Tormenta eterna en Kios: Capítulo VII
El sol bañaba de dorado los negros edificios de Kios, ofreciendo un bello espectáculo al solitario jinete que observaba la ciudad desde el Camino del Continente, a escasos metros de las murallas defensivas.
Era inusual que llegaran extranjeros desde tierra adentro, pues la polis se encontraba aislada de las otras ciudades estado por una escarpada cordillera montañosa. De hecho, la ruta marítima era la única que permitía que la ciudad se mantuviera comunicada, aun siendo arriesgada por la presencia de los piratas y las frecuentes tormentas. No obstante, aquel jinete no era un extranjero, aunque llevase tantos años alejado de la ciudad que ya no recordara su aspecto.
Con paso tranquilo se dirigió hacia el portón, donde vigilaban, desganados, dos soldados. Las cotas de malla negras y los yelmos con colmillos formando una corona les delataban como Guardias de Reos. El jinete no había vivido lo suficiente en la ciudad como para haber desarrollado afinidades políticas, lo que no evitó que le resultara extraño ver a dos hermanos de la espada montando guardia. Al llegar a su altura se quitó la capucha, revelando un rostro surcado por arrugas. Una larga melena negra le caía sobre los hombros recogida en una coleta, mostrando su verdadera edad; por sus cansados ojos y su curtido rostro pocos hubieran sospechado su juventud. Levantó, a modo de saludo, su mano diestra, embutida en un guantelete metálico, y entonó con voz cansada:
—Saludos, guardias, el camino ha sido largo y tengo la garganta seca. ¿Os importaría que compartiera vuestra agua?
Uno de los soldados señaló con un palo el barril, asintiendo con la cabeza. El otro, que se encontraba sentado en el muro de un huerto, le preguntó:
—¿Cómo es que vienes por el interior? Espero que no haya corrido la voz de que estas aguas no son seguras.
El jinete conocía la afición de las gentes de Kios por el mar y no quiso revelarles su escasa afinidad con él, por lo que respondió con evasivas:
—No, no se trata de ningún rumor. Al menos cuando salí de Aren no se conocía ninguna mala nueva. Pero, ¿qué es lo que ocurre? Hacía mucho que no venía por la ciudad y no me vendrán mal noticias frescas.
—En realidad no ocurre nada grave ―terció el otro guardia―. Una pequeña conspiración llevada a cabo por los Demonios de la Noche. Esos perros... ―hizo una pausa y escupió en el suelo―. Pero ya no habrá más problemas; no después de la lección que les dimos tras la puesta del sol. Ya no se atreverán a salir de sus escondrijos.
—¿Qué hechos son estos que me referís? Tenía entendido que el actual monarca se había asentado sin problemas en el gobierno. Sus logros en política bélica han trascendido a otras ciudades estado.
—No es de extrañar, pues su gobierno ha sido hábil y beneficioso. Quizá por ello esos traidores, envidiosos del bien ajeno, decidieron abrir paso a asesinos corsarios con la esperanza de que nos trajeran algún mal. ―Volvió a escupir en el suelo―. Demonios, pues sí que consiguieron traernos males. La ciudad se ha llenado de cadáveres está noche, y no sólo han caído de esos bastardos, sino que han muerto también ciudadanos honrados.
—Vuestras noticias me llenan de inquietud, soldado; me apresuraré a ver a mi familia.
Dicho esto el jinete se montó nuevamente en su caballo y comenzó a alejarse al galope, directamente hacia su casa, seguido por las miradas de indiferencia de los sectarios. Cabalgando por las calles los edificios se le tornaron sombríos. El brillante aspecto exterior de la polis era una efectiva máscara que había ocultado al jinete el lamentable estado de la ciudad que le había visto nacer.
