Tormenta eterna en Kios: Capítulo X
La mañana se había presentado cubierta de brumas. La temperatura era baja, insoportable para cualquier habitante de tierras más meridionales, pero los rudos habitantes de Kios habían nacido en cunas de hielo y sus cuerpos estaban acostumbrados a tan arisco clima. Un manto de espesa niebla se había cernido sobre la ciudad aprovechando la ausencia del viento de la jornada anterior.
Wreir, que observaba la nueva situación desde un peñasco de los acantilados, no pudo evitar esbozar una sonrisa. Los espíritus no podrían haberle proporcionado un tiempo más propicio para la venganza. Con su tosca, pero poderosa, mano acarició su mandoble. Su musculoso torso quedaba al descubierto allí donde la coraza había sido hendida por las armas enemigas y una profunda herida marcaba su hombro izquierdo. Nada podía, sin embargo, restar magnificencia a su persona. A la cabeza de su nuevo ejército arrebataría a los usurpadores el trono de la ciudad.
El potente ataque de los Demonios de la Noche había sacado a decenas de guerreros de las murallas de la ciudad, los cuales, confusos al principio y temerosos después, se habían abstenido de volver a la batalla. Al menos hasta que Wreir había aparecido entre los acantilados, reuniendo durante toda la noche a todos los hombres en condiciones de luchar. Ahora, acampados entre las ruinas que bordeaban la ciudad, sumaban más de doscientos. El deseo de venganza había sido hábilmente sembrado en sus corazones y el plan de asalto ya había sido gestado en la cabeza del veterano guerrero.
Hundida en el trono todavía manchado por la sangre del anterior monarca, Kela permanecía inmóvil. Un oscuro charco indicaba dónde había expirado el rey, ya que la muchacha había prohibido que se limpiara la sangre. Cánticos y vítores seguían llenando la calle tras una larga noche de celebraciones, pero el palacio aparecía desierto, fantasmagórico. En él sólo se encontraba ella y sus dos inseparables guardaespaldas.
Desde el asesinato perpetrado la noche anterior no había conseguido salir del estado de ensimismamiento que aún le embargaba. Todo lo contrario le ocurría al general Nhao, quien ya poseía el indiscutible mando de todos los efectivos de la ciudad. Había permitido que el pueblo y las tropas regulares comenzaran las celebraciones, pero había rogado a sus compañeros de la espada que se mantuvieran dispuestos para la batalla, pues sabía que gran parte de las tropas del monarca seguían en paradero desconocido. Tampoco se olvidaba del riesgo de saqueo y de linchamientos, dos problemas que quería evitar a toda costa, pues sabía que no se podría edificar un nuevo estado cimentándolo en sangre. Sería fácil que se derrumbase debido a su inestabilidad.
Así, había ocupado el antiguo cuartel de la Guardia de Reos y lo había convertido en el centro de mando y gobierno de toda la ciudad. Se encargó de la distribución de guardias y preparó, reunido con los supervivientes del antiguo consejo, un plan para la reconstrucción de la ciudad. Tras dejar todo en funcionamiento fue a visitar a los prisioneros y, tras liberar a algunos de ellos, se dirigió a la fortaleza palacio en la que se encontraba Kela.
Encontró a ésta en la misma posición apática que había tomado al completar su venganza. Entonces, cuando iba a increparle por su falta de consideración hacia sus conciudadanos, oyó un grito de agonía en el piso inferior. Poco después entraron en la habitación los dos guerreros encargados de la custodia de la joven y saludaron atolondradamente a su general. Antes de que pudieran formularse ninguna pregunta, los pasos de un nutrido grupo de guerreros les hizo volverse hacia la puerta. Nhao, que se encontraba más rezagado, recibió, entre gritos y jadeos, la orden de abandonar el lugar con la emperatriz. Pronto, el entrechocar de los aceros le hizo recordar que salvar a la joven era más importante que lanzarse a un nuevo combate.
