Bajo la torre

Imagen de Félix Royo

Los cascos herrados habían dejado de replicar en el eco de las rocas de la montaña; cuando el bosque apareció tragándose todo camino posible, el hombre ató a un árbol a su montura, descargó de su alforja una alpaca de paja, sacó un cuenco de encina negra, recuerdo de su paso por otro bosque, el de Monegros, y tras llenarlo de agua, se despidió del animal con unos golpecitos en el lomo.

 

Ramón de Mur acababa de comprar aquellas tierras, su villa y castillo, dejándose abandonada la fortificación en una lenta transición tras la repentina muerte de nuestro señor, el rey Martín, tan sólo unos meses más tarde. Entre estos árboles viejos y quebradizos, como las naves con las que éste sofocara la rebelión de los sicilianos, uno no podía sino sentir respeto por la fragilidad del tiempo y por la soledad con la que nos enfrentamos a su avance inexorable.

Frente a la entrada arqueada de esta fortaleza vacía cuyo cometido era defenderla de todo aquel que osara saquearla, la plenitud de uno de los pilares de la defensa en la constante cruzada de nuestro Señor le hacía sentirse más humilde de lo que cualquier otro monje se hubiera sentido jamás fuera de los lugares de oración.

Agostado el campo, entre el rojo y ocre oxidado de los árboles de la montaña, susurros de los ecos de las batallas sobresalían de estos muros. Las columnas de humo provenientes de la villa asentada a los pies de la colina eran como las de las piras de cuerpos muertos en la batalla purificándose en el fuego.

Cerrados el portón de la muralla y el de la entrada al patio, dejó sus bártulos al pie de las escaleras y subió los escalones hasta la mitad de la escalinata; anduvo despacio, sin hacer ruido, ya no por los enemigos que pudieran haberse ocultado dentro de estos muros sino por lo sagrado y regio del lugar en el que se adentraba. A su diestra, tallado en la clave del arco y coronando el dintel estaban las llaves de San Pedro timbradas por la tiara papal: entró en la capilla menor. Arrodillado frente a la escultura de la Virgen, iluminada por la etérea luz alabastrina, susurró un ruego y dibujó una cruz en el aire.

A los lados de la entrada de la capilla había unas estrechas escaleras. Una de ellas estaba iluminada únicamente por la luz que se filtraba entre los marcos de la puerta; llevaba a la azotea, a cielo descubierto, la cual prefería no pisar desconociendo la seguridad de la techumbre y, temiendo por su propia estabilidad con el cierzo del noroeste -que anuncia la lenta caída de la tarde-, desechó toda idea de visitarla. Por otra parte, al ver iluminado por la tenue luz el candado herrumbroso de la puerta no le quedó la menor duda de que nadie había subido por éstas desde hace mucho, mucho tiempo.

A su izquierda se encontró en cambio con algo más interesante: una campana cuyo badajo había permanecido inmóvil y silencioso hasta ahora. No pudo hacer otra cosa sino acercarse hasta ella y cantar un salmo sobre los cuartos para honrar la presencia de Dios en estas tierras. Para el vulgo, fuera donde fuera, siempre eran malos tiempos y la fe, lejos de fortalecerse, parecía desquebrajarse mientras que la guerra contra el moro infiel se prolongaba.

Podría reconocer que ha visto mucha miseria desde que abandonó la abadía de Pontigny pero la pobreza del alma que se ha encontrado en esta tierra no tiene nada que ver con lo que había escuchado acerca de estas gentes: familias enteras de judíos que niegan la divinidad de Jesucristo en plena calle y, lo que es aún peor, ateos que afloran en Zaragoza y llenan los pensamientos de sus vecinos con blasfemias y herejías.

Al terminar de subir la escalera con sus enseres a la espalda, miró por el arco que se abría a la izquierda mostrando la capilla principal, escudriñando que nadie se escondiese detrás del altar. Cuidadoso deslizó su mano por el interior de la bolsa, extrajo un par de bellotas del fondo y las arrojó al fondo de la sala siendo sólo el ruido de éstas rodando por la piedra lo que pudo oírse a continuación. Comprobado que la casa del Señor seguía siendo sólo suya sacó el cáliz y la patena y los dejó sobre la piedra escuadrada.

