Me llamo Takeshi Saito, un nombre de lo más corriente. Mi carácter y mis rutinas también lo son, de hecho, si bien es cierto que ocasionalmente alguien me reconoce mientras hago la compra en el supermercado o paseo por el parque con mi akita.
En su mayoría se trata de jóvenes devotos de alguna de mis novelas que ha terminado adaptada en forma de manga o película de escaso presupuesto. A menudo muestran una curiosidad ávida, casi enfermiza, por conocer ciertos aspectos de mi vida. Intento complacerlos en la medida de lo posible, sin embargo, hay una historia que nunca me atrevo a compartir con ellos.
No es que la esté reservando para convertirla en una obra destacable algún día, al tratarse de una experiencia personal lo descarto con rotundidad. Supuso, eso sí, el germen de mi creación literaria y son otros los motivos que me llevan a omitirla.
Sucedió años atrás, cuando era estudiante de secundaria en el instituto de Yokohama.
De la noche a la mañana apareció un bulto en la cara dorsal de mi muñeca izquierda. No era mucho mayor que un grano de arroz al principio. Resultaba incómodo, desde luego, pero siempre he sido tolerante al dolor y pensé que cesaría con el paso de los días. El bulto, sin embargo, creció rápidamente y pocas semanas después reventó supurando un pus amarillo y fétido. Fue entonces cuando decidí acudir al hospital donde obtuve un diagnóstico definitivo de osteosarcoma.
Prescindir del misterio es algo que no debería permitirse nunca un buen novelista, pero como ya he comentado se trata de una vivencia real y no de una de mis ficciones. La verdad de este hecho, que no agravié al jefe de un clan yakuza ni cerré un pacto con un demonio a cambio de un éxito más que relativo, resultará sin duda decepcionante para los aficionados que especulan con todo tipo de hipótesis en los foros de internet.
Ahora me permito ciertas frivolidades, pero entonces quebró mi integridad física y emocional.
Y es que, a mi regreso al instituto, la realidad me arrastró como un tsunami. No solo había perdido un año respecto a mis compañeros, también me habían arrebatado el beisbol, el baloncesto, el kendo…
Mutilado y apartado.
Llegué a considerar que mi vida carecía de sentido. Las palabras de mis compañeros, amables en todo momento, en el fondo denotaban una compasión mórbida. Lo peor era la imposibilidad de canalizar toda esa frustración, ni siquiera tenía a quién culpar por mi propio infortunio.
Una noche apareció el dolor en la mano muerta.
Pensándolo fríamente, no habría de resultar extraña la sensación de un apéndice seccionado, inexistente, tan semejante a perder para siempre a la persona amada. Se tornaba enajenante, sin embargo, que esa parte de mí lograse traspasar el velo de la inmaterialidad en mitad de la noche, lo que terminaba por provocarme unos gritos de angustia genuina.
Acudí a la consulta de diversos especialistas para tratar de paliar mi dolencia. Todos coincidieron en denominarlo el síndrome del miembro fantasma. La conclusión fue que mi cerebro trataba de asimilar que ya no poseía mano infligiéndome aquellos episodios de insufrible hormigueo como si una marabunta hambrienta devorara mi carne.
De tratarse de una novela, sería el momento adecuado para que el protagonista aprendiese una valiosa lección vital y regresase con fuerza para superar todas las adversidades presentadas ante él. En el mundo real, en cambio, aprendes que a veces la vida te golpea sin más. Y la única lección por aprender es que no existe ninguna.
El dolor persistía noche tras noche robándome el sueño sin que pudiera hacer nada por evitarlo.
Durante el día empleaba las horas muertas que me otorgaban las clases de gimnasia de las que ahora estaba exento para vagar por el instituto. Subía a la azotea y me estiraba a contemplar el cielo. En ocasiones llevaba conmigo algún manga o snacks de la máquina del pasillo si me habían sobrado unos yenes del desayuno. No obstante, al rato cualquier actividad se tornaba tediosa, un paupérrimo sustituto de la vida había llevado hasta entonces.
Recuerdo en particular el día que sufrí una intensa cefalea, probablemente inducida por la severa falta de sueño.
Bajé de la azotea y acudí directamente a la enfermería. Era la primera vez que lo hacía; siempre había sido un chico fuerte y sano, nunca lo había precisado.
Toqué la puerta con insistencia y acto seguido abrió una mujer.
Me hizo pasar y estirarme en una camilla.
Cerré los ojos y me entregué a un sueño reparador.
Debí pasar una hora o dos allí estirado en penumbra hasta que el episodio remitió. Había dejado de sentir el dolor de cabeza, tampoco notaba el hormigueo de la mano. Me entristeció pensar que aquellas situaciones pudieran convertirse en algo crónico.
La enfermera me preguntó con una sonrisa encantadora si me sentía mejor.
Asentí mientras la contemplaba con atención. Debía de tener poco más de treinta años y a primera vista no la consideré especialmente atractiva. No se le adivinaba un pecho generoso como a algunas de mis compañeras de clase, aunque su sonrisa sí era bonita. Me embriagó un erotismo ridículo ante el hecho de encontrarnos a solas en aquel habitáculo escolar.
Miyuki, así me dijo que se llamaba, y yo hablamos sobre mi pérdida. Me sonsacó con una facilidad asombrosa los sentimientos que se hallaban sepultados en la profundidad de mi alma. Supuse que no debía de ser el primer alumno que acudía a ella con serios problemas.
Le mostré mi agradecimiento por la gratificante conversación antes de recoger mi mochila dispuesto a marcharme. Algo en mi interior me empujó a preguntarle antes si estaría bien visitarla de nuevo. Ella mostró una vez más aquella sonrisa y contestó que podía acudir siempre que quisiera.