Guardó su espada y la tomó brazos. Su ínfimo peso le hizo pensar que, ciertamente, se trataba de un ser etéreo. Ella no oponía resistencia alguna, y tampoco mostraba interés por lo que ocurría. El sabor de la venganza aún nadaba en su boca y era algo que prefería disfrutar por encima de cualquier otro evento. Nhao saltó por la ventana yendo a caer sobre la tierra húmeda que rodeaba el palacio. Haciendo un brutal esfuerzo recuperó la verticalidad y se lanzó a la carrera hacia el cuartel de la Guardia de Reos.
El asalto sorpresa de Wreir había sido un éxito rotundo. Aprovechando la red de túneles que se extendía por la ciudad había alcanzado las principales plazas antes de que el ejército enemigo se diera cuenta de la maniobra. La niebla había ocultado a los guerreros que, silenciosamente, habían dado cuenta de los guardias del portón del continente. Exaltados por la efectividad de la treta, los soldados invasores no habían podido reprimir sus acostumbrados gritos de batalla, permitiendo a las tropas leales a Kela ponerse a la defensiva. Con el recuerdo de la victoria de la pasada jornada, nadie lamentaba volver a lanzarse al campo de batalla de nuevo y, en pocos minutos, una considerable cantidad de ciudadanos empuñaba de nuevo las armas. Bien es cierto que muchos de ellos se encontraban borrachos aún y no acertaban a encontrar al enemigo, pero la resistencia se iba haciendo más y más consistente. El caos era la nota predominante pero, a medida que avanzaba la mañana, las tropas se iban acoplando a los gruesos de ambos ejércitos, condensando la batalla en las calles circundantes al Edificio de Justicia.
Kios vibró de nuevo al son del acero y de los designios de la guerra, pero la organización de los efectivos de Wreir fue más precisa, especialmente durante las primeras horas, lo que le reportó la toma de la salida al continente, el viejo palacio del monarca y la prisión del Edificio de Justicia. Gracias a este último logro, su contingente guerrero creció considerablemente, permitiéndole mantener el impulso inicial y obligando a retroceder a las tropas de Nhao hacia la zona portuaria y los acantilados del oeste. Los leales a éste se encontraban en jaque, pudiendo quedar atrapados muchos hombres en el puerto si Wreir decidía concentrar su asalto por el centro del frente.
El nuevo líder de los Demonios de la Noche se resistía a perder el control de las embarcaciones, más por su valor emblemático que por su calidad estratégica. Así, el pulso era más intenso alrededor de la antigua prisión, donde Nhao se empecinaba en mantenerse en primera línea de batalla a pesar de las numerosas heridas recibidas durante la anterior jornada. Hacia el mediodía la situación se estabilizó, y aunque las fuerzas estaban igualadas, aún poseían más territorio los detractores del antiguo rey. La noche llegó y los soldados de ambos bandos se retiraron cansados a sus posiciones. Sólo los muertos quedaron entre ellos, indiferentes a las disputas de este mundo. La sangre les servía de lecho y los fantasmas de aire que respirar. El hedor de la muerte fue creciendo a medida que moría la noche e hizo recapacitar a los líderes de ambos bandos, los cuales optaron por entrevistarse al alba.
Nhao se reunió con los generales de su ejército para deliberar acerca de las tácticas para el día siguiente. El vino corrió en abundancia envalentonando los espíritus y haciéndoles soñar con grandes gestas. Nhao, sin embargo, se mostraba taciturno. Su rostro estaba estragado por la presión del poder y se sentía desamparado sin sus dos compañeros de correrías.