A veces aún le dolía la herida que le pertrechó un rufián en una ermita cerca de Coufouleux cuando el sacrílego intentaba robar los clavos de oro con los que el Cristo pendía de aquella cruz. Fue la primera vez que tuvo que matar por su propia supervivencia aunque no sería la última; desde aquel día no ha cesado de pedir perdón siempre antes de conciliar el sueño.

Subiendo la rampa hacia el patio de armas y rodeado de vanos en todos los muros, se detuvo. Miró al cielo como si se hubiese transportado lejos de allí; el sol estaba por finalizar su ritual diario y alargaba las sombras. -Tenebrae est-. Agudizó el oído: el silencio únicamente, y después su respiración: nada, silencio y nada más. Parecía que iba a ser más sencillo de lo que había supuesto en un principio.

Entró en la primera de las cuatro torres que miraban al patio y ascendió por unos peldaños de madera que crujían como la cubierta de aquel barco, anegada de agua, sangre y vísceras. «¡Nos mandaron a morir!» se quejaba un soldado viejo y él no dejaba de repetirle: «Dios salvará esta nave, Dios salvará esta nave» mientras sujetaba su mano ensangrentada; pero la voluntad de Dios fue otra y se llevó sus almas a su reino. Los que quedaron con vida, fueron reclusos en una isla en la que sobrevivieron a duras penas durante más de tres meses en cuevas y torreones ruinosos que resultaban ser más peligrosos que los propios sicilianos.

En lo alto de la torre sólo hay un humilde lecho y una mesa polvorienta pero no elegirá otra estancia del castillo -nunca lo haría-, ni siquiera la alcoba de la reina, que ha de estar siempre dispuesta para nuestra viuda señora. Dejó sobre la mesa la hogaza, el odre, plato, copa y faca, extendió el jergón sobre la cama y sobre éste el libro de los salmos. Se quitó el cinto que sujeta la vaina, los guantes, el jubón y la cofia, para ponerse el hábito encima. Dispuso apoyados en el marco de la ventana el arco y el carcaj en lo alto de la torre de la reina, mientras que la ballesta y los virotes en la de la torre que da al otro lado y salvaguarda la plaza; dejó la espada y la adarga en su habitación y llevó consigo una pequeña daga al cinto.

Mientras sus pasos marcaban en cada escalón la bajada del astro por el horizonte, su sombra se deslizaba entre los muros como el suspiro antes de desvanecerse. La montaña se hizo una efigie de hojas negras bailando la canción del viento y en el interior de la fortaleza, en donde el muro era la propia roca, llegó por los pasillos mudos hasta las mazmorras.

Chiscó contra el pedernal rápido hasta que la yesca se prendió tímidamente; la puso sobre la tea y sopló. Unas estrechas escaleras bajaban por una gruta en la que habían quedado marcados cada uno de los arañazos y golpes: última herencia de los que murieron aquí encerrados. Más abajo un olor nauseabundo a ratas muertas y agua estancada inundó sus sentidos como vetusta tumba de héroes muertos; si volvía a bajar lo haría con una hoja de menta bajo la lengua.

«¡Que vienen los sicilianos!» gritó justo antes de que una flecha atravesara la saetera por fuera y le arrancara la oreja de cuajo. -¡Bilbilitano, Fernando, vosotros a la puerta ya!, nosotros tres saldremos por la grieta y les sorprenderemos por detrás a esos babancos-. Ripol se retorcía de dolor en el suelo gritando como un cerdo en el matadero y los enemigos rodeaban la torre insultando a los aragoneses como si el propio rey Martín se encontrase entre esos muros. -Eh, francés, usted irá detrás, que no quiero que Dios se enfade con un servidor si le dejan hecho un Cristo-. Saltaron desde la grieta pero habían confundido sus intenciones: ellos no querían entrar; cuando tocaron suelo, las antorchas caían dentro, entre la paja seca, a través de la techumbre que un mal rayo había derribado. Mientras que tres hombres ardían y se consumían como en el interior de un árbol hueco, los tres cortaban y clavaban sin mirar dónde, hasta que los que no huyeron dejaron de gritar.

Esa noche estuvieron buscando entre las cenizas algo que llevarles a sus familias hasta que afloró el alba, con las antorchas iluminando la carne quemada, con las antorchas iluminando las ratas muertas. Al fondo, tallado en la roca y cubierta en parte por líquenes, le sorprendió encontrarse con una gran cruz patée; se acercó intrigado y recorrió los bordes de la misma con sus dedos. Entre los poros de la piedra aún se preservaba el rojo de la que alguien la había tintado. Recorrió con el tacto la superficie y en un extremo halló caracteres rasgados en la piedra, letras que continuaban en los otros extremos de la cruz: âêr, tellûs, ignis et aqua.