Recuerdo de igual manera que a la mañana siguiente hubo un gran revuelo en clase.
Una de las chicas, Akiko, se mostraba visiblemente afectada por algo. Fue necesaria la insistencia de las compañeras y del profesor Narusegawa para desvelar lo sucedido.
Akiko reveló que se encontraba en el baño de chicas de la tercera planta dispuesta a usar el inodoro cuando repentinamente alguien la agarró por el tobillo. Gritó, pataleó y así pudo liberarse de la presa de su acosador. Acto seguido, decidida a enfrentarlo, abrió una a una las puertas adyacentes de los servicios. Estaba sola, sin embargo. Unas chicas acudieron al lugar tras escuchar los gritos, pero aseguraron no haber visto a nadie salir de allí momentos antes.
Por supuesto, aquellas palabras causaron estupefacción entre los presentes.
El profesor Narusegawa aconsejó al resto de alumnas que hasta no tener más información al respecto fuesen acompañadas al baño. Lo único que se me pasó por la cabeza en aquel instante es que quizás pasar unos minutos con Miyuki animaría un poco a Akiko.
Entonces descubrí que no podía apartar de mi pensamiento la cautivadora sonrisa de aquella mujer que me doblaba la edad.
Estaba enamorado.
Me he preguntado a menudo qué hace aflorar el amor en la mayoría de ficciones. Es un parásito que se nutre de la obra con independencia de la motivación original de su autor. No es un sentimiento primitivo como el dolor, inherente a los animales como el miedo ni venerado en todas las culturas como la muerte. Y, sin embargo, su aderezo no suele faltar. Quizás porque nada resulta comparable a la atrocidad de su pérdida.
Volviendo a la historia.
El dolor aberrante de la mano fantasma regresó a la noche siguiente.
No habían sido necesarias las palabras con mi familia para establecer el acuerdo tácito por el que ambas partes ignorábamos las secuelas de mi desagradable realidad.
Hastiado, sin saber cómo combatir al enemigo invisible, decidí acudir de nuevo al dispensario de la escuela.
Miyuki me recibió allí con amabilidad.
Estirado en la camilla, aproveché para ponerle al corriente de lo sucedido con mi compañera Akiko y mostrar mi preocupación por su reciente ausencia en clase.
Poco después me confesó que también a ella solían molestarla. En ocasiones, los alumnos llamaban a su puerta y gritaban su nombre para salir corriendo acto seguido. Pese a restarle importancia, percibí que aquellos comportamientos le causaban un profundo sufrimiento.
Entorné los ojos y la dulce voz de la enfermera me meció hasta la ansiada vigilia.
Me disponía a abandonar el instituto aquella misma tarde cuando encontré una aglomeración nada habitual entorno al zapatero de la entrada.
Pregunté sobre lo ocurrido y señalaron a una alumna de primer año que permanecía en el suelo a causa de un desvanecimiento. La muchacha aseguraba haber visto una mano blanca cercenada, alzada sobre los dedos como un escorpión albino y con un muñón ensangrentado en lugar de cola.
Nadie más lo había presenciado, por lo que nadie dio crédito a aquel relato.
A partir de entonces, sin embargo, los avistamientos de la mano blanca ensangrentada se propagaron como una epidemia.
Algunos alumnos aseguraban haberla visto asomar en los pupitres de las aulas; otros, en las duchas e incluso en la piscina.
No tardaron en aparecer dibujos en las pizarras de las aulas.
Por supuesto, la mayoría no se tomó en serio aquellos avistamientos que, casualmente, nunca eran colectivos.
No obstante, con el paso de los días la situación escaló hasta el punto que el profesor Narusegawa reunió a las clases en el salón de actos y proclamó una advertencia solemne: cualquier alumno que con su actitud promoviese o perpetrase aquel tipo de gamberradas sería severamente castigado.
Consideré un deber moral intervenir y poner en conocimiento que también la enfermera Miyuki llevaba tiempo sufriendo aquel tipo de comportamientos estúpidos.
Algunos alumnos empezaron a reír. Otros, por el contrario, me señalaron como causante de las bromas. Argumentaban que todas ellas tenían el mismo denominador común, una mano izquierda cercenada como la que a mí me faltaba, y que aterrorizar a los demás era probablemente la forma que tenía de sentirme mejor conmigo mismo.
Rechacé las acusaciones al borde del llanto. Alegué que sufría a diario por mi miembro amputado y que nunca desearía a nadie una tortura semejante.
El profesor, atónito, cuestionó entonces que inventase historias sobre Miyuki.
Por supuesto, respondí que no era ninguna invención, que ella misma podría corroborar mis palabras.
A estas alturas debe resultar obvio lo que ocurrió a continuación.
El dispensario de la tercera planta permanecía cerrado desde hacía años. Una joven enfermera se había precipitado al vacío sin que quedasen claras las circunstancias de su muerte, aunque durante algún tiempo se rumoreó sobre un amor no correspondido con un alumno. Tras el incidente, la enfermería fue trasladada definitivamente a la planta baja del edificio.
Fuese o no fruto del delirio provocado por la falta de sueño, la desaparición de Miyuki me causó un terrible vacío que aún hoy perdura. El insidioso hormigueo de la mano se ausentó junto a ella y nunca más volvió, al menos hasta el día de hoy.
Reconozco que a menudo me asalta como un escalofrío su recuerdo inesperado mientras hago la compra en el supermercado o paseo por el parque con mi akita.
Escribir ficciones en las que se entrelazan el dolor, el miedo y la muerte es el único remedio del que dispongo para sobrellevar la pérdida de esa parte de mí.
Relato admitido a concurso.