Había vivido en una de las ciudades más grandes del mundo, hasta que hace algunos años me mudé a un pueblo en medio de las montañas. Hay árboles tan frondosos que sus copas ocultan el resto de las casas de mi vista. Desde mi balcón, pareciera que el jardín trasero es como un tapete verde que se extiende hasta las montañas. Como si el lugar fuera todo mío y yo estuviera sola ahí, teniendo como únicos vecinos a los grillos, las cigarras, los pájaros multicolores, los gallos y el sonido del agua cuando llueve, convirtiendo mi barranca en cascada.
Hoy, el petirrojo que anida en la jacaranda está golpeando la ventana con su pico: canta que salga y vaya a volar con él. ¡Qué ganas me dan de ir! No todos los días un pájaro me invita a volar.
Ya amaneció. Me veo acostada, parece que duermo. El libro que leía en la noche está en la mesa junto a la lámpara, vuelvo a mirarme acurrucada en mi cama enredada entre las sábanas y sé que ha sucedido de nuevo.
La primera vez que pasó, había ido a visitar a un hombre que me invitó un té y que cantó toda la noche junto a mí. Estábamos sentados cada uno en una silla, nos mantuvimos a obscuras, yo miraba fijamente una vela y pronto se me cerraron los ojos. La luz me traspasaba los párpados y experimenté esa extraña sensación: aparecí en un espacio obscuro e infinito y comencé a ver el mundo del otro lado. No sabía dónde estaba, no lograba ver mis manos ni mi cuerpo. Busqué por todos lados y me sorprendió encontrar mi cuerpo cientos de distancias debajo de mí. Descubrí que a voluntad y en un segundo podía bajar a habitarlo, escucharme latir y respirar y volver arriba de nuevo. Jugué a hacerlo varias veces y noté que paradójicamente esa parte de mí que sostiene la vida seguía ahí, aunque Yo no estuviera. Confié en ese sostén, me sentí libre de explorar y admirar ese nuevo lugar lleno de visiones, en donde además había regalos para mí. Los invisibles me dieron una espada y un escudo águila que aún conservo guardados en el pecho, aunque nunca he sabido para qué son. La última vez que bajé a ver si respiraba, ya no pude subir y me quedé sólo habitando el cuerpo conocido, sentada en la silla y mirando de nuevo la flama de la vela.
La siguiente vez, estaba dormida. Me asusté al ver mi cuerpo desde arriba. Antes de salir de la sorpresa y poder decidir qué hacer, empecé a pasar por encima de los muebles, crucé la ventana, salí de casa y fui a dar vueltas en la copa de la jacaranda del jardín, crucé el río que pasa en la barranca, llegué hasta la iglesia del pueblo, me metí entre los árboles de la montaña y regresé. Sólo el gato se dio cuenta.
Otro día, estaba haciendo el amor. Era hermoso e intenso. Como de costumbre, estaba viendo imágenes de colores y paisajes, pero justo en el momento en el que mi corazón se hizo grande, se abrió un túnel largo y obscuro y apareció una mariposa morada que revoloteaba adentrándose en él. Fui tras la mariposa. Cada segundo que avancé en el túnel era un poco más de éxtasis, cada vez más, cada respiración me llevaba a la sensación de que moría, moría de hondo negro placer y alas moradas de papel. En medio del túnel me distraje, al notar que me había alejado demasiado. Ya no pude alcanzar a la mariposa y al segundo siguiente escuchaba nuevamente mis latidos.
Caí inundada de un éxtasis de muerte.
Hoy, ha sucedido de nuevo. En esta ocasión, veo a mi bisabuela sentada en la silla de la entrada y a mi abuela en la orilla de la cama. Me miran. Recuerdo que habían muerto, no entiendo cómo llegaron hasta mi casa. El petirrojo sigue golpeando la ventana y canta, me está esperando. Veo a mi hijo que se levanta al baño, va muy dormido. “¡Buenos días!” –le digo, pero no me contesta. Si voy con el petirrojo, no sé si nos volveremos a ver… El sonido del golpeteo me atrapa y súbitamente soy el petirrojo, me convierto en sus alas y salgo de la casa. Vuelo por tierra y por mares y de pronto a lo lejos miro un árbol muy alto, es una sequoia gigante. Me interno por la parte más alta del tronco y voy hasta las raíces, que se conectan con el centro de la Tierra. Hay una roca que parece una amatista gigante y me quedo respirando ahí, sólo respirando. Parece que no estoy sola. Escucho una voz que me dice que “ellos” son muchos, que siempre han estado y estarán conmigo, aunque yo no los vea, que observan todo lo que hago y pienso, y que el escudo y la espada ellos mismos me los dieron para cuidarme siempre. Dicen que son muestras de que la existencia humana, como la conocemos ahora, no es lo único que hay. Que me seguirán explicando.
Nunca he sabido porqué pasa. Ayer arreglaba las flores del jardín y me preguntaba qué son estas manos y este cuerpo que a veces desaparecen, y quiénes somos todos nosotros que no somos lo que parecemos. No sé si mis dudas me han traído hasta aquí y por eso he volado esta vez, ni sé si volveré como antes. Estoy muy lejos de casa.
¿Habré muerto?
De pronto, una voz retumba en mi cuerpo y me llama: “¡Mamá!”. Me succiona hacia la superficie por el tronco de la sequoia y vuelvo a ser alas de petirrojo por un segundo. Regreso a la barranca y de ahí a mi ventana. Veo que sigo enredada entre las sábanas mientras mi hijo se acerca a la cama y me llama.
Dudo:
Podría irme con mis nuevas alas a volar para siempre, pero “¡Mamá!” llama de nuevo. Mi cuerpo tiembla con su voz y noto que vuelvo a habitarme de golpe. Ha sido paciente en verme despertar, le doy un beso.
Han pasado los días y el petirrojo no ha venido a mi ventana, pero lo escucho a lo lejos y su canto me recuerda a dónde iré tal vez mañana, sin saber si de nuevo volveré.
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.