La muerte de Tarkus le había llevado a plantearse si había merecido la pena el baño de sangre en el que habían sumergido la ciudad. Lamentaba más aún la ausencia de Akhul, pues los guerreros aceptan bien la muerte de sus compañeros, pero no así las deserciones. ¿Qué podría haber causado que el cínico asesino abandonara la ciudad? Había desaparecido el mismo día que cayó Cain en la plaza del Templo del Este, llevándose con él la siniestra alegría con la cual aderezaba hasta el más terrible de los sucesos. Seguramente habría vuelto a su tierra, abatido por los acontecimientos previos al golpe de estado. Hubiera preferido mil veces encontrar su cuerpo entre los mutilados o los cadáveres que recibir noticias de que había abandonado la ciudad.
No obstante, lo peor de todo era la incertidumbre acerca de su decisión y su situación actual. Estos tristes pensamientos le decidieron a retar a Wreir a un combate singular, a un juicio de los dioses. Esta tradición se hallaba muy arraigada entre el pueblo de Kios. Un capitán corsario tenía siempre derecho a ser retado o a retar a otro por el control de sus hombres. A pesar de que la situación era un tanto particular, Nhao confiaba en que su bravucón adversario aceptaría la oferta. La victoria era segura, pues muriera o matara se libraría de la pesada carga de dirigir la batalla.
Llegó el alba y, como asustada por su presencia, la niebla levantó su asedio a la ciudad, abandonándola sin dejar rastro alguno. Ambos bandos se reunieron en las calles que bordeaban la plaza del Edificio de Justicia, el centro neurálgico de la polis. Enfrente de sus respectivos ejércitos aguardaban, pertrechados para el combate, ambos líderes.
El gigantesco Wreir lucía una pesada coraza de escamas y empuñaba su pesada y temible espada bastarda. Su melena castaña estaba cuidadosamente trenzada y enmarcaba su fiero rostro poblado de cicatrices. A su diestra se situaba Kairk, un fiero guerrero muy unido al gigante, y a su siniestra Gâlaba, un personaje reputado en la ciudad por su astucia y su falta de escrúpulos. Éste vestía una coraza de cuero negra con remaches de plata y empuñaba una espada y un escudo circular, ambos de una excelente manufactura.
Nhao se encontraba frente a ellos, con el uniforme de los Demonios Nocturnos ajado y sucio. En su mano derecha portaba la espada ennegrecida de sangre seca, pues había jurado no limpiarla hasta que terminara la guerra fratricida. En su brazo izquierdo llevaba calado un escudo tarja con el murciélago de Kios, el símbolo de los espíritus, tallado en una placa de bronce. Solemnemente, avanzó un paso hacia sus adversarios y señaló con su espada desnuda a Wreir. Su voz se elevó potente entre el murmullo creciente, sin un leve indicio de temblor:
—Wreir, hijo de Kranan, te desafío a un combate singular a muerte. Por el poder que me otorga la tradición reclamo mi derecho a optar al mando de tus hombres.
Una estruendosa carcajada surgió del poderoso pecho del veterano guerrero. Nhao no podía apartar la vista de éste, por lo que no alcanzó a ver cómo se escabullía Gâlaba entre el gentío. Wreir apartó bruscamente a sus partidarios que se acercaban a aconsejarle y anunció:
—Acepto tu desafío, cachorro. Que los demonios elijan a uno de los dos para acabar de una vez con esta absurda matanza.
Los soldados guardaron sus armas y se dispusieron en círculo alrededor de sus representantes para observar mejor sus evoluciones. Ambos eran reputados guerreros, pero la diferencia de peso hacía suponer una victoria por parte de Wreir. Nhao contaba con una discutible ventaja: su mayor velocidad. Ambos tenían las miradas resueltas de los que ya no temen más a la muerte que a la vida. Un relámpago iluminó la escena y, cómo si de una señal de los mismos dioses se tratara, comenzó el combate.