Nutridas partidas de guerreros pesadamente pertrechados recorrían las calles con el semblante ensombrecido, y por doquier se advertían las consecuencias de los combates acaecidos durante la noche. Un carro transportando dos bultos cubiertos por sabanas, los cimientos ennegrecidos de una casa arrasada o un charco de sangre cabe el cuál reposaba algún arma mellada constituían los mudos testimonios de los sangrientos encontronazos nocturnos entre revolucionarios y monárquicos. Cada vez más inquieto, hizo acelerar el paso a su montura, como intentando escapar de los siniestros pensamientos que atenazaban su espíritu. Cruzó la plaza del Edificio de Justicia sin prestar atención a las picas que, como intentando alcanzar el cielo, se elevaban con sus siniestros trofeos atravesados en la punta. Las cabezas de los traidores muertos en los días anteriores todavía las coronaban como macabra advertencia a todo aquel que osara cuestionar el poder del monarca.
El jinete descendió hacia la línea de la costa y se introdujo en los retorcidos callejones del barrio portuario en busca del que fuera su hogar en unos tiempos que se le antojaban muy distantes. Cuando terminó por localizarlo, lo que hubo sido un vago presentimiento acabó por tener una forma definida.
El enorme caserón de piedra negra estaba notablemente deteriorado. La robusta puerta de roble de la entrada se encontraba sucia y descuidada, con la madera ajada por los embates de las tormentas de los días precedentes. Desde la calle se podía ver como un par de ventanas estaban rotas, y nada indicaba que alguien fuera a repararlas. A todas luces la casa se encontraba abandonada.
El jinete descendió de su montura y se dirigió a la puerta. En ésta, sujeto con un clavo, había un mensaje desteñido, el cual se había tornado completamente ilegible. El joven recorrió las ventanas enrejadas del piso bajo, en busca de algún movimiento en el interior de la casa, pero ninguna señal revelaba si alguien vivía todavía en aquel lugar. Se encaró de nuevo con la puerta de roble y comenzó a golpearla con el puño, más nadie respondía en su interior. Desesperado, apoyando la espalda contra la pared, recorrió con la mirada toda la calle, buscando entre los casas alguna persona que pudiera darle información sobre los habitantes del que fuera su hogar.
El débil sonido de una campanilla captó su atención y su mirada. Por una inclinada y retorcida calleja bajaba con paso inseguro un ciego, apoyándose pesadamente sobre un largo cayado. A paso vivo, el joven jinete se acercó al anciano, llamándole a voces. Cuando le alcanzó, le sujetó firmemente por el brazo y le dijo, ansioso:
—Anciano, ¿qué ha sido de la gente que vivía en este lugar?
El anciano intentó tocarle, torpemente, con la mano que tenía libre. Tenía la cabeza girada hacia el cielo, pues pretendía encararse con el extraño. Con voz cascada le respondió:
—Si, como creo, estamos en la calle de Otalos, noticias tristes tendré que referirte, pues la gente que habitaba este caserón ha sufrido grandes desgracias. La oscura mano de la tragedia se ha cernido sobre el que fuera el hogar del gran marino Orlik. Ya ninguno de ellos está entre nosotros.
—Explícate hombre, ¿qué noticias has de darme? ―le espetó el joven violentamente, con el rostro demudado.
—Todos han muerto. Nadie se salva de las crueles manos de la muerte. Orlik fue devorado por los mares de un lejano reino al tiempo que sus hijas perdían la vida por culpa de las intrigas de esta desgraciada ciudad. Tanta sangre atraerá la cólera de nuestros antepasados, tal y cómo la muerte se ha traído para sí a la madre de las dos gemelas. La pena acabó por matar a su espíritu, ya debilitado por la triste historia de su familia.
El joven miraba con los ojos desorbitados al ciego. Una violenta sensación de vértigo le dominó y, sin poder evitarlo, quedó postrado de rodillas sobre el húmedo suelo empedrado. Un único pensamiento llenaba su mente: “Demasiado tarde”. Un reproche que le robaba las fuerzas para continuar viajando. Sin apenas darse cuenta, se levantó en medio de la ya solitaria calle y comenzó a ascender por una empinada cuesta hacia el corazón de la ciudad. Su caballo, por la fuerza que otorga la costumbre, le seguía en su vagabundeo.
