía que al dueño no le gustaba ser visto con gente, ya que, según decía, en su negocio no podía permitirse deferencias. Así, fue hasta una mesa retirada y se sentó con la espalda contra la pared, sustentándose únicamente sobre dos patas. Desde ahí tenía una buena perspectiva del local y la espalda bien cubierta.

Al rato entró en el local uno de los encapuchados. Tras saludar con un seco gesto con la cabeza, se dirigió a paso vivo hasta la mesa de Nhao, recogiendo por el camino una silla. La colocó con el respaldo hacia la mesa y se sentó a horcajadas. Nhao le miró inexpresivo y sacó una daga de debajo de su capa. Con un tono de voz neutral la depositó sobre la mesa diciendo:

—Esta mañana ha aparecido un Guardia de Reos acuchillado en el puerto. Seis puñaladas en las costillas se lo han llevado con sus antepasados. Pero no se habrá ido triste, pues sus bolsillos estaban llenos de monedas de plata para pagar bien su viaje al más allá. Lástima que las monedas sean de acuñación nórdica; puede que eso le dé mala fama a su infame Orden.

El recién llegado se quedó mirando al joven, complacido. Una sonrisa cómplice le atravesaba el rostro. A modo de respuesta le dijo con tono irónico:

—Se tiene merecido su destino. Mira que tener tratos con esos sucios piratas indignos y sin honor… ―volvió la cabeza y escupió al suelo; aprovechando el gesto levantó la mano en demanda de una jarra de cerveza―. Por fin ha pagado por su hipocresía. Me recuerda a cierto guía espiritual que ha fallecido también esta noche ―comentó sardónicamente y, luciendo sus vampíricos colmillos en una amplia sonrisa, depositó suavemente un cuchillo negro sobre la mesa. Lo hizo con tanto cuidado que cualquiera hubiera pensado que era de cristal―. Se debió caer del campanario de su templo al ir a tocar Nocturnas. Lo que todavía no acierta a explicarse nadie es cómo se hizo semejante corte en el cuello; parecía que le hubieran degollado. Hay quien cree que no murió por la caída, pues no profirió grito alguno, lo que induce a pensar que primero le cortaron el cuello y luego le arrojaron al vacío. Yo me inclino más por creer que su fe era tan grande que no gritó porque no tenía miedo ni reparo en morir ―continuó, inclinándose al tiempo que comenzaba esta última frase; echó otro largo trago de su jarra de cerveza y concluyó en tono confidencial―. Más misterioso resulta que un hombre piadoso como él tuviera los títulos de las propiedades de los últimos ajusticiados por herejía. Curioso, ¿no es cierto?

Nhao le sonrió desde detrás de su jarra de cerveza. Sus ojos reflejaban una fiera complacencia. Se quedó mirando fijamente la entrada, meditando sobre lo oído y esperando la comparecencia de un tercer hombre, el cual llegó pocos minutos después. Entró decididamente en la taberna y se dirigió hacia sus compinches con una sonrisa iluminándole el rostro. Era Tarkus, el gladiador, el cual había ganado su libertad matando a un oso en un duelo singular.

Ésta era una práctica muy común en la ciudad estado, en cuyos alrededores abundaban estos enormes mamíferos. Todos los prisioneros de guerra podían intentar ganar su libertad venciendo a dicho animal en combate singular, armados solamente con una espada corta. La mayoría de ellos morían en el intento para diversión y regocijo de los ciudadanos libres. Los que sobrevivían solían mantener vivo también su odio.

El hombre sacó una enorme daga de debajo de su capa y la clavó ostentosamente en la sufrida mesa. Apoyando las dos manos sobre la misma, para dar más contundencia a sus palabras, anunció ruidosamente:

—Hoy hay luto en el caserío de los Jarca, pues un asesino se introdujo silencioso esta noche en su propiedad y mató al dueño cruelmente. No pudo gritar, pues el asesino le sujetó la boca firmemente. Por lo que dicen los guardias de Reos, la única zona del fallecido que no estaba cubierta de sangre era precisamente ésa, la parte baja de la cara. Realmente debió sufrir mucho.

El hombre de los colmillos prominentes le miró burlón y le dijo al tiempo que le tendía una jarra rebosante de cerveza:

—¿Y no reconocerán por la huella la mano del asesino?