Nhao avanzó rápidamente hacia su adversario, con el escudo en alto y la espada a ras de tierra. El gigante mantuvo su espada en el suelo y esperó a que el joven estuviese a su altura para absorber el impacto del escudo con un movimiento de su hombro derecho. Ambas espadas se cruzaron con estrépito sobre sus cabezas, pero la mayor fuerza de Wreir provocó que su adversario se desequilibrara hacia atrás. Acosándolo, dibujo un potente arco con su arma, la cual impactó oblicuamente sobre el escudo perfectamente colocado. Nhao recuperó el equilibrio rápidamente y estuvo manteniendo a distancia a su corpulento enemigo. Se tantearon durante unos instantes, indecisos, sin saber hacia donde forzar el combate.
Una fina llovizna comenzó a impregnar a los presentes, acompañada de truenos y relámpagos cada vez menos espaciados. Nadie parecía notarla. Todas las miradas estaban clavadas en los dos guerreros que decidían el destino de un trono y de una ciudad. Expertos en el arte de la guerra combatían con la gracilidad de los bailarines y la fiereza de los osos.
Wreir tomó la iniciativa aprovechando una mala pisada del sectario. Su pesada espada se alzó hacia el cielo y bajó como el filo de una guillotina, pasando a escasos centímetros del hombro izquierdo de Nhao. Éste se sitúo en el flanco de su contrario, aprovechando la finta con la que había evitado el golpe. El veterano guerrero, lejos de desanimarse por la presteza del joven, empalmó el golpe con una estocada hacia su espalda desprotegida. Avisado por un sexto sentido, Nhao rodó por el suelo, recibiendo apenas un arañazo bajo los homoplatos. En el mismo instante en que Wreir lanzaba una nueva ofensiva, se puso en cuclillas, llegando justo a tiempo a parar la enorme espada con su escudo. El impacto fue tan brutal que el tarja se astilló y él mismo resbalón sobre el barro varios metros.
Aprovechando la situación, el gigante corrió hacia él y descargó su acero de nuevo, levantando chispas del empedrado oculto por la lluvia ahí dónde había estado Nhao. La espada de éste describió un elegante arco y alcanzó, aunque superficialmente, la gruesa pierna de Wreir. Un aullido contenido fue ahogado por un trueno. La tormenta crecía y la cortina de agua era cada vez más densa. Apenas por un segundo la pierna tocada se vio imposibilitada de mantener en pie al guerrero, quien hincó la rodilla en el barro. Sólo los reflejos cultivados en años de incesantes combates le hicieron levantar la espada a tiempo de detener el filo homicida que se dirigía directo a su garganta. Con un brusco movimiento de brazos, alejó a su contrincante unos metros y recuperó su guardia.
Ambas espadas se acariciaron entre los dos luchadores. Nhao se había librado de los restos de su escudo y Wreir destilaba sangre, tiñendo ahí donde apoyaba la pierna. Girando uno alrededor del otro esperaban ansiosos el error ajeno que les otorgase la victoria. Las decenas de ojos clavados en ellos hacían que la tensión aumentase a pasos agigantados. Una sonrisa lobuna iluminaba el rostro del sectario, que sólo en la batalla se encontraba en su medio. A pesar de intentar mantener la frialdad, el rostro de Wreir iba tomando los matices del vencido. Acuciado por un creciente nerviosismo, lanzó una potente estocada, cuya fuerza hubiera sido suficiente para quebrar el ánimo de cualquier otro guerrero. Sin embargo, Nhao ansiaba bailar con la muerte y arriesgó el todo por el todo. En lugar de esquivar el golpe salió a su encuentro desviando la mayor parte de su potencia con la espada y absorbiendo el resto del impacto con su brazo izquierdo, ignorando que había abandonado su escudo. Su filo se deslizó con una suavidad mortífera y se introdujo hasta la empuñadura en el estómago de su adversario. La mirada de Wreir se elevó implorante y se encontró con la sonrisa envidiosa de Nhao, quien habría de esperar otro día para encaminarse al banquete eterno.