El duro y frío suelo de una calleja en la parte de atrás del edificio de Justicia sirvió de lecho para Tiun, el trovador, durante las últimas horas de la noche. Tras recibir una brutal paliza por parte de los interrogadores reales, fue arrojado a la calle, pues su utilidad en prisión era escasa y, según Lirias, capitán de la Guardia de Reos, las celdas iban a rebosar de traidores y conspiradores de mayor categoría.
Los primeros rayos solares bañaron la cara del bardo despertándole con suavidad. Lentamente se incorporó y se sentó contra una pared. Se palpó con cuidado todos los huesos, buscando alguno que estuviera fracturado, mientras, con la mirada, inspeccionaba la calle. “Mi buena estrella no me abandona”, se dijo, “pues aun magullado, sin dinero ni enseres, me encuentro vivo y en libertad”. Una sonrisa alegre cruzó su rostro y, con paso vivo, se dirigió hacia una fuente, donde se lavó enérgicamente, eliminando la sangre de sus atuendos lo mejor que pudo.
Al sacar la cabeza del agua su mirada se fijó en un hombre que caminaba como en sueños por la plaza. Su semblante estaba ceniciento y sus ojos prendidos en el infinito. Tras él, un caballo avanzaba cachazudamente, con resignación. Una grande y bella espada colgaba de su cinto, y bajo sus ropas se podía divisar un hermoso peto de cuero endurecido de color negro. Sin duda, el aspecto de un mercenario, pensó. Y juntó a aquel pensamiento, otro surcó de inmediato su mente: sin dinero y sin habilidad en el combate, pronto se encontraría en dificultades. Su solución podía ser arrimarse a un hombre de la calaña de aquél que frente a él vagaba; así que se decidió a seguirlo.
El hombre caminó sin rumbo por el barrio del centro de la ciudad hasta alcanzar un pequeño muro que separaba una calle de un fuerte desnivel. Sentado a horcajadas sobre el parapeto, el hombre fijó su mirada en el mar. Sus bravías olas rompían con fuerza decenas de metros más adelante. Tiun se sitúo a su lado y le habló con tono jovial:
—Bonito espectáculo, ¿verdad? Los mares del Norte son el reflejo de la bravura de sus hombres, ¿no es cierto?
El jinete le dedicó una mirada vacía. Sus ojos estaban tomados por una fuerte indiferencia y su rostro bien podría haber sido el de una estatua. El trovador no se dejó desanimar:
—Permitidme que me presente: soy Tiun de Agrath, trovador e historiador, vagabundo y aventurero. Me dirigía hacia el Este, pero me he quedado sin dinero por culpa de unos incidentes con la Guardia de Reos. Pero, ¿cual es vuestro nombre, si no es impertinencia? Por vuestro aspecto deduje que sois un mercenario, y mi fortuna aumentaría de contar con la protección de un hombre de armas.
Un extraño fuego se prendió de la mirada del envejecido jinete y las palabras salieron de su boca como si de una maldición se tratase.
—Mi nombre es Cain, y ninguna patria me dio cobijo. Fui soldado de fortuna y bailé con la muerte en todas sus fiestas, sin temerla ni apartar la mirada de su rostro; pero al volver a la ciudad que me vio nacer me ha derrotado. Sus garras me han arrebatado lo único que, por fin me había dado cuenta, me importaba en este mundo. ―Atravesando con la mirada al trovador, Cain se levantó de su asiento―. Soy Cain, el apátrida y me dirijo al Infierno, donde libraré mi última batalla.
Tiun retrocedió involuntariamente dos pasos y, resbalando en un charco, cayó de espaldas al suelo. Al levantarse, vio que el jinete se alejaba llevando a su montura de las riendas. Movido por la imprudencia, le gritó:
—¡Espérame, mercenario! ―Cain se giró y el trovador le dio alcance corriendo. Cuando estuvo a su lado le dijo con voz entrecortada―. Conozco tu historia. Eres el hijo de Orlik, el marino. Conozco la desgracia de tu familia y sé quién es responsable de la muerte de tu hermana.
