Fiebre del trópico
Bajo la sombra del cercano cocotal, los dos observaban como del borde del agujero asomaba, de vez en cuando, la cabeza y hombros de Stubs el Escocés y la lluvia de tierra procedente de su vigorosa paletada. Otras paladas procedentes de los demás desenterradores también eran arrojadas en torno creando un círculo irregular de tierra suelta.
Brandy miró a su compañero, la viva imagen de la confianza. Siempre veía primero el lado bueno de las cosas:
—Llevan un buen rato cavando como topos ¿no crees, Jack? ¿Tan seguro estás de que el viejo Squirrell te contó la verdad?
—Su secreto le pesaba demasiado ya, solo necesitaba una presencia de confianza para soltarlo.
—Pero muy bien pudo haber desobedecido las instrucciones y gastárselo él todo…. A pesar del miedo a ese diablo de Philbin…
—Tú lo has dicho, Brandy, no lo hizo, por miedo. El capitán, viéndose muy enfermo, le ordenó esconder sus ahorros y él así lo hizo, hasta moribundo era temible, según Squirrell.
—Y que lo diga, tan solo pronunciar el nombre de capitán Philbin te hace subir un escalofrío por el espinazo.
El apuesto joven no pudo reprimir la risa.
—Vamos, Brandy, ya sabes lo que le gusta exagerar a la gente. Squirrell ya está bastante senil, le obedeció toda la vida y ahora es demasiado tarde para que cambie.
—Pensará en su fantasma.
No se retractó de lo dicho muy en serio, pese a que valiera para avivar otra carcajada de su capitán.
—Tú también eres otro viejo supersticioso, Brandy.
—No es bueno burlarse de estas cosas, chico. Ya te he dicho muchas veces que ir a la posada del Loro Verde a sonsacar a Squirrell me parecía meter las narices donde no nos llaman. El capitán Philbin era peligroso, nadie quería tener problemas con él, dicen que había aprendido magia de ciertos esclavos negros y asistido a sus impías ceremonias y bailes de los salvajes.
—Sé de buena tinta que, como quien dice, el cuerpo de Philbin aún no estaba frío, y ya apareció por la puerta el Tuerto, hijo de Bane. También el viejo Filch habló con Squirrell. Pero solo yo he conseguido soltarle la lengua. Ja, mira, los muchachos lo han encontrado.
Entre exclamaciones de alivio y júbilo fue alzado del fondo húmedo un cofre zunchado, de tamaño mediano. Sonriendo ante el perfume de buena suerte que había invadido el aire, invisible pero presente, los dos hombres lo contemplaron a sus pies, con la madera hinchada y el metal picado por los primeros bocados de la corrosión. Una mano ansiosa barrió de la tapa plana las terrosas adherencias y lo tantearon algunos con los filos de las palas, pero el contundente objeto se negó a abrir sus fauces.
Se trataba de un arcón de viaje, así que lo cogieron por las asas laterales y, con cierta dificultad, lo transportaron a través de la playa hasta el bote. Stubs y Ready, a pesar de la labor acometida, como si todavía no hubiesen sudado lo suficiente, se ofrecieron para remar. Todos estaban contentos por el buen resultado del trabajo, deseando alcanzar cuanto antes la balandra Slow Death para contemplar y apoderarse de la correspondiente parte del botín. El afilado navío se balanceaba sobre las aguas mansas, justo enfrente del bote que se aproximaba. Su capitán la había ganado en una apuesta donde, una vez más, había demostrado ser tan afortunado en el juego como en el amor. Jack el Suertudo era su mote más común. Y sus hombres estaban encantados con sus ocurrencias. Brandy recordó divertido el día en que la estrenaron y a la salida del puerto Jack ordenó, al ver las pequeñas barcas, abalanzarse entre un grupo de pescadores, riendo a proa ante la marejada de insultos y hasta algún pez que les llovieron encima.
La expectación alrededor del cofre una vez asentado en cubierta era palpable, tanto entre los que se habían quedado a bordo como entre los que habían bajado a tierra. El tesoro de Philbin se encontraba a pocos palmos de sus dedos. Muelas, el herrero-cerrajero-carpintero, se puso a la faena en cuanto regresó con sus herramientas a su lugar en el corro de facinerosos.