El cuerpo del líder de los resistentes cayó inerte al suelo y un sincero clamor de admiración se elevó unánime entre el pueblo de Kios. La tormenta arreció y fuertes relámpagos saludaron al vencedor, quizá irritados o quizá complacidos.
Nhao fue llevado en brazos hacia el balcón en el que se solían ahorcar a los traidores. La muchedumbre lo aclamaba como al héroe común que había conseguido reunir de nuevo a los kianos bajo una única lealtad. Entonces, un extraño estremecimiento agitó la plaza en la zona cercana a las calles portuarias. El gentío fue franqueando el paso a un hombre, creando un corredor que extendía el silencio y algunos murmullos entre los guerreros. El hombre, uno de los vigilantes del cuartel de la desbandada Guardia de Reos, se dirigió tambaleante hacia la tarima. Con gran esfuerzo, se arrodilló y se llevó el tembloroso puño al corazón saludando a su general. Su voz se elevó entre jadeos, temblorosa y entrecortada:
—Un grupo de traidores, con Gâlaba a la cabeza, han entrado en el cuartel a sangre y fuego. Hemos resistido con fiereza, pero nos superaban ampliamente en número. Han secuestrado a la emperatriz Kela y han prendido fuego al cuartel.
Abatido por sus numerosas heridas, el hombre se desplomó en el suelo. Inmediatamente, un murmullo de indignación surgió de entre la multitud. Las espadas se alzaron hacia el cielo y furibundas amenazas surcaron las calles. Nhao se quedó perplejo, agotado, sin saber qué hacer. Lo que el azar le había permitido conseguir se lo podía arrebatar sin remordimientos en un golpe de adversidad. Una voz surgió entre la multitud:
—Corramos al puerto; es su única posible escapatoria.
Un rugido de asentimiento fue la respuesta predominante, y cómo un enorme ser apocalíptico, la marabunta se encaminó furiosa hacia el mar. Nhao se retrasó unos instantes para ver si la decisión era unánime o había disidentes que pudieran volver a poner en entredicho la tregua. No obstante nadie se detuvo, bien por miedo a que los demás descargaran su furia en ellos o bien por su respeto a la tradición que ahora les alineaba en ese bando. Quizá los espíritus decidan llevarse a la demente muchacha y vuelva por fin la paz, pensó el soldado.
Alcanzar el puerto no fue una empresa difícil, pero al llegar a él la impotencia que les embargó el alma acabó por unirlos a todos. En el horizonte se alejaban dos barcos de guerra, ya minúsculos por la distancia, al tiempo que en el puerto las llamas comenzaban a devorar los cascos de los restantes navíos. Las embarcaciones eran el medio de vida y la pasión de aquel pueblo corsario, y semejante acción sólo era digna de traidores. Por fortuna, la lluvia quiso aliarse de nuevo con la milenaria ciudad y los que la habitaban y permitió controlar rápidamente el desastre. Los barcos navegarían de nuevo, aunque no aquella jornada.
Nhao, encaramado en uno de los arrecifes que coronaban el muro de contención, observaba los drakkar que se llevaban a la libertadora de Kios. Tras ellos dejaban una ciudad conmocionada y exhausta. Sus hombres cultivarían rencores por muchas generaciones hacia los que la historia se encargaría de situar como traidores. Parecía, sin embargo, que la inestable paz que sigue a toda guerra dominaba ya el panorama. Antiguos enemigos cargaban, hombro con hombro, el agua que apagaría los incendios, salvando las naves que los transportarían unidos a nuevas correrías. La Guardia de Reos había desaparecido para no volver nunca más y los Demonios de la Noche se identificaban ya con la élite del ejército y no como un poder independiente.
Culminando el proceso, el cuerpo del último rey fue dado como alimento a los perros de la arena, como antes fueron dados los cuerpos de sus antagonistas, y por orden de Nhao se borraron y destruyeron los emblemas de antiguas facciones. Era el momento de mirar hacia el futuro.
