Los cascos herrados habían dejado de replicar en el eco de las rocas de la montaña; cuando el bosque apareció tragándose todo camino posible, el hombre ató a un árbol a su montura, descargó de su alforja una alpaca de paja, sacó un cuenco de encina negra, recuerdo de su paso por otro bosque, el de Monegros, y tras llenarlo de agua, se despidió del animal con unos golpecitos en el lomo.