—Beberé a la salud de Squirrell— era el comentario más común mientras observaban las evoluciones del menudo español y sus ganzúas sobre la cerradura, con alguna furtiva parada sobre los goznes. Resultó un asunto difícil de abordar. Al cuarto de hora, el cerrajero, afanoso, ya estaba soltando en su idioma natal su muletilla favorita—Por mis muelas que lo voy a abrir— sin que ello aumentase la efectividad del método empleado.
El capitán le apartó un momento para inclinarse y comprobar él mismo los secretos de la malhadada cerradura. Cuando volvió intacta a las manos del marinero raso y este de nuevo clavó, ya con mal disimulada saña, el garfio metálico en sus honduras, algo saltó allí al fin, aflojando la tenaz unión entre la tapa y el cuerpo del cofre, haciendo soltar exclamaciones de alivio a los espectadores.
Sin que ninguna mirada fuera capaz apenas de pestañear, el capitán Jack lo abrió. Entonces la perfumada diosa Fortuna que parecía revolotear sobre ellos, se convirtió al instante en una fétida Arpía. ¿Era todo aquello el tesoro del capitán Philbin? ¿Nada más? La cantidad resultante al terminar la cuenta no era en absoluto despreciable, pero ni se acercaba a lo que había supuesto la mayoría. Jack el que más. El resultado de la aventura resultaba un tanto decepcionante. Aunque una vez encajado el guantazo de frustración, tampoco les extrañó demasiado. Solo era la corroboración de que el capitán Philbin había sido como otro pirata cualquiera, incapaz de no gastar el fruto de sus correrías. De repente, la figura de un pirata ahorrador les resultaba estúpida. Pero después de vaciar las bolsas, entre varias camisas Jack desenvolvió algo que avivó el temor en sus corazones, recordándoles que no había sido tampoco un tipo tan común. Un montón de anillos se desparramaron sobre las telas y todos retrocedieron. Nadie quería un objeto personal suyo, ni rozarlo siquiera, así que, sin más monedas a la vista, el círculo se dispersó y Jack se llevó su parte y el cofre a la cámara de popa. Brandy le ayudó con el acarreo y una vez lo dejaron en la esquina, el más joven dijo:
—Creo que esta panda de bribones también piensa que Philbin era un brujo. Sin embargo, no han hecho ascos a su dinero.
—Lo sabes bien, chico. El dinero no le pertenecía. Somos ladrones robando a un ladrón. Ah, pero sus cosas es algo bien diferente, eran suyas sin duda, tienen su aliento pegado. Yo que tú no me encapricharía de esa brújula, de esos anillos, ni de los mapas y prendas, ni la pistola, lo tiraría todo por la borda ahora mismo, el cofre entero.
—Eh, quieto, Brandy, son objetos valiosos, me serán útiles o los venderé, lo mismo hayan sido de Philbin que del rey de Inglaterra. Partiremos en cuanto termine esta calma chicha y dile a Saboo que esta noche reparta con la cena medio vaso de ron por cabeza, para celebrarlo. No ha tocado a tanto como esperábamos, pero tampoco regresamos con las manos vacías.
Antes de abandonar el cuarto, el segundo le vio colocando los anillos sobre la mesa y probándose uno:
—Me quedan flojos—sonrió— pero son de oro y piedras brillantes, Brandy. Con lo ganado por su venta, le compraré tales regalos, que mi Dolly lucirá como una sultana.
Brandy meneó la cabeza mientras se encogía de hombros, imaginando a la linda mulata reposando entre cojines brocados, coronada por un enorme turbante, recubierta de joyas, porque el chico solo tenía ojos para ella.
Aunque cantaron y bebieron, Jack no se unió a ellos. Cuando Brandy se levantó antes del amanecer y salió a cubierta mirando hacia arriba, el velamen se le mostró petrificado en torno al palo, pues seguía sin soplar ni una brizna de viento. La puerta de la cámara de popa estaba cerrada. Desde dentro Jack le informó de que no se encontraba muy bien, tenía fiebre y quería descansar.