La noche pasó como un suspiro, marcada por la actividad frenética que ocupaba las mentes y los cuerpos de todos los ciudadanos. La reparación de las embarcaciones y el enterramiento de los muertos fueron las dos principales misiones de todos los adultos ilesos. Como dos ojos que escrutasen el firmamento, dos piras se elevaban, una en el cementerio y otra en el puerto, animando con su luz los trabajos de los kianos. Y de este modo llegó el alba.
Una comisión fue a buscar a Nhao al palacio del monarca derrocado. Su objetivo era claro: reclamaban una expedición guerrera que fuera en busca de su libertadora. No era una petición, sino una invitación para que se uniera a ella. El regente se ciñó maquinalmente su uniforme, con la espada todavía mancillada de sangre, y se encaminó, con la mirada fija en el horizonte, hacia el puerto. Tras él, la comitiva se movía en silencio y, a pesar de llevar ya muchas horas despierta, la ciudad mostraba una quietud inquietante. Era como si todo el pueblo de Kios estuviese presenciando el funeral de sus esperanzas. Las miradas quedaban prendadas en la partida de rescate, implorantes y desesperadas. Los pensamientos no podían escapar a la incertidumbre creada por el enemigo aún presente. La maniobra de Gâlaba podía ser la semilla que diera como fruto un nuevo derramamiento de sangre. Alguna plegaria se elevó suplicante a los indiferentes espíritus, pero los hados no quisieron escucharla.
Una voz desde el puerto puso en guardia a la ciudad corsaria. Las campanas del torreón sito en los arrecifes que dominaban el malecón comenzaron a tañer impacientes, aterradas. Hombres y mujeres, todavía armados, corrieron hasta el dique de contención y fijaron su vista en el gélido mar que les sustentaba. Toda la línea del horizonte se encontraba saturada de velas rojas y blancas, sobre las cuales ondeaba el pabellón de guerra del Clan Kastah, un cráneo atravesado verticalmente por una lanza. La mayor congregación de barcos de los Señores del Mar que se había visto en los últimos siglos navegaba a todo trapo hacia la convaleciente ciudad estado que, mediante su flota, los había perseguido sin piedad en violenta pugna por el control del Mar Gélido.
Encabezando la impetuosa columna de embarcaciones, rompía las olas con seca determinación el Desesperación, capitaneado por el padre de su antiguo capitán, Urlen, viejo marino que vería sus últimos días marcados por el signo inequívoco de la venganza.
Con sólo dos embarcaciones en buenas condiciones, todos sabían de antemano cuál iba a ser el resultado del inminente combate. Nadie titubeó, sin embargo, en el puerto. Sus miradas no podían apartarse de los que con seguridad iban a ser sus verdugos. Era un pueblo hecho a los modos de los Señores de la Guerra y sabían que, un día, el destino acabaría por serles adverso. Los acontecimientos sufridos eran presagios nítidos de que el final de la ciudad se aproximaba. Ya nada volvería a su antiguo cauce.
Nhao seleccionó rápidamente a los más hábiles corsarios y guerreros de entre los que se encontraban en el puerto y rápidamente pertrecharon los dos drakkar para salir al encuentro de los piratas. El mar estaba agitado, pero no lo suficiente para entorpecer a los fieros guerreros de norte que avanzaban imparables desde los dos frentes.
Espumosos jirones de agua salada bañaban el rostro del general del agónico ejército de Kios. Agarrado al mascarón en forma de serpiente de su barco, guiaba a su pareja hacia la batalla. El acero desnudo en sus manos fue empapándose del frío elemento. Su mirada escrutaba al Desesperación, que en su osada carrera se había separado considerablemente del resto del contingente pirata. Una fuerte brisa le acariciaba heladora el rostro y obligaba a los remeros kianos a esforzarse al máximo. Su objetivo: entrar en combate con el barco de Urlen antes de que éste pudiera ser socorrido por el resto de la flota.