Cain le observó, estudiándole con una mirada gélida, los labios y los puños apretados. Abrió la boca con una mueca lobuna y le espetó, casi en un susurro:
—Y tú quieres escribir mi historia; quieres un relato que narrar en otras ciudades. ―Lentamente fue moviendo su mano derecha hacia la empuñadura al tiempo que el color rosado abandonaba el rostro de Tiun―. Pero has de saber que esta historia se va ha escribir con sangre que aún no ha sido derramada. Tu fama y riqueza van a ser a costa de las entrañas de muchas personas.
La mirada de hierro siguió paralizando al trovador, que nada hacía por negar sus acusaciones. En el fondo de sus ojos podía leerse que había sido descubierto pero que lo consideraba algo justo. Quizá tan sólo no deseara discutir sobre ello o tal vez pensará que su suerte ya estaba echada. Antes de que se hubiera movido, Cain soltó la empuñadura de su arma y le dio una palmada en el hombro al tiempo que le susurraba.
—He visto cortar cabezas a hombres con muchos más escrúpulos que tú; pero no temas, pues hace tiempo que perdí el respeto por la moral de mi tierra. Mientras me seas útil, podrás mantenerte a mi lado: yo te daré protección y una buena historia. Tú me proporcionarás la información que necesito para que mi venganza sea completa. Ahora ve a la taberna de los Tres Sables. Me reuniré contigo más tarde, pues hay algo que debe hacerse.
—Estoy francamente complacido con los términos de nuestro acuerdo ―replicó Tiun con renovado entusiasmo―. Mas habremos de concertar otro lugar para nuestra cita, pues, hace un par de noches, la taberna de los Tres Sables fue reducida a cenizas por un inoportuno, aunque no casual, encuentro entre las Sectas de la Espada.
Acariciándose pensativo el mentón, Cain meditó unos instantes mientras continuaba su vagabundeo. Finalmente resolvió:
—Determina tú el lugar. Llevo mucho tiempo fuera de la ciudad y ya no recuerdo cuáles eran las plazas seguras para conspirar.
—Vayamos pues a la Gran Morena, un establecimiento que, aun careciendo de buena reputación, resulta un refugio apropiado para nuestra actual situación. Permitidme hacer de guía hasta el mismo ahora, pues así me aseguro de que no os extraviaréis. Además, así podré empezar a instruiros en los últimos acontecimientos sociales de esta ciudad condenada.
Horas más tarde, Cain ató su caballo a la verja del cementerio y se internó en él por un sendero embarrado. Una suave brisa llegaba del mar y refrescaba el ambiente. Vio que había luz en la cabaña del guarda pero, al encontrar la puerta abierta, decidió no perturbarle. El lugar no había cambiado demasiado desde su niñez, cuando solía visitarlo para ver la lápida de su madre.
Caminó imbuido del silencio que se respiraba en busca de tumbas recientes y, tras recorrer unos metros, dio con dos nuevas sepulturas. Con paso inseguro, caminó, hundiéndose en el barro, hacia los túmulos. Uno de ellos no era más que un montículo de tierra húmeda sobre el que ya comenzaban a crecer las malas hierbas. Al su lado se erigía una lápida que confirmaba todas sus sospechas: el nombre de su madrastra grabado con prisas en toscos caracteres identificaba las sepulturas como las de su perdida familia.
El apátrida cayó de rodillas frente a la tumba sin lápida, signo de vergüenza para otras personas que únicamente transmitía dolor a su ser. La carencia de baliza sólo podía significar que habían sido juzgadas y encontradas culpables de traición a la ciudad de Kios; habrían sido ejecutadas públicamente y, para más escarnio, enterradas en un rincón del cementerio, en un lugar que al paso de los años nadie pudiera localizar, para que así sus espíritus nunca disfrutaran de reposo. Su madrastra debió pedir que la enterraran al lado de sus niñas, para así poder socorrerlas en su viaje.
