Javier Pérez se frotó los ojos para comprobar que lo que veía era verdad. Cuando sonó el timbre de su piso de Madrid, pensó que quienquiera que estuviese al otro lado de la puerta sería un vecino pidiendo algo de sal, el cartero trayéndole una carta certificada o, incluso, uno de esos malditos mormones que él tanto detestaba.