Nhao levantó su espada, ya limpia a causa de los embates del embravecido mar y, tras él, los guerreros que no se ocupaban de los remos empuñaron sus arcos y dispusieron las flechas, esperando a que su capitán diera la señal para que los proyectiles empezaran su mortal viaje. Las lanzas y las hachas de abordaje se encontraban al lado de los marinos, pues pasaría poco tiempo entre la primera lluvia y la colisión que les llevaría al abordaje, a la gloria o la muerte.
El rostro de Nhao se volvió hacia la tripulación desfigurado por el asombro. Su voz se elevó ansiosa y su espada se agitó por el aire para enfatizar sus palabras:
—¡Bajad los arcos! ¡No disparéis, por vuestra vida! ¡Nuestra emperatriz va en el barco y no como prisionera!
Un murmullo conmocionado recorrió todo el barco, convirtiéndose en gritos de alegría cuando los primeros corsarios vislumbraron a la que creían haber perdido. Kela observaba, delicada como un espectro, cómo maniobraban sus compatriotas para pasar a escoltar al Desesperación. Se encontraba erguida, desafiante en su magnificencia, compartiendo la proa de la embarcación con el curtido Urlen. El pirata norteño parecía un fabuloso enano enloquecido cuando una brillante sonrisa iluminó su encallecido semblante. Gâlaba, con sus ropas marcadas por la batalla, adornaba el mástil, al que le unía una gruesa cadena. Su cara se elevaba orgullosa, observando a los corsarios de Kios impasible ante la adversidad, incapaz de reconocerse derrotado, aun encadenado y vencido. Las espadas y las hachas de ambas tripulaciones se elevaron con sus gritos en sincera alabanza, tributo al valor de los piratas y muestra de agradecimiento por su conducta.
Todos los navíos de los Señores del Mar volvieron popa a la milenaria ciudad, a excepción de tres que entraron como escolta del Desesperación siguiendo a los drakkar kianos. La gente se arremolinaba en el dique de contención y sus loores y vítores resonaban por los acantilados. Las espadas se alzaban ahora reverentes y los puños agradecidos. Ya nadie deseaba la guerra, y la llegada de la heroína a la que todos amaban, o al menos aceptaban, llenaba de regocijo los embrutecidos corazones de aquellas gentes bravas pero sencillas.
La comitiva fue recibida calurosamente en el puerto, tanto los héroes de la ciudad como los inesperados aliados vikingos. Los rumores de que Kela había hechizado a los Señores del Mar comenzaron a circular de boca en boca, escoltándolos hasta el palacio del monarca asesinado. Los Demonios de la Noche formaron ante el edificio y juraron fidelidad a los que allí se encontraban. Una mesa con viandas se dispuso en el antiguo salón del trono, encima de la oscura mancha que marcaba donde había yacido el último rey de la ciudad, y al tiempo que comenzó el banquete de los nuevos líderes se desató la fiesta en la ciudad.
Acostumbrados a los hechos crueles que habían forjado su civilización, los kianos no lloraban mucho ni con frecuencia sus propias desgracias, y aquella noche todos los habitantes de la ciudad sin excepción festejaron el final de las matanzas, brindando por un futuro que nadie sabía lo que depararía. Hombres y mujeres participaron por primera vez en los mismos banquetes y bebieron de las mismas jarras, pues ahora que habían empuñado las armas juntos estaban hermanados. Las viejas tradiciones habían sido sepultadas bajo un mar de sangre y nadie quería sumergirse de nuevo en él para rescatarlas. El ambiente se hizo tan alegre que no tardó en contagiarse a los piratas que custodiaban a Gâlaba y sus hombres en los drakkar y ya que ellos no podían ir hasta la cerveza, la cerveza fue llevada hasta ellos, extendiéndose la fiesta al puerto. Incluso los prisioneros brindaron aquella noche, pues había cosas que celebrar, y muchas otras que olvidar.
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