El norteño se miró la enorme mano, meditabundo, mientras se acercaba la jarra a la boca. Con las comisuras de los labios cubiertas de espuma, respondió con tono tranquilo:

—No lo creo, ciertamente. No lo creo. ―Hizo una pausa para dar otro trago y añadió―: De todas formas se lo merecía. El pertenecer a las castas privilegiadas no le da derecho a nadie a inmiscuirse en la política de la ciudad sin estar en el Consejo. Se creen que por tener una casa de gladiadores y un par de naves pertrechadas para el combate ya están por encima de la ley. ¡Pues no señor! ―Hizo una pausa y continuó después de tomar aire―. A partir de hoy no dormirá tranquilo ni el rey. ¡Ni el rey!

Nhao jugueteaba, abstraído, con su daga. Sus ojos brillaban maliciosos y en su cara se había quedado congelada una sonrisa entre burlesca y sanguinaria. Con un tono de voz misterioso y fascinado entonó suavemente, más para sí mismo que para sus compañeros:

—Las tres dagas han bebido. Sus tres estamentos han sufrido y pronto caerá su cabeza. El desenlace se acerca, y todos sus agravios serán saldados a sangre, acero y fuego.

En aquel preciso momento irrumpió en el establecimiento un destacamento de la Guardia de Reos. Eran una docena e iban armados hasta los dientes; y, lo más importante, sabían que estaban metiéndose en la boca del lobo. Todo el mundo pensó, y sigue pensando a pesar de las palabras del sargento del destacamento, que entraron para ajustar las cuentas a los Demonios de la Noche, pues bien es cierto que, dentro de aquellas Sectas de la Espada, el honor y la camaradería eran los valores que más les unían y les daban fuerzas ante la adversidad. De hecho, nadie había puesto en duda que, tras la muerte de uno de los miembros de la guardia de Reos, la venganza no tardaría en llamar a aquella puerta.

—¡Por orden de su majestad el rey se procede al registro de este local en busca de traidores y asesinos! ―gritó amenazante, espada en mano, el sargento del destacamento.

Nhao se levantó desenvainando su espada y, apuntándole con ella, le espetó:

—Aquí no hay más traidores que aquéllos que matan a nuestro pueblo para alimentar a su señor, ni más asesinos que aquéllos que ejercen de sus perros. ¡Muerte al rey! ¡Muerte al conspirador con corona!

—¡Hasta aquí has llegado, perro! ―rió entre dientes el sargento al oír aquellos insultos.

En un instante todos los presentes sacaron sus aceros y se enzarzaron en una brutal reyerta. Los gritos a favor y en contra del rey se entremezclaban y quedaban ahogados por el estrépito de la batalla. Al final sólo quedó en el aire el entrechocar de los aceros y el ruido de los muebles y los cuerpos rotos. Contra todo pronóstico, los partidarios de Nhao fueron más numerosos, o más fieros, que los partidarios del monarca y, tras unos instantes de frenético combate, estos últimos tuvieron que abandonar el lugar con dos muertos en contra y un solo traidor eliminado. A las pocas horas el tugurio fue pasto de las llamas, en venganza por la ignominiosa derrota infligida, pero nadie pudo callar las voces que narraban lo que ahí había sucedido.

Una de estas voces fue la de Tiun, un trovador extranjero de paso por la ciudad, el cual creyó ver en el agitado panorama social la oportunidad para comenzar a forjarse un nombre. En la polis no eran comunes los artistas y, con sus aguzados versos, consiguió en escasas horas ganarse un buen auditorio y un duro desencanto. A diferencia de otras ciudades estado, en Kios no estaban habituados a otro tipo de expresión musical que la de las baladas populares. Por ello, escasamente fue localizado por la guardia de la ciudad, fue violentamente reducido y conducido a una mazmorra, pues sus hábiles composiciones fueron consideradas subversivas e insultantes para con la corona y su fiel Guardia de Reos, los cuáles habían sido satíricamente retratados en los poemas recitados.

A pesar de este tipo de detenciones, la guardia no consiguió acallar las protestas. Después de muchos años bajo el férreo control del monarca, los enemigos políticos del rey sintieron que se acercaba su oportunidad y se envalentonaron. La revuelta se iba haciendo patente en cada vez más sectores la enorme ciudad estado.

