Jano se tapó los oídos con las manos.
—¡Cállate! ¡Cállate! —aulló, cerrando los párpados con fuerza.
Silencio.
Abrió los ojos con precaución. Los últimos rayos del sol moribundo caían sobre su cuerpo tendido en el suelo, como un reguero de sangre brotando desde la ventana abierta, dejando el resto de la habitación en sombras. Agazapada en un rincón, mirándolo con los ojos muy abiertos, estaba ella.
Se incorporó lentamente sin apartar la mirada de la figura acurrucada, como el cazador que clava los ojos en su presa para no mostrarle signos de debilidad. Pero era Jano quien se sentía débil, tan débil…
—Donna —murmuró, poniéndose en pie y extendiendo una mano hacia ella—. Donna…
Ella vaciló antes de alargar el brazo para tomar su mano. El desconcierto y el miedo se mezclaban en su mirada de aguamarina, convirtiendo sus ojos en dos mares que reflejaban la tormenta que rugía en su interior. O tal vez eran el reflejo de la tormenta que aullaba dentro de Jano. Los dedos de Donna apretaron los suyos. Ella se levantó, apoyando todo su peso en el brazo de Jano, y se atrevió a sonreír.
—Has vuelto a vencer —susurró. Él negó con la cabeza, sombrío.
—No he vencido nunca.
—Lo he visto.
Donna se acercó más a él, levantó la mano y acarició su rostro.
—Sé de lo que eres capaz —dijo en voz baja, y Jano se perdió una vez más en su mirada—. Y no me importa, ¿me oyes? ¡No me importa!
—Pero a mí sí. —Cogió su mano y apretó la mejilla contra la palma. Su tacto cálido le hizo suspirar de pena, de dolor. Se apartó, luchando contra la tentación de abrazarla.
Ella frunció el ceño, contrariada, y dio un paso hacia él, ignorando sus intentos de alejarla de sí.
—¿Acaso crees que no veo lo que haces? —le espetó—. ¿A lo que te enfrentas cada día? ¿Crees que pienso que tú tienes la culpa?
Jano agachó la cabeza. No. Donna no le culpaba, del mismo modo que, en realidad, no se culpaba él. En aquella lucha interminable él no era el malvado, no era el Enemigo, no era él quien acudía, día tras día, a intentar aniquilarle. Pero intentas matarlo a él cuando viene, susurró una vocecita en su interior. Intentas aniquilarlo a él. ¿No te convierte eso en su igual?
No. Él viene a acabar con todo lo que amo, con todo lo que me importa, conmigo. Yo sólo me defiendo. Y defendía todo aquello que constituía su vida. No dejaré que vuelva a suceder, repetía como una oración empapada en amargura, recordando el horror, la angustia, la rabia de ver el rostro inexpresivo de su madre, mirándolo sin verlo a través del velo de sangre y lágrimas que cubría sus ojos muertos. O la furia al contemplar el cuerpo ensangrentado de su padre. Los cánticos fúnebres que habían llenado el aire frío de la noche, la noche misma llorando la muerte de sus reyes. Y él, su príncipe, mirándolos, impotente, después de ser derrotado una vez más en la lucha contra el Enemigo que venía a acabar con todo lo que amaba…
La angustia se anudó en su garganta y amenazó con volver a ahogarlo en su pena, en sus propios sollozos. Donna encerró su rostro entre las manos, mirándolo fijamente con los labios entreabiertos, como si estuviera a punto de besarlo. Por un instante, el deseo fue tan intenso que estuvo a punto de salvar esas pulgadas que los separaban. Pero no puedo hacerlo, ¿no lo entiendes…? No puedo. Por mucho que lo desee. Por mucho que lo haya prometido. Cerró los ojos y disfrutó por un instante del tacto cálido de sus dedos. Quiere destruir todo lo que yo amo. ¿Crees que me arriesgaría a quererte?
Pero claudicó, y se dejó abrazar por Donna. Como un niño buscando consuelo permitió que ella le arrullase con susurros sin sentido, mientras su corazón golpeaba con fuerza, latido a latido, contra sus costillas. Sería tan fácil… besarla, llevarla a su lecho, casarse con ella. Hacer lo que todo el reino pedía, lo que Donna exigía, lo que él mismo suplicaba.