Las noticias sobre la obligada espera y la indisposición del capitán no sentaron muy bien a los tripulantes, teniendo que resignarse al imprevisto retraso y al libre especular de sus molleras, pues algunos dieron en insinuar si no sería cosa del siniestro capitán Philbin, en ultraterrena venganza por la osadía de apoderarse de su tesoro y que había sido temerario el creer que iban a irse de rositas tratándose de quien se trataba.
Saboo era el único que entraba a la cámara, a llevarle su ración. Esa noche decidió interrogarle al respecto:
—Bueno, Brandy, a mí no me parece tan enfermo— le dijo el cocinero negro—. No está mareado, no vomita, come con buen apetito… podría estar fingiendo, aunque parezca cosa de locos… podría levantarse de la hamaca si quisiera, creo que sí— se calló un momento, era parco de palabras y siempre parecía que le pesasen al pronunciarlas— Jack está raro…
Tras la última sentencia, sin más, el negro se retiró por la puerta del mamparo, ingresando al camarote de los marineros.
Empezó a levantarse una favorable brisa floja de poniente que, poco a poco, fue arreciando. Le dio la nueva y otra vez sin abrir, el capitán le transmitió desde el interior de su retiro el rumbo que debía seguir el timonel. La voz era clara y fuerte, a él tampoco le parecía la de un doliente. El islote sin nombre y los otros dos próximos, motas boscosas perdidas en el océano, acabaron desapareciendo en la lejanía. Cuando tal cosa sucedió, tanto supersticiosos, los más, como descreídos, los menos, notaron una punzada agorera… como si estuviesen escapando de un peligro sutil pero indefinido. Tan clara como las aguas que surcaban, tuvieron la certeza de que no volverían a entrometerse en nada que tuviera que ver con el capitán Philbin. No veían la hora de atracar en el puerto seguro y conocido, con ese espectro deshilachándose entre las jarcias.
A media mañana apareció en cubierta el ausente. Contestó de mala gana a las preguntas de sus compañeros. Ya se encontraba perfectamente según él. Durante un buen rato se dedicó a escrutar las maniobras y el lugar como si fuera la primera vez que veía aquella balandra, un poco más grande de lo común, pero no por ello menos rápida, y a esos hombres, sus compinches habituales de latrocinio.
Entonces Brandy pudo apreciar a qué se refería Saboo. Era como si de improviso, sin explicación alguna ni motivo aparente, el amigable cordero se hubiese vuelto un agresivo basilisco. Jack era un buen capitán, que sabía ponerse firme cuando correspondía, pero el resto del tiempo era dicharachero y bromista. Ahora lo miraba todo, y a todos, con cierto desprecio, manteniendo el entrecejo fruncido. Nunca le habían visto tan callado, pero era casi mejor que continuara con la boca cerrada pues el “muchachos” desapareció de sus labios para dar paso al “gandules”. Brandy le conocía desde que de niño lo sentaba en sus rodillas, le había criado como a un hijo y el cambio para él era todavía más evidente e inquietante. Caminaba de manera distinta. Jack era zurdo y sin embargo ahora era la otra mano la que usaba. ¿Qué fiebre puede cambiar en un par de días la esencia misma de un hombre, como si lo hubiese vuelto del revés?
Aunque hubiera dicho que no le servían, también se había puesto los anillos de Philbin. Para evitar que se cayeran, llevaba los dedos un poco doblados. Brandy había visto la marca de esos anillos un par de veces, en concurridas tabernas, estampada como cicatriz en la cara de viejos marineros que habían pertenecido a alguna de sus tripulaciones.
Lleno de curiosidad preocupada, después de la cena Brandy se dedicó a acechar la puerta de Jack. Tan solo se oían, arriba, los pasos del vigía de guardia y delante, desde el camarote común, los malditos ronquidos de Stubs, hasta que Finlay o Saboo, sus sufridos vecinos inmediatos, le dieran el pertinente sopapo o patada. Se pegó a la recia hoja cuarteada por el salitre como una lagartija a la tapia y guiñando bajó la cabeza hasta la cerradura, a cuyo agujero aplicó el ojo abierto. Por suerte, no tenía puesta la llave.