 

La única persona ajena por completo al conflicto que hervía en las entrañas de Kios era Kela, la cual no se había separado de la sepultura de su hermana ni por un momento. Seguía viva, pero muerta para el mundo que la rodeaba. Sólo tenía ganas de reunirse de nuevo con su gemela. Su mente había abandonado por completo la realidad que le había llenado durante toda su vida. Ya sólo tenía pensamientos para Dersea, pero hasta éstos se iban convirtiendo en delirios demenciales y fantasías de perturbada. Sólo sentía latir en su pecho el deseo de venganza, y quizá fuera éste el sentimiento que conseguía que su corazón siguiera palpitando. A pesar de haberse convertido en su única obsesión, no conseguía idear nada para conseguir saciar su sed de sangre, pues estaba tan embotada por el dolor que no era capaz de identificar siquiera el objeto de sus odios.

Su cuerpo se había deteriorado parejo a su mente. Su cabello dorado se había marchitado y se había convertido en una melena plateada, espectral como el pelo de una vieja moribunda. Sus ojos dorados mantenían su brillo, pero siempre estaban enrojecidos por las lágrimas constantes que derramaban. Enmarcados continuamente por unas siniestras ojeras y estragados por el dolor, le conferían una mirada aterradora. La carne se había replegado hacia su interior y su piel blanquecina se pegaba a sus huesos, pues no comía desde el día en que comenzó la pesadilla. Por su aspecto se la podría haber confundido fácilmente con su hermana Dersea apareciéndose después de muerta, ya que sus rasgos eran más propios de un espectro que de un ser vivo.

Lo único que aún le proporcionaba algún consuelo era el colgante con la talla de la sílfide, pues le recordaba a su gemela perdida y le transmitía una calidez tranquilizadora. Era, a pesar de todo, un sosiego efímero, ya que los fantasmas de su dolor no tardaban en anular el efecto sedante del amuleto, volviendo a acosarla con su presencia heladora.

 

Aquella misma jornada, al mediodía, la madre de las gemelas murió, sola, abandonada por todos a merced de sus propios tormentos. Sus vecinos evitaron acercarse a verla, disuadidos por el recuerdo de su hija pendiendo de una soga en la plaza central de Kios. Había perdido en un solo día a sus dos hijas, una asesinada por unas autoridades deshumanizadas y otra atrapada por la misma locura que la estaba consumiendo a ella. Así, sola en el enorme caserón de piedra negra, atenazada por el dolor y el miedo, fue como le sorprendió la muerte. Se encontraba sentada frente a la enorme chimenea de cuando le dieron la noticia que acabó por segar su vida. Un mozalbete le llevó una carta en la que le informaban de que el barco mercante que comandaba su esposo, Orlik, había naufragado frente a las costas de una ciudad perdida, en una isla cuyo nombre no quiso ni pudo retener. No había habido supervivientes. El mar se había llevado lo último que le mantenía atada a aquel mundo ingrato. Murió consumida por el dolor y la pena, frente a la chimenea apagada, símbolo de la ruina que se iba apoderando de todo, mudo testigo de su triste final.

 

Como llorando aquella pena, una nueva tormenta se desató. La lluvia azotó durante el resto del día y durante toda la noche a la atormentada ciudad estado, la ciudad que, tal y como había dicho su monarca, no tenía rival en toda la costa y cuyo poderío era inigualable en todo el mundo conocido. La luna no se presentó aquella noche y una oscuridad digna del infierno tomó las calles, arropándolas con su siniestra negrura. Y con la oscuridad llegó el frío: un frío gélido, helador, que se introdujo en las casas de los kianos, e incluso en el palacio del monarca, a pesar de las numerosas chimeneas encendidas que intentaban ahuyentarlo.

El rey en persona se había despertado sobresaltado, en parte por el frío y en parte por sus preocupaciones. Hizo llamar a sus hombres de confianza, pues, sabiendo que no podría dormir, prefirió darle alguna utilidad a la noche. Se sentó junto a la ventana, contemplando absorto la ciudad que había llegado a controlar, y no pudo evitar pensar en lo efímero que era el poder y en lo eterno que parece cuando se posee. Se cubrió, a su pesar, con el manto de armiño para refugiarse del frío, pues era reacio a utilizar prendas que dejaran tan patente su condición. De hecho, sólo consentía en ponerse la corona y únicamente en ocasiones muy importantes. Al sentir el tacto de la piel del animal recordó el sueño, más bien pesadilla, que le había hecho despertar.

