La mujer del lago (Leyenda)

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La encontré en el lago. Estaba de pie con la parte baja de su vestido empapada por las aguas. Vagaba cabizbaja. A veces se le adivinaba un hondo suspiro. La observé desde lejos, temiendo asustarla o de faltar al respeto de su intimidad. La posición de sus hombros denotaba una tristeza pesada y asfixiante que invitaba a uno a llorar con ella sus penas.

Su figura era elegante. Sus pestañas, quizás empapadas del salitre de sus lágrimas, brillaban como lo hace el fuego en las hogueras de San Juan. Su brillo era sin duda tanto o más hermoso. Sus manos, dotadas de la misma belleza, al igual que su cara, lucían pálidas como estatuas de los antiguos griegos. Su cabello recogido dejaba escapar rebelde, un único rizo que caía sobre sus hombros, deslizándose entre los pliegues de la manga como el agua desciende desde las cumbres hasta morir en el lecho del río.

Quise acercarme a ella, pero el solo hecho de contemplarla desde tan cerca, como estaba en ese momento, me parecía ya una osadía y me refugié aún más entre arbustos y árboles. Pendiente con mis cinco sentidos de todo lo que ella hiciera y rezando por ser el origen de sus requiebros. Tal era la sensación que me embargaba al verla, que aunque nunca he sido violento, sin embargo su fragilidad y su desvalimiento me impulsaban a probar el filo de mi espada con todo aquel que se atreviera a romper la magia de aquella visión de hermoso ángel hecho mujer.

No sé cuánto tiempo permanecí oculto entre ramas, hierbas, piedras, tierra y flores. El caso es que rodeado de sombras y naturaleza el sueño me venció en algún instante y cuando desperté ella no estaba.

Volví a allí una noche tras otra, llegando a perder la noción del tiempo e incluso de mi propio sentir. Invariablemente oculté mi presencia entre el hueco de las mismas formas vegetales, que, generosas, me adoptaban como el huérfano que era de su amor.

Su tez cada noche parecía más blanca, más pálida y transparente que la víspera. Como si toda ella estuviese hecha de agua y de aire.

De sus labios nunca oí palabra alguna que rompiese el silencio en mis momentos de vigilancia nocturna. Pero sin duda su voz resultaba tan dulce como los balbuceos de un recién nacido. Y mis pies se clavaban a aquel rincón del bosque, atrapados en un camino sin retorno. Con la vana esperanza de escucharle pronunciar mi nombre o de dar muerte allí mismo al causante de tal dolor en su alma.

La tercera o cuarta noche (cuando desde el pueblo sólo llegaban ya los ruidos de algunos perros ladrando) y habiendo transcurrido una hora tras otra de divina contemplación, así hasta hacer cinco, mi musa se acercó a una roca y comenzó a golpear sus manos contra la impasible piedra, que, por toda respuesta, mancilló su piel blanca con largos regueros de la más roja de las sangres, dejando también pequeñas manchas de color violáceo, superpuestas unas sobre otras y rivalizando por conquistar nuevos recovecos libres en los escasos centímetros de piel que aún conservaban su blancura.

Tampoco entonces mis pies avanzaron y me sentí más infame y vil que nunca, por saberme desterrado de esa falta de movimientos y de resolución por una fuerza mayor que la intensidad de mi amor hacia ella. Y principalmente acongojado por mi extremada ignorancia al no saber cómo superar ese trance y acabar con mis huesos estrellados en el fondo del acantilado (en muestra póstuma) de mi declaración de infinita y sincera pasión por la más bella de las ninfas.

Durante los fatídicos minutos que duró su autoinfligido tormento, el único movimiento que hizo mi estúpido cuerpo fue el de abrir y cerrar mis ojos. Arrasados en acuosas e inservibles lágrimas de penitencia. Supongo que el cansancio, pero sobre todo el dolor ante el reconocimiento de mi recién estrenada cobardía, me indujeron hacia un sueño ligero y atormentado. Un sueño inquieto y nervioso que hacía palpitar mi corazón aterrorizado, desencajando todos mis huesos de sus engranajes, ante el horror de la escena observada.