Mateo, Marcos, Lucas, Juan… Evangelios...

Observó que la pared estaba húmeda por abajo, donde el mismo que había hecho esta cruz también había inscrito aqua en su extremo inferior. Retrocedió para tener una perspectiva general, lo que le llevó a pisar una rata que chilló como el diablo, le hizo resbalar y precipitarse contra la pared, que cedió como si una boca se lo tragara, y hundirse en una fosa helada.

Tosiendo confuso emergió la cabeza del agua, palpándose un corte que brotaba desde la mejilla y agarrando con la otra mano una grieta entre el musgo y la piedra, miró arriba y pudo ver la noche estrellada al final de la sima; sin duda su torpeza le había llevado hasta el pozo y, sea dicho de paso, a la resolución del misterio acerca del sello templario.

Se arrastra húmedo hasta la mazmorra por la grieta por la que cayó. Tantea el suelo buscando en la oscuridad: no encuentra la antorcha; le vuelve a invadir el olor nauseabundo; se pone de pie. Se echa la mano a la cintura para sentir el tacto del cuchillo colgando fielmente todavía; mira al fondo, a través de la oscuridad, buscando la escalera.

Grita, grita con todas sus fuerzas cuando una cabeza le mira al revés cara a cara; instintivamente agarra el cuchillo y rasga la oscuridad. El sonido de un cráneo rompiéndose como el cristal contra el suelo rebota por toda la sala. Las ratas corren asustadas en la oscuridad entre sus piernas; cuando camina hacia la escalera no puede evitar pisar algunas de ellas.

Oye un sonido de grilletes detrás suyo -Dios te salve, María-, algo gime a su lado –llena eres de gracia-, y unas zarpas rasgan su hábito -el Señor es contigo-. Cae sobre los peldaños y siente que gracias a Dios todavía no está muerto; se incorpora y sube las escaleras encorvado contra la pared.

Señor, ¡qué numerosos son mis adversarios, cuántos lo que se levantan contra mí! ¡Cuántos son los que dicen de mí: «Dios ya no quiere salvarlo»!

No miró atrás cuando por fin se encontró arriba aunque las criaturas de Lucifer que yacían escondidas en esa mazmorra no le habían seguido. Dejó caer el cuchillo manchado al suelo al ver que otra diferente había despertado: las huellas ensangrentadas, similares a las de una cabra aunque considerablemente más grande, recorrían los pasillos del subterráneo. Mientras las seguía sabía que se acercaba a algo que no habría visto jamás, ni en los relieves ni en las ilustraciones de los incunables; las marcas trepaban por paredes y techos subiendo por aquellos túneles hacia el patio de armas.

Conforme se acercaba era más evidente la presencia maligna con el hedor ominoso y el eco del crepitar de un fuego que sólo puede arder por dentro. Giró el recodo y presenció el espectáculo macabro de una enorme criatura informe devorándose a sí misma.

Ahogando un alarido, se agachó y avanzó como las bestias, a cuatro patas, hacia el interior de la torre; pero no fue suficiente. Como un trueno, retumbó por toda la montaña el rugido de mis almas gritando a la vez y surgieron a través de la negra oquedad del pozo, como venidos desde las llamas del inframundo, esqueletos retorcidos de carne pútrida y rasgos deformados cuya humanidad había desaparecido casi por completo.

Dios mío.

Se precipitó raudo hacia los peldaños de madera entre vapores en los que almas malditas se dibujaban y que nunca llegaban hasta el cielo; alcanzó su espada en lo alto, besó el crucifijo de su cuello y atravesó cartílagos y huesos muertos con un giro sobre sí mismo; agarró el cuerpo demacrado y lo lanzó escaleras abajo. Adarga en mano corrió por el arco al descubierto rodeado de todo mal, pero para él sólo existía un camino de piedra en medio de la oscuridad y una puerta que cruzar.

La bestia lanzó una bocanada de negras llamas a través de su ser convirtiendo en ceniza del cuero de la adarga. Escalera arriba apagando las llamas que subían hacia la esclavina y alrededor de su cuello, como si alguien las hubiese dotado de vida, envainó la espada, se echó el carcaj a la espada y con el arco al hombro ascendió por las barras oxidadas a lo más alto, entre almenas.