Estaba sentado en el salón del trono, cubierto con aquel mismo manto, con la cabeza coronada y el cetro empuñado a modo de espada en su mano izquierda. No recordaba lo que decía, pero sí a una multitud a la que gritaba órdenes. También recordaba el peso opresivo de la corona de oro sobre la cabeza, aplastándole, como si le intentara indicar que era sólo un mortal. Entonces la puerta del salón del trono se abría y entraba un espectro con el aspecto de la condenada de los ojos dorados. Empuñaba con ambas manos una enorme espada negra, con la cruceta formada por un murciélago labrado en metal. No hablaba, pero su andar decidido no dejaba lugar a dudas acerca de sus intenciones. Casi giró la cabeza al recordar, como si imitara su propio gesto realizado en el sueño, sintiendo como en éste una gran sensación de desamparo. Y se estremeció al recordar, asimismo, que en lugar de encontrar la ayuda deseada, todo lo que había visto era una enorme figura esquelética cubierta por una raída túnica negra. En una mano portaba un reloj de arena a punto de acabarse y, en la otra, una guadaña plateada, cuya presencia helaría la sangre en las venas al más valiente. El monarca podía sentir ese frío aun despierto. Nunca lo olvidaría. Tampoco olvidaría cómo, finalmente, el espectro le atravesaba con su acero, de un solo envite, con cruel determinación.

El monarca se giró sobresaltado al ver que la puerta se abría. En el umbral se encontraban el obispo y el capitán de la guardia de Reos. El primero estaba claramente alterado, mientras que el guerrero presentaba el mismo aspecto de militar disciplinado con el que comparecía siempre. La herida de su cara estaba cicatrizando rápidamente y se veía prácticamente curada. Pronto será una cicatriz más, pensó el rey. El soldado dio un paso al frente y habló con frialdad:

—Nos habéis hecho llamar, señor. ¿Qué sucede?

El monarca lo miró con sorna antes de girarse hacia la ventana, dándoles la espalda para ocultar su perturbación:

—Sucede que se está derrumbando todo lo que había construido. Los insurgentes se levantan y la revuelta está en las calles. Mis soldados son derrotados y mis hombres de confianza asesinados por la noche. Los Señores del Mar son incansables y están preparando una nueva incursión, pero no puedo destacar hombres a frenarla, pues no son muchos más los que me siguen siendo fieles que los que apoyan a esos alborotadores.

El capitán apretó los dientes y le miró impasible. El obispo se acercó al rey e hizo amago de comenzar a hablarle, pero éste le cortó brutalmente:

—¡Fuera de mi vista, víbora! Eres demasiado incompetente para controlar a tus subalternos y aun así pretendes ofrecerme tu ayuda. Desaparece antes de que te mande ahorcar junto a ese atajo de traidores.

El obispo abandonó corriendo la habitación, con los ojos desorbitados y murmurando entre dientes. El capitán de la Guardia de Reos habló firmemente cuando éste hubo partido, sin dejar de mirar al frente:

—Si me lo permitís, mi señor, en este caso necesitaríamos aplicar medidas ejemplares. Propongo registrar la ciudad hasta localizar a los cabecillas de la revuelta de esta mañana. La gente es muy maleable y se olvida rápido de lo que se ha hecho por ella. Si no os mostráis firmes creerán que los conspiradores son más poderosos que vos y se unirán a la revuelta. Hay que sujetar la situación con mano de hierro.

El rey se acercó a aquel hombre que le había servido por tantos años y al cual conocía tan poco. Le puso una mano en el hombro y le dijo con tono abatido:

—Me duele en el alma tener que dar esta orden, pero creo que tienes razón al decir que he de mostrarme inflexible. Esta noche la sangre de esos traidores y advenedizos ha de tintar las calles de Kios. Organiza una patrulla de caza y llévales los tormentos del infierno a sus escondrijos. No olvidaré nunca tu lealtad, capitán.