El sol estaba ya alto cuando oí las primeras voces de los hombres del pueblo gritando mi nombre. Por la brevedad de un segundo dudé entre salir del que había sido mi escondite al raso toda la noche o dejar que continuaran buscando, mientras yo me perdía monte adentro y dejaba por fin descansar mi cuerpo, mi alma y mi corazón en el lecho de tierra y rocas que tanto deseaba, para pagar bula por el pecado de no haberla socorrido. Tampoco esta vez la suerte jugó de mi lado. Y mis pies, que no mi razón, me llevaron derecho al grupo.

A juzgar por la reacción de aquellos hombres al verme, mi imagen era más de bestia que de humano. Más la de mendigo que de poeta o amante. Me llevaron, no obstante, vencidos los primeros recelos, a la taberna del pueblo y allí me visitó el médico. Yo, fiel a mi duelo, permanecí mudo a sus preguntas.

Habéis sido un necio. ¿Qué os ha hecho ir hasta allí? ¿No sabéis acaso que el bosque es un lugar peligroso de noche para aquel que no lo conoce?

Entre dientes me limitaba a murmurar lo que para ellos parecían palabras y frases inconexas: "La he de encontrar… He de encontrarla y desterrar la melancolía de sus ojos…"

¿Qué decís, hombre? ¡Reaccionad! ¿De qué habláis?

Una y mil veces preguntaron qué farfullaba y otras tantas de mi boca salieron las mismas sílabas como única respuesta: "La he de encontrar… He de encontrarla y desterrar la melancolía de sus ojos…"

Pasaron días y a buen seguro semanas. Cuando la cordura quiso regresar a mi mente, formulé uno a uno las cuestiones que pugnaban por romperme el pecho si no hallaban contestación. Nadie supo darme razón de una mujer con aquellas características.

Una mujer tan hermosa no existe —bromeaban a coro.

O si existe, es bruja o está embrujada, muchacho —respondían otros a carcajadas.

Era tal la firmeza de sus aseveraciones y lo tajante de sus chanzas que opté por fingir que nunca la había visto. Pero nunca dejé de buscarla. Soñaba día y noche con sus cabellos, pero sobre todo con sus ensangrentadas muñecas y doloridos nudillos. Su figura turbaba mi calma. Regresé muchas veces, tal vez cientos, al rincón del bosque cercano al lago que me sirviera de escondite… Ella no apareció de nuevo. Paradójicamente, entonces mis pies a sabiendas de que ella no estaba eran capaces de franquear la frontera que habían trazado mis hermanos vegetales. Odié mis pies, odié mi cuerpo y odié hasta a la mismísima luna por lo que me estaba pasando. Llegué gobernado por tan hostiles apéndices corporales incluso a acariciar la misma roca que se ensañó con su cuerpo de cristal y desgarró su piel haciéndola jirones de color púrpura y de motas color violeta.

Y nuevamente mis pies fueron mi guía. Vagué ya en la aldea, por sus estrechas callejas (algunas casi en penumbra) cuando en un cruce, algo más oscuro que el resto, percibí un suave movimiento de ropas. Adiviné que eran de mujer por el sutil perfume que la brisa nocturna trajo hasta mí como una bendición. Giré mi espalda y allí estaba ella. Tan perfecta y grácil como siempre. Sin que el más leve rastro de golpe, arañazo o corte se adivinara en sus manos y muñecas.

Quise preguntarle cómos y porqués. Pero mi alegría por verla a salvo, intacta y a menos de dos metros de mí, invadía mi espíritu y anudaba mi lengua a un respetuoso silencio.

A pesar de la oscuridad todo su cuerpo brillaba como iluminado por una fuerza especial. A la sazón pronunció las únicas palabras que le han escuchado mis oídos: "Sígueme. Sabía que vendrías."

