CHICA CONOCE A CHICO
Dan las ocho y Verónica, fiel a su cita, se acerca a la señal de ganado suelto situada a siete kilómetros y doscientos metros de su destino. La luna asoma su calva en el cielo aun iluminado por el sol. No le gusta la luna, demasiado pálida, demasiado brillante, le recuerda la noche en que empezó todo. En cambio, adora las tardes de tormenta. Los conductores se vuelven más compasivos y eso facilita su trabajo.
Pasa el primer coche, una berlina con cuatro ocupantes. Una mujer va girada, hablando airada a los ocupantes de la parte de atrás, un jefe siux y la madre de una muñeca desgreñada. Los niños aguantan el chaparrón mientras el padre mete una marcha al pasar justo ante ellos. La ignoran. De hecho, ni la han visto.
Al poco vislumbra otro coche, que para unos doscientos metros antes de llegar a donde ella espera paciente. Una puerta se abre y una niña, de doce o trece años calcula Verónica, abre la puerta y apenas tiene tiempo de erguirse cuando comienza a vomitar. Su madre baja también y le sujeta la cabeza. Ha visto la escena muchas veces. El puerto de Malosvientos es así, malo de subir y peor de bajar. En cambio, el de Almendrales solo tiene una curva mala. A unos siete kilómetros y doscientos metros de allí.
Los del todoterreno reanudan la marcha y pasan ante ella sin mirarla siquiera, como tampoco lo hacen los marroquíes de la furgoneta sobrecargada, con un colchón ocupando la baca y cortinillas de colores brillantes, ocultando los regalos y los encargos que, como Reyes Magos de miseria, llevan a la aldea perdida en el Rif. Volverá a verlos, piensa Verónica, cuando regresen con los regalos trocados en nostalgia.
Le gustaría poder subir a uno de esos coches familiares y compartir un rato de vida con ellos, sus ilusiones y sus miserias. Pero no es posible. Hasta para ella hay normas y una es que solo la verán coches con un único ocupante. Un hombre, un varón, un tipo solitario, un cabrón. Como Sebas. “No voy a llorar”. No es un anhelo, es una realidad. Ya no llora nunca.
Pasa otro cuatro por cuatro, de color barro, conducido por un cazador dentro que, al verla, dice que no con el dedo. En el asiento de atrás un perro aúlla aterrorizado. Los canes reaccionan así al verla.
En la cálida noche estival, Verónica siente frío, como si un viento gélido la traspasase de golpe. Entonces lo ve. Es un Seat Ibiza, de color púrpura, pero podría haber sido un OVNI, tal es su despliegue de luces: a los faros de xenón se unen dos juegos de luces antiniebla y unas luces led que iluminan los bajos de violeta intenso. El coche la sobrepasa y ella cree que también la ha ignorado cuando oye el frenazo y un claxon entona la cucaracha, invitándola a subir.
Ella abre la portezuela. Dentro un joven agarra el volante deportivo con firmeza, mientras la otra mano agarra impaciente el pomo de la palanca de cambios, que tiene forma de diamante falso. El chico, de veintitantos años, la mira tras los cristales oscuros de sus gafas de sol y sonríe.
—¿Te llevo?
—Voy en dirección a La Alberquilla.
—Pues sube, que me pilla de camino.
Verónica entra y él arranca, la radio cobra vida y comienza a lanzar por los altavoces, que ocupan la parte trasera, música electrónica a todo volumen, haciendo vibrar todo en el interior del auto. La muchacha hace un gesto de desagrado y el conductor baja un poco el volumen
—¿No te gusta Chimo Bayo?
—A este volumen no mi gusta ni Paquita Reina.
—No la conozco. Mira, pon lo que quieras —responde él, generoso. Luego puntualiza—. Menos Radiolé. Ni la radio esa de música clásica.
Ella le toma la palabra y busca una emisora. Están poniendo Don Diablo. Adora a Miguel Bosé.
—¿Te gusta esto?— pregunta él, asombrado.
—Pues sí. ¿Pasa algo?
—Nada, nada. ¿Cómo te llamas?
—Verónica —dice ella. Donde tendría que haber un “¿y tú?” se hace un silencio incómodo. A ella le importa un pimiento el nombre de ese tipo. Solo quiere recorrer a toda prisa los siete kilómetros y doscientos metros que la separan de su destino. Seis kilómetros ya.
—Me llamo Quique—se presenta él, ignorando el desplante.
Verónica pone una sonrisa de compromiso en su rostro. “Ahora vendrá la mirada al escote o la mano en el muslo”, piensa. Se equivoca.
—¿Eres de por aquí? —pregunta el muchacho.
—De aquí mismo —dice ella. Cuatro kilómetros. Hay que empezar ya el ritual—. Esta carreta es muy mala, hay muchos accidentes.
—Sí que los hay, pero tu tranqui, yo controlo. Me conozco esta carretera con los ojos cerrados. El puerto de Almendrales solo tiene una curva mala, sin visibilidad. Luego bajas un poco, encuentras una recta muy larga y, tras pasar las ruinas del mesón, está el desvío a La Alberquilla.
—El puerto empieza aquí.
—Apenas dos kilómetros.
—Ten cuidado con la curva, vas muy rápido.
—¡Qué va! ¡Ya verás en la recta, ya verás!
Ha llegado el momento.
—En esta curva me encontró la muerte. ¡Y ahora te encuentra a ti!
Al volverse, Quique se encuentra el rostro de Verónica transformado en un monstruo infernal. Su pelo flota y se retuerce como si estuviese vivo, sus ojos son dos esferas rojas recorridas por diminutos relámpagos, su boca sonríe diabólicamente, dejando al descubierto hileras de dientes, afilados como agujas.
—¿Tú eres…? ¿Eres…? ¡La chica de la curva! —exclama él. No parece asustado, ni siquiera alarmado.
—La que te enviará esta noche al infierno —insiste Verónica, con un rictus demente.
—¡La chica de la curva en mi coche! ¡Menuda sorpresa! ¡Y qué honor!
Desconcertada, Verónica no sabe qué hacer. El aminora hasta detenerse en la cuneta. Abre la guantera y busca algo.
—Oye, ¿no te he asustado nada? ¿Ni un poquito? —dice ella con desmayo.
—No es culpa tuya —responde Quique—. Cuando te lo digas no te lo vas a creer. ¡Ajá!
Quique ha encontrado lo que busca, un rotulador dorado de punta gorda que ofrece a Verónica.
—¿Me firmas un autógrafo?
—Mira Quique, no sé qué está pasando aquí pero, como comprenderás no estoy para firmar autógrafos. Tú tendrías que estar muerto. Y no es así.
—No puedo morir.
Verónica le echa una mirada entre curiosa y rencorosa.
—Yo también soy un fantasma. Soy el chico de la recta.
A Verónica le da la risa floja.
—¡Qué copión!—dice entre carcajadas. Como ve que el chico se mosquea, intenta ser amable.
—¿Y cuál es tu numerito?
—Llevo una luz de freno rota. Si alguien me da las luces para avisarme, lo persigo y los echo de la carretera.
—¿A empujones?
—O de un susto. Mira.
Quique se echa las manos a la cabeza y, con un leve impulso, la separa del cuello. Verónica no puede evitar reírse de nuevo. Esta vez Quique se