La pequeña cámara permanecía en la oscuridad, excepto el círculo alumbrado por la vela colocada sobre la mesa. Detrás estaba él sentado, sujetando un sencillo espejo de mano cuadrado. Jack gustaba de imitar las modas de los caballeros, así que se afeitaba cada día. Observaba el reflejo en la plateada superficie con sumo interés, siguiendo con el índice la línea de las cejas, la mejilla y el mentón. Para Brandy aquello era un gesto chocante, un acto de vanidad diría que femenino. Hundió los dedos en el largo cabello castaño bermejizo, pues se había soltado la coleta, peinándose con las manos y sonriéndose. Movió la mano que sostenía en la palma el espejo, a un lado, a otro, más arriba, más abajo, como estudiando su propio rostro, apartando el cabello hacia atrás para medir tal vez la profundidad de las entradas en las sienes o la forma de las orejas.
También en la mesa un vaso y bien estibada, la pequeña barrica de ginebra que el anterior dueño de la nave se había dejado en la despensa. Ya casi ni se acordaba de ella. A Jack solo le gustaba el ron, pero sabía que el licor favorito del capitán Philbin era la ginebra. La fiel compañera que le había llevado al Infierno, o eso había creído… hasta ahora.
—Por los santos clavos de Cristo— susurró, amedrentado con la idea que se estaba desperezando en su cabeza.
No pudo dormir por culpa de esa sospecha, tan contra natura. El capitán salió muy temprano, a comprobar el viento y la derrota; le escuchó conversando sobre ello con el timonel. Unas palabras que iban degenerando en disputa, mientras Brandy bajaba con premura para aprovechar el momento.
La puerta estaba abierta. Corrió al fondo de la cámara, detrás de la mesa, hasta la alacena de la pared, para ir comprobando cada una de sus puertas y cajones, a la frenética búsqueda de una pista. O una confirmación. En una de las gavetas centrales encontró los objetos del cofre, la brújula, la pistola, el rollo de mapas, los anillos… también unos enredados collares de cuentecitas de colores y un alfiletero de terciopelo negro colmado, cual acerico, de agujas de rojizo cobre. Entre todo eso, una botellita de cristal captó de inmediato su atención. La había visto con los anillos, envuelta en las camisas, pero como estaba vacía no le dio importancia. La boca estaba sellada con una extraña sustancia blanquecina, más porosa que la cera. Pero ahora algo flotaba en su interior, una materia liviana, grisácea, móvil, que parecía mantenerse en un estado intermedio entre lo líquido y lo gaseoso.
Con la botellita entre las manos, el cuerpo empezó a pesarle. Un pitido opacado se adueñó de sus tímpanos. El relleno interior del recipiente se movía, empezando a emitir un leve brillo pálido. Había reconocimiento en esa variación. Lo sabía. Era el alma de Jack. Atrapada por Philbin mediante sus artes diabólicas. Sentía la pena infinita del chico, su miedo… Philbin acabaría arrojándola al mar; sin aposento corpóreo, acabaría diluyéndose hasta desaparecer. Una imagen se dibujó en su mente, debía emboscar a Philbin y colocar la botellita justo bajo sus narices. De esa manera tan simple se producía el intercambio del cuerpo a la botella. ¿Era eso de verdad o solo lo estaba suponiendo? Notó una presencia a sus espaldas.
Al girarse, apenas tuvo tiempo de ver el cuerpo de Jack ocupando el hueco de la puerta abierta y en la cara los fieros ojos de Philbin mirándole rebosantes de determinación a no perder la juventud y humanidad recobradas, mientras con la diestra le lanzaba un cuchillo directo al cuello.
Estoy solo con los canijos y con tendinitis en el hombro, así que no sé si me podré prodigar mucho delante del ordenador. El lunes espero poder colgarlo como tarde. ¿Has probado con otro navegador?
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.