Una espina en Tántalos

Imagen de Destripacuentos

Le llamamos Mente Enjambre porque necesitamos denominaciones para las cosas, porque así ciertos horrores parecen más asequibles. No obstante, no debemos olvidar que sólo es un nombre que hemos adjudicado a algo mucho más insondable y más terrible que una mente, a algo que guía a otro algo mucho más feroz e implacable que un simple enjambre.

En la oscuridad del subsuelo ninguno sabe a dónde se dirige. No es necesario. Simplemente sienten la acuciante necesidad de avanzar, de desgajar el barro con sus infatigables garras, de abrirse paso hasta esos rastros tenues emitidos por la carne de la avanzadilla. Sí, la espina incrustada en la superficie fangosa de Tántalos está vertiendo su carga de carne y hierro en el territorio vedado. Y debe ser extirpada.

 

Después de un periodo de tiempo ínfimo en la conciencia colectiva, los primeros hormagantes rebasan a las presas provocando el principio del pandemonio. Los ingenios metálicos de la avanzadilla vomitan fuego y hierro haciendo burbujear el asfixiante lecho por el que la progenie se ha desplazado. La oscuridad y el penetrante olor a fango se mezclan con la sangre y los despojos de sus congéneres. Los caídos no son sus hermanos, sino algo mucho más atávico: en cierto modo, son ellos mismos.

 

Como se dispara una mano a repeler la agresión contra el brazo hermano, los seres saltan al exterior levantando cortinas de barro. Avanzan ágilmente sobre el fango, sin hundirse apenas en su superficie, sin temor, precipitándose imparables hacia esas máquinas de destrucción y odio enfundadas en metal y ceramita. Los proyectiles zumban como demonios, arrancando del grupo a extensiones de un mismo ser, aumentando la rabia homicida de los guerreros hormagantes. El crujido de los cuerpos perforados por las balas da renovado impulso a la marea imparable.

 

Las afiladas zarpas se balancean y siegan al enemigo. Sus gritos se pierden en el entrechocar de las placas quitinosas y los propios cantos de la progenie. En el cuerpo a cuerpo, los hormagantes no tienen igual. Los intrusos lo saben y, aunque se esfuerzan por defenderse, caen uno tras otro.

 

Las cuchillas anteriores de un espécimen especialmente robusto desgajan los brazos de un invasor. Su arma vuela escupiendo fuego en todas direcciones, prendiendo los depósitos de gas de pantano que los túneles han removido, aumentando la confusión y la muerte. Un instante después, el soldado mutilado observa incrédulo cómo su agresor no le remata. Su concepción de la guerra no contempla un resultado como ése. Así, aprovechando lo que cree una debilidad, arranca, valiéndose de sus muñones, la anilla de un explosivo portátil. Cree que morirá matando.

 

El espécimen que acaba de derrotarle, al detectar esa acción, engulle sin dudar el explosivo y se aleja corriendo del lugar. Justo cuando detona, estallando en mil fragmentos, el marine entiende el por qué de sus actos y el por qué les espera la catástrofe. No se enfrentan a una horda sanguinaria. No son insectos. No son una comunidad.

 

Una nueva criatura, dotada con un extraño aparato digestivo en el exterior de la quijada, atraviesa con sus garras la base de las cuatro extremidades del moribundo. La ceramita cede como una cáscara de huevo frente a la punción de los apéndices. Después, lentamente, el ser se sitúa en el ángulo idóneo para atravesar el yelmo de su captura. Por fortuna para su cordura, el marine no será capaz de percibir cómo su cerebro es succionado por lo que, puerilmente, conoce como Mente Enjambre. Para cuando su información genética sea procesada, ya no quedará rastro de la individualidad de la criatura.

 

Terminada su tarea, el hormagante con estolones alimentarios se sumerge de nuevo en el lecho de barro. Por él se desplazará hasta el nido donde aguardan sus enlaces con la conciencia superior. Criaturas sinápticas les llaman.

 

Sobre él van formando nuevas hordas de guerreros, agazapados en la inmundicia del planeta de la muerte, armados con las combinaciones más letales para este medio ambiente y estos enemigos. Su devoción va más allá del simple fanatismo religioso de los hombres. Ellos no tienen un dios. No forman parte de un dios. Son un dios para sí mismos. Han trascendido su individualidad.

 

Al final, llega el momento del avance. Los leviatanes han barrido los refuerzos aéreos de los invasores. Sus armas apenas han arañado la robusta armadura quitinosa de estos titanes al no haber tenido tiempo de fijar sus objetivos. Ahora no son más que amasijos ardientes de hierro y polímeros fundidos. El humo que de ellos se desprende será el anuncio del principio del fin. Alimentándose del terror que se respira en el ambiente, millares de gantes se van agolpando en una circunferencia cada vez más pequeña y cada vez más gruesa. En su centro, la Hidrae Mater.

 

La espina que debe ser extirpada.

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