Hazlo. El Enemigo sonrió detrás de Donna y la miró como quien mira el plato más suculento de un festín. Ella no se percató de su presencia. Hazlo, Jano. Bésala. Demuéstrame que la quieres. En sus ojos malévolos brilló el anhelo, el deseo de matar, el hambre que había visto tantas veces… Paladeó en su propia boca la sangre que tanto deseaba el Enemigo, y la sensación, Jano, chorreando por mis labios entreabiertos, goteando hasta caer desde mi mentón hasta el suelo, gota, gota, tan dulce…
—No. ¡No! —gritó Jano, apartando a Donna de un empujón y dando un paso hacia él. El Enemigo rió, burlón, y en su risa borboteó la sangre.
No puedes matarme. Y lo sabes, ¿verdad, Jano…? Él también se acercó un paso, mostrando una sonrisa de dientes afilados. Pero yo sí puedo matarla a ella… Y tú no puedes hacer nada. Y eso también lo sabes.
Jano aulló de furia cuando el Enemigo hizo un rápido movimiento y aferró a Donna por el cuello. Ella gimió de miedo y dolor y clavó los ojos en Jano, sus enormes ojos azules, suplicantes, implorando…
La mano del Enemigo apretó su garganta.
¿Lo recuerdas…? La sensación de su piel entre mis dedos, y cómo la vida se va escapando lentamente de su mirada… El Enemigo rió suavemente. Y después, oh, sí, después, cuando ya estaban muertos… ¿Lo recuerdas, Jano, el sabor? La sangre. El tacto de sus párpados bajo mis dedos, la suave resistencia, y el globo ocular estallando sin un sonido, viscoso, cálido… ¿No lo recuerdas? Donna lo miró. Sus labios empezaban a amoratarse, pero en sus ojos seguía brillando un amor tan hondo, tan intenso, que en aquel momento Jano supo que ni siquiera los dedos del Enemigo podrían arrancarlo de su mirada. Igual que ella, ¿te acuerdas? Tu madre. Oh, sí, todavía tenía los dedos en sus ojos cuando se la metí. Lo que sentí, ¿lo recuerdas? Cómo la quisiste entonces… ¿Y tu padre mirando, con los ojos llenos de sangre?
La rabia explotó en el interior de Jano. Se abalanzó sobre él con las manos rígidas, los dedos buscando su rostro, el odio hirviendo, bilis, en su boca. Agarró el brazo que inmovilizaba a Donna y tiró de él, y volvió a tirar, luchando por separar los dedos que se clavaban en la suave piel del cuello de ella. No lo hagas… Jano, la sensación, ¿no te acuerdas? ¿No querrías que volviese a hacerlo…?
Logró arrancar la mano que asfixiaba a Donna y apartó al Enemigo de ella de un fuerte empujón. Se abalanzó sobre él y lo tiró al suelo, y cayó encima de él. Lo golpeó con los puños cerrados, ¡Cállate!, y volvió a golpearlo una y otra vez, enloquecido.
Oh, Jano... Pero no puedes matarme. Y lo sabes. Una risa burlona resonó en la estancia, un sonido tan sediento de sangre que Jano estuvo a punto de morderse su propio brazo, tan intenso era el deseo de sentir el sabor salado en el paladar.
—¡Cállate! ¡Cállate! —aulló. Estrelló los nudillos contra el rostro burlón, ignorando el dolor de la carne y el hueso contra la carne y el hueso, y siguió golpeándolo, ahogando el sonido de su risa hiriente, hasta que el Enemigo dejó de gritar y de moverse y se quedó inerte en el suelo, con los ojos muy abiertos.
Jano parpadeó, alzó los ojos y la miró.
Donna le devolvió la mirada sin parpadear, y se frotó suavemente las marcas enrojecidas de la garganta.
—Has vuelto a vencer —susurró. Él negó con la cabeza, sombrío.
—No he vencido nunca.
—Lo he visto. —Donna acarició su rostro. Pese a la suavidad de sus dedos, Jano hizo una mueca de dolor cuando ella rozó la magulladura que hinchaba su mejilla—. Sé de lo que eres capaz. Y no me importa. ¡No me importa!
—Pero a mí sí.
Agachó la cabeza y cerró los ojos, y dejó que las lágrimas corretearan por sus mejillas inflamadas y cayeran, una a una, sobre el dorso de la mano de Donna. Tan hermosa, su Donna… Tan… Se mordió el labio, derrotado.
La quiero.
Dentro de su mente, el Enemigo rió quedamente.
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