La escolté como el cordero que inocentemente sigue al resto del rebaño, pero con una mal disimulada alegría que me hacía vibrar de emoción, sabiéndola viva y tan real como yo o el suelo empedrado que pisábamos.

Llegamos a una vetusta casa que yo no recordaba haber visto jamás y nos adentramos en ella. El interior, decorado con exquisito refinamiento, denotaba que quienes allí vivían eran en verdad gente adinerada. No mediamos palabra, como digo, pero sí hablaron nuestros cuerpos. Me perdí en sus curvas y en sus cabellos, mientras en mi cabeza sonaban con precisa nitidez una y otra vez aquellas benditas palabras que habían sanado mi alma: “Sígueme. Sabía que vendrías”.

Desperté al amanecer. Tendido sobre el duro jergón de mi posada. Sin más compañía a mi lado que una nota bajo la única palmatoria que había en la estancia. La cogí esperanzado. Pensando que sería la petición de un nuevo encuentro. Me equivoqué.

El papel escurrió de mis dedos hiriéndome con su contenido hasta la muerte. Grité de pura tristeza y desconsolado me precipité escaleras abajo. Salí a la calle y corrí hasta dar de nuevo con el caserón. La estructura a duras penas se mantenía en pie. Las rejas de las ventanas que durante la noche no vi, parecían más propias de una mazmorra que de la vivienda que yo recordaba.

Caí al suelo desolado. Estaba destinado a vivir una vida eterna (regalo de aquel ángel desterrado) y condenado a no volver a verla. Pero atrapado por siempre en la calidez de su clamoroso recuerdo.

Ahora, ya acostumbrado a siglos en su ausencia, me atrevo por fin a dedicarle estas letras.

 

Nota de la autora.- Éste pretende ser un sentido homenaje a uno de mis autores favoritos, que además es uno de los clásicos: Gustavo Adolfo Bécquer.

 

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Patapalo
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Un bonito homenaje. Me ha gustado mucho cómo transcurre la historia, aunque quizás he echado en falta una vuelta de tuerca, algo que diera más cuerpo como historia propia a tu relato, y que no quedara sólo como reflejo de las leyendas que recopiló Bécquer. La tuya ¿está basada en alguna real?

Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.

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Félix Royo
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Sin duda, si me hubiesen dicho que la había escrito el propio Bécquer la habría considerado obra suya. Muy bien escrito y muy bien captado el espíritu melancólico becqueriano.

El genio se compone del dos por ciento de talento y del noventa y ocho por ciento de perseverante aplicación ¦

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Sechat
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Me agrada saber que os ha gustado . En cuanto a lo de la vuelta de tuerca, supongo que el final era más o menos esperado sí. Espero, con el tiempo mejorar porque ése es uno de mis fallos: tengo encefalograma plano en los escritos (ji,ji). Y no, Patapalo, no está basada en una real como tú comentas... ¡sería plagio! Sí me tomé la licencia de adoptar una expresión de una de sus leyendas, cuando habla del transcurso de las horas, pero nada más. La historia surgió como un ejercicio de estilo que tenía pendiente conmigo misma hace años. Se trataba de visualizar unas imágenes y crear una leyenda al más puro estilo de Bécquer, pero por más que lo intentaba no me salía lo que buscaba. El otro día me puse de nuevo a ello y desechando el resto de dibujos me quedé sólo con el de la mujer del lago (a decir verdad, lo del lago creo que es un añadido de mi imaginación...) En fin, que se basa en un dibujo del maravilloso libro: "Juegos literarios reunidos" de Ediciones mensejero. Estoy pendiente e intrigada por saber si sacarán una segunda parte, porque los ejercicios son realmente estimulantes en muchos casos.

P.D.: Me alegra  ver el cambio que ha experimentado la web en cuanto a lo de los comentarios, etc... ¡Enhorabuena!

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PedroEscudero
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Pues una gran homenaje. El tono está muy bien conseguido :)

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