Lirias miró inexpresivo el semblante afectado por la preocupación de su rey. Asintió con gesto marcial, giró sobre sus talones y abandonó la sala con paso enérgico. Una sombra de sonrisa le recorrió el rostro. Había sido entrenado desde niño para combatir y disfrutaba derrotando enemigos. Aquella noche se iba enfrentar a los Demonios de Noche con carta blanca. La perspectiva le complacía. Por una vez iban a bailar todos al son que él marcara.

Aquella noche la ciudad se convulsionó. Varias casas fueron pasto de las llamas y varios hombres murieron batiéndose en la oscuridad por sus ideales, su rey o su vida. Las calles y varios caserones se tiñeron de sangre y muerte y, no sin motivos, aquella noche sería recordada largo tiempo como la Noche de los Aceros. Por una vez en mucho tiempo, las Sectas de la Espada pudieron saldar sus cuentas abiertamente y del único modo que se les había enseñado: haciendo hablar a las armas.

 

Kela siguió ajena a todos estos acontecimientos, arrodillada en el cementerio, a merced de la lluvia y el viento, castigada por el frío y los recuerdos. El agua la había empapado completamente y discurría por su rostro sustituyendo a las lágrimas, las cuales se le habían acabado. Los relámpagos iluminaban su belleza desfigurada por el dolor y mostraban su nueva y cruel hermosura, moldeada por el dolor y la desesperación. La joven no moría porque no tenía fuerzas para ello; ni tan siquiera la voluntad necesaria. Había quedado presa de una pesadilla y no era capaz de volver a la realidad.

Un relámpago surcó el cielo nocturno, partiéndolo con su luz y llamando a Kela. Como en un sueño, ésta se levantó del suelo y echó a andar hacia los límites del cementerio. Tras unos pasos, las fuerzas le fallaron y se le doblaron las piernas. El cansancio, el hambre y el frío se conjugaron haciéndole perder la consciencia.

Unas horas después despertó. Se encontraba rodeada de lápidas funerarias, entre las cuáles flotaba una densa niebla. Había más humedad y el frío se había intensificado. No obstante, Kela lo ignoraba, como si no existiera o no pudiera causarle ningún daño ni ninguna sensación. Ya nada le importaba. Se intentó levantar, pero las fuerzas le fallaron de nuevo y cayó de hinojos al suelo. Éste estaba mojado y desprendía el olor de la corrupción que ocultaba bajo su manto. Se acercó, desplazándose lentamente, hasta un joven pino que crecía indolente entre los monumentos funerarios y, agarrándose a su tronco, se puso en pie y observó en derredor. Fue entonces cuando apareció.

Un enorme oso negro surgió de entre la niebla quedándose a un metro escaso de la joven. Luego, tras una breve pausa, el majestuoso animal acercó su cabeza hacia la desvalida muchacha. Era un ejemplar magnífico. Medía más de dos metros de altura y poseía unas enormes y poderosas extremidades, acordes con su exuberante testa. Sus ojos eran negros como su piel, y se asemejaban a insondables pozos que ocultaran alguna verdad más inhumana incluso que la actual situación de Kela.

El oso rugió cubriendo de vaho a la joven, mostrando al mismo tiempo su amenazadora dentadura. Fue un rugido poderoso, triunfante. Parecía que gritase al mundo su poderío y su fuerza como aviso de lo que podría llegar a hacer si fuese provocado. Kela cayó de rodillas al suelo, desplomándose mientras se aferraba con desesperación a aquel árbol joven al que no era posible amedrentar. El oso se irguió sobre sus patas posteriores y se mostró en todo su esplendor. Extendió las gigantescas zarpas de pesadilla, para exhibir toda su envergadura, y volvió a rugir, esta vez a la noche, dejando su reto impreso en el gélido aire nocturno.

Kela se sumió en la inconsciencia y, al despertar, no supo si el oso había sido sólo un producto de su imaginación o si realmente había existido. Lo que si fue cierto es que a partir de aquel día ya no volvió a derramar una sola lágrima, ya que había acabado por aflorar la mujer que viviría con su nombre por el resto de su existencia, en la cual el dolor por la hermana perdida era sólo el motor de su existencia, y no un motivo de lamento.

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