Tensó el arco y su cabeza se deshizo como la escarcha; sostuvo la siguiente entre los dedos y desgarró su pecho sin que el engendro se detuviera; tensó la tercera y la alojó en el cráneo del cuerpo un momento antes de que éste se precipitara muralla abajo. Por cada uno que no devolvía al abrazo de la noche inanimada, una criatura más abordaba la torre desde su interior, agolpándose hacia el soporte férreo de la escalera de mano.

Bajo sus pies, en la oscuridad, el bosque le reclamaba y le llamaba para que saltara; todo parecía tan fácil, como saltar por aquella grieta, una muerte rápida pero no la muerte que quería nuestro Señor. Arrancó la bandera de bandas rojas y amarillas que colgaba del mástil de madera, la trenzó sobre sí misma como una soga y atada a la almena, se descolgó a varios metros de la techumbre y se dejó caer sobre ella.

Tan pronto se repuso, los engendros otrora humanos ya se asomaban por la torre como una flor que al abrirse manase un bolo de pus. La espada separó en dos la cabeza del cuerpo del primero en saltar, sobre el cual se arrojaron los otros para devorarlo ante sus ojos. El propio hedor de la descomposición le produjo una arcada salpicada de amargo jugo y sin mirar atrás saltó la leve altura que le separaba del firme del patio de armas.

Mientras que el horroroso demonio de la plaza se transmutaba en una aberración mayor, corrió cuesta abajo con el corazón encogido hacia la salida de aquel antro de desesperación. Escaleras abajo, la puerta permanecía sellada y aunque ninguna llave había cruzado su cerradura, fue incapaz de abrir la puerta que él mismo había cerrado, lo que le había convertido en su propio carcelero. De pronto vio de nuevo el símbolo papal sobre la puerta de la capilla y pensó en la sangre de Jesucristo, pensó que las llaves de San Pedro abren todas las puertas, pensó que sólo se podría salvar a través de su alma.

Se quitó su túnica hecha jirones y la extendió en el suelo, sobre ella puso su espada desnuda y dejó colgar del cuello el crucifijo manchado de sangre. Frente a la escultura de la Virgen, bajo la cúpula del templo, ensimismado en la oración, absorto a la perversión, a los engendros que se arrastraban escaleras abajo en el silencio, en la oscuridad, a la segadora de almas, figura del mal, absorto ante su destino, se levantó. Al alba, con el cielo suspendido sobre un hilo rojizo, sonaron unas campanadas desde el castillo y después reinó el silencio.

 

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Félix Royo
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Se pueden ver más fotos sobre el Castillo de Loarre (muchas de ellas, junto a una visita a propósito, utilizadas para este relato) en la Galería de OcioZero.

El genio se compone del dos por ciento de talento y del noventa y ocho por ciento de perseverante aplicación ¦

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Patapalo
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Me ha encantado la historia, sobre todo la mezcla de recuerdos con la vivencia de la noche. Me ha parecido un formato muy adecuado para los sentimientos que querías generar y, aunque en ocasiones me ha resultado un poco confuso, el conjunto creo que es muy fuerte.

Un placer leerte (y visitar de nuevo el castillo de Loarre, aunque con un fondo distinto).

Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.

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Léolo
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Cargado de una atmósfera malsana, romántica y agobiante, todo al mismo tiempo. Además, está muy bien escrito. Enhorabuena por tu relato Félix.

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Nachob
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Desde luego resulta agobiante, y creo que una de sus mejores bazas en la ambientación. El hilo de la historia me ha resultado a veces un poco confuso, puede que porque no esperase que derivase hacia esa materia.

En todo caso un placer de leer.

Muy bien.

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Félix Royo
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Claro, es un relato de intangibles: Silencio, figuras borrosas, recuerdos... Las luces son tenebrosas y las tinieblas son insondables.

El genio se compone del dos por ciento de talento y del noventa y ocho por ciento de perseverante aplicación ¦

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Raelana
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Resulta inquietante de principio a fin, al principio me resultaba confuso diferenciar entre lo que recordaba el protagonista y lo que está viviendo, pero después ya queda más claro.  La música también ayuda a crear la sensación de desasosiego. Buen trabajo ;)

Mi blog: http://escritoenagua.blogspot.com/

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