Su mente se sumió en un profundo lago de odio y desesperación, en el cuál la venganza parecía la única salvación posible. Tras rezar lo que le parecieron minutos, se puso en pie. Con un gesto brusco desenvainó la espada y, apuntando con ella hacia el cielo, gritó:
—A vosotros me dirijo, oh espíritus de mis ancestros. Bien sabéis que la sangre llama a la sangre; y la sangre de mis hermanas, agraviada por tantas crueldades, me llama ahora a mí. A través de continentes y mares he contestado a su llamada, y aquí estoy de vuelta al que fue mi hogar. Con mi espíritu enfermo de odio os juro que sellaré mi venganza; pues ahora soy el último de mi estirpe y es mi deber conducir de nuevo a los espíritus de los míos hacia el descanso eterno. Así pues, que mi sangre no repose hasta que el juramento que hoy lanzo se vea cumplido.
Al finalizar la oración, Cain bajó la espada hasta su pecho y, pasando su brazo izquierdo sobre el filo, se arrancó unas gotas de sangre. En reverente silencio, las dejo resbalar hasta la tierra negruzca que sepultaba el cuerpo de Dersea. Finalmente, cuando la herida dejó de manar, el solitario joven clavó con violencia su espada en el túmulo, allí donde debiera haber estado la lápida funeraria. Sin decir una palabra, se giró y se fue caminando lentamente hacia el exterior del cementerio. Una sombra cubría su mirada y una fuerza, poderosa desde que el mundo está civilizado, le animaba los músculos. Su siniestra silueta recortada contra el sol poniente era una amenaza que la ciudad todavía no había sido capaz de percibir.
Apoyado en el marco de la ventana, Arrenus contemplaba el ocaso del día valorando los acontecimientos de las jornadas precedentes. Intentaba predecir las consecuencias de los combates entre ambas sectas, analizar los potenciales de las distintas facciones para idear la mejor forma de combinarlos. Como en una partida de ajedrez en la que todas las figuras se han adelantado hasta lograr un equilibrio inestable, la ciudad se mantenía pendiente de un hilo que cualquier movimiento precipitado podría seccionar. La mano del anciano cortesano, que se desplazaba por el aire como queriendo tropezar con dicho hilo, se detuvo en seco al oír chirriar la puerta a sus espaldas. Sin apartar la mirada de la ventana, saludó al recién llegado.
—Saludos, Akhul, ¿traes noticias de los Demonios de la Noche?
—¿Sólo de ellos os interesan, mi señor?
El tono sarcástico de la pregunta provocó que el anciano girase sobre sus talones y se encarara con su espía. Éste le contemplaba indolente, con la cabeza levemente agachada en una reverencia, vestido con el uniforme completo de los Demonios de la Noche. La mirada encendida de su señor apenas le amedrentó, manteniéndose en la pose con una amplia sonrisa vampírica. El tono de voz de su anfitrión se volvió perentorio:
—Jamás olvides, engendro, que tu existencia depende únicamente de mi voluntad.
—Temo que eso es algo de lo que nunca podré abstraerme, señor.
—Responde entonces, lacayo, y no me hagas demorarme más.
Los ojos del interrogado se encendieron con un resplandor verdoso, iluminados por la rabia contenida. Su voz, más sumisa, expuso la información requerida:
—La muerte de Voltar es un hecho comprobado: su cuerpo pasto de los peces, su mente manjar de espectros. Nhao continúa bien su revuelta, ajeno a los verdaderos motores que a ésta mueven. Lua, la querida espina familiar, se mantiene exiliada, protegida de los cuchillos de los leales. Lo que hubo de arder esta noche ardió, y aquéllos que hubieron de acabar muertos, en las fosas están. Creo que el pacto anda cubierto por mi parte, mi señor Arrenus.
Los ojos del anciano se posaron en una bola de cristal situada sobre la chimenea. Ésta contenía un vapor verde que se retorcía prisionero de la transparente superficie. Akhul percibió inquieto el objeto que atraía al viejo y cayó rodilla a tierra. Arrenus movió una mano, como restando importancia a lo ocurrido, y encomendó la siguiente misión su visitante nocturno.
—Encárgate ahora de velar por los vástagos de Orlik, en especial de Cain. Mantenlo cerca de tu mano para poder disponer de él según nuestra voluntad.
—Vuestra voluntad es la mía, señor ―reconoció excesivamente humillado.
—Por supuesto, mi fiel siervo, por supuesto.
Complacido con su triunfo sobre Akhul, el poderoso personaje le despachó con un gesto condescendiente. Humillado por la sonrisa triunfal que adornaba el rostro de su actual amo, el misterioso personaje salió de la estancia con el odio acrecentado y miles de nuevos proyectos de venganza hirviendo en su cabeza.
Kela abrió con dificultad los ojos. Su cuerpo se encontraba extrañamente cálido y sus manos tocaban algo extremadamente suave. Le sorprendió encontrar sus brazos limpios y su pelo recogido en una coleta. No obstante, su atención se centró rápidamente en el lugar en que se encontraba, pues era igualmente insólito.
Una potente hoguera animaba una chimenea, en la que colgaba una marmita de bronce, vertiendo su luz por toda la estancia. Frente a la chimenea dormía un gigantesco mastín de color negro, recostado sobre una piel de vaca curtida. En la pequeña estancia no había muchas más cosas: una tosca mesa de madera con útiles de comida dispersos por su superficie, un par de banquetas, un baúl, una percha de la que colgaba un recio abrigo... Especialmente llamativa era una gran hacha apoyada contra el marco de la puerta, junto a un pequeño grupo de bien ordenados leños. Kela se estaba preguntando cómo y por qué había llegado hasta aquel lugar, cuando una voz gutural la sacó de sus cavilaciones.
A los pies de la enorme cama en la que se encontraba estaba recostada, sentado sobre una silla, un hombre de aspecto tosco reclamaba su atención. Su mentón era fuerte y prominente, carente de pelo. Sus ojos estaban hundidos en las cuencas y tenía la inconfundible mirada de los ausentes. Su pelo, lacio y negro, le caía sin gracia por una escasa frente. Con una sonrisa entre inquieta y complacida, repitió la pregunta nerviosamente:
—¿Cómo os encontráis, niña? Habéis dormido todo el día ―añadió, levantándose de la silla y caminando pesadamente hacia la mesa―. Empezaba a preocuparme, pues no parecía que fueras a despertarte nunca.
Kela lo miró sorprendida y le preguntó con voz ausente:
—¿Quién eres?
El hombre levantó la cabeza hacia ella y la volvió a bajar al instante, centrándola en el cuenco de cerámica que intentaba coger con las manos. Una vez lo hubo atrapado, se dirigió hacia la marmita y la destapó mientras decía con voz insegura:
—Soy Tran, el guarda del cementerio. Vigilo el cementerio con mi perro. ―Hizo una pausa mirándolo con cariño―. Pero no es peligroso. No muerde a nadie que sea bueno porque lo he educado desde pequeño. ―El hombre volvió a centrarse en la marmita y sirvió en el cuenco una espesa sopa de color pardo―. Te encontramos en el cementerio por la noche y te trajimos a casa porque pensamos que el oso te había mordido. No tienes que preocuparte por el oso porque lo asustamos y volvió al bosque ―añadió viendo el miedo reflejado en los ojos de la joven.
Ésta observó enternecida al hombre. El destino es caprichoso y sus vueltas impredecibles; no obstante Kela era incapaz de ver las ironías del azar. Su mente volaba por otros lugares no accesibles a los que aún se amarran al mundo de los vivos. Bebió maquinalmente la sopa que le tendió el hombre y, cuando hubo acabado, se levantó del lecho. Se puso en pie y, sin oír siquiera a Tran, se dispuso a abandonar la choza. Ya en el umbral se giró para dar con la cara preocupada del guarda que lo miraba desde la mesa. Con paso vivo caminó hacia él y le entregó lo último que le quedaba; se arrancó del cuello la talla de la sílfide y le susurró al oído:
—Este amuleto te protegerá allá donde vayas. Que los hados te sean favorables pues tu espíritu se mantiene puro y alcanzará los lugares más elevados.
El hombretón cogió la talla entre sus rudas manos y miró detenidamente el regalo. Desde su sencilla perspectiva consideró que no era él quien necesitaba protección mágica. Su carencia de protocolo social le permitía rechazar un regalo aun en aquellas circunstancias. El que Kela le hubiera entregado la última posesión que le restaba no condicionaba en nada su decisión. El agradecimiento lo buscaba en la mirada, no en un regalo que dejase a la joven de nuevo indefensa y a merced de su caridad por segunda vez. Así pues, una vez valoradas sus palabras, le respondió.
—Toma. A mí me protege mi perro y tú tienes más problemas. Tú necesitas más que te proteja el amuleto.
Kela lo tomó de nuevo de sus manos, depositando a cambio un beso en su mejilla. Dejándolo con una leve sonrisa en los labios, Kela abandonó a su protector y se encaminó de nuevo al cementerio, llevada más por la voluntad de sus piernas que de su mente.
Caminó hacia la tumba de su hermana conducida por una fuerza incontrolada. El viento de la noche acariciaba su rostro y, arrancando la tira de cuero que retenía su pelo en una coleta, liberó su melena, la cuál apareció plateada a la luz de la luna. Un nuevo brillo apareció en sus ojos y sus pies parecieron flotar sobre la tierra húmeda. Su mirada se posó sobre el montículo de tierra sobre el que había llorado toda la noche anterior y, sin sorpresa en sus rasgos, se arrodilló para recoger lo que los espíritus le habían dejado como señal. Sus plegarias habían conmovido a los dioses y por fin le habían comunicado lo que tenía que hacer. El símbolo encontrado no dejaba lugar a dudas: una bella espada de color negro, perfectamente forjada, con un murciélago en la cruceta.
La espada, signo de muerte y guerra, y el murciélago, representación terrena de los espíritus, no se prestaban a ambigüedades: las deudas de sangre sólo con sangre quedan saldadas. Una sonrisa cruel atravesó su bello rostro al asimilar esta verdad; y el filo aulló al sentir la caricia del viento cuando la joven lo alzó hacia el firmamento.
La taberna de la Gran Morena se encontraba llena a aquellas tempranas horas de la noche, pues los acontecimientos que azotaban a la ciudad inducían a los belicosos ciudadanos a decantarse a favor o en contra de las distintas facciones políticas y a expresar su decisión en las tabernas. Tiun se había sentado en una mesa apartada y apuraba ya su segunda jarra de cerveza negra. Algunos hombres se habían ido subiendo a una mesa para arengar a la congregación; no obstante, sus resultados no eran demasiado tangibles. El trovador no les escuchaba, pues a él poco le importaban los ideales de los kianos. La situación no carecía de ironía, pensaba divertido.
La leve sonrisa iluminaba su rostro fue disipándose lentamente al ver que tres hombres le flanqueaban, cortándole toda posible retirada. Todos ellos iban ataviados con el uniforme de los Demonios de la Noche y sus rostros sólo podían sugerir severas acciones. El que avanzaba en el centro se sentó frente a él y se le quedó mirando fijamente a los ojos. El bardo sintió un leve escalofrío al reconocer a Nhao, uno de los cabecillas de la revuelta. Éste comenzó a hablarle en un tono engañosamente amistoso:
—Vos debéis ser el trovador de tierras lejanas que fue encarcelado la pasada noche por nuestra causa. Fue una pena que no contarais con la protección que os dispensará a partir de ahora alguno de nuestros hombres. Quería felicitaros personalmente y animaros para que continuéis con vuestra labor, pues es un gran bien el que le hacéis al pueblo al hablarle de la terrible suerte que ha corrido en manos de un monarca tan inepto.
Nhao estrechó amistosamente el hombro del joven trovador para remarcar sus palabras. Tiun le dedicó una mirada apurada y consiguió balbucear unas palabras de agradecimiento antes de que los tres guerreros se levantaran y se fueran tal y cómo habían llegado: en silencio. Tras este brusco incidente, el trotamundos hundió su cabeza en la jarra de cerveza al tiempo que levantaba nerviosamente el brazo izquierdo reclamando una nueva ración del oscuro líquido.
La noche discurría lenta y empalagosa en el siniestro antro de mercenarios y guerreros. Mucha gente fue abandonándolo y poca regresaba después a medida que la noche se iba consumiendo. Con cada vez mayor frecuencia, patrullas de soldados fuertemente armados se asomaban a la taberna o pasaban por delante de la puerta.
En la mesa contigua a la de Tiun se encontraba un grupo de cuatro gruesos hombres armados y ataviados con corazas de cuero. No llevaban señas ni distintivos, pero, por su aspecto, el trovador supuso que se trataba de ciudadanos autóctonos, probablemente miembros de alguna guardia personal de algún mercader. El que más ricamente adornado iba era un hombre flaco, con el pelo muy oscuro y la mirada torva. Su aspecto siniestro provocó que Tiun se sobresaltara al verlo levantarse de su taburete y encaminarse hacia su mesa. Instintivamente echó mano del cinto, donde solía llevar una daga antes de que los guardias de la ciudad lo consideraran un peligro público. El hombre apoyó ambos puños sobre su mesa y se quedó mirándolo fijamente a los ojos. Una pregunta surgió de sus labios, contundente como un mazazo:
—¿Eres tú el traidor que difama a mi monarca?
Tiun se quedó petrificado sobre el asiento. Ni siquiera se dio cuenta de que dos de los secuaces del hombre torvo se habían situado a su lado aprovechando que su atención se centraba en su líder. No pudo percibir el brillo de los filos que éstos portaban prestos a darle muerte.
De improviso, el hombre más cercano a la puerta se desplomó entre una lluvia de astillas, cayéndole encima a Tiun. Éste intentó deshacerse del inerte corpachón, mientras el segundo hombre emboscado caía, salpicando el local con la mitad de su dentadura. El hombre torvo volcó la mesa para ganar espacio y desenvainó una espada de sobria manufactura. Frente a él se alzaba una figura encapuchada que empuñaba un tosco sable kiano en la diestra y la pata de un taburete en la zurda. Los aceros se cruzaron en el aire y llenaron el ambiente con su música de batalla, sonando más alto que cualquier grito o maldición de los presentes.
El combate se desarrolló igualado durante unos segundos, pero pronto el estilo del hombre encapuchado puso en apuros a su adversario. Éste acabó por resbalar en un charco de cerveza y cayó al suelo. Inmediatamente, una pesada bota de montar impactó contra su cara dejándolo fuera de combate. El cuarto integrante del grupo, que había contemplado el desarrollo de la pelea desde un rincón oscuro, fue alcanzado por la mirada del defensor del bardo, ante lo cual arrojó su acero al suelo y abandonó corriendo la estancia.
El hombre encapuchado agarró al trovador y lo sacó a empellones del local. Una vez en la calle le mostró un caballo y, dándole las riendas, le ordenó que abandonase la ciudad. Tembloroso y asustado, Tiun salió de ella, dejando a sus habitantes a su suerte. Quizá si nunca se hubiera interpuesto en el camino de Cain las cosas hubieran sucedido de otro modo; pero el espíritu guerrero del curtido joven había tomado una determinación y la palabra venganza se había amoldado a sus labios como una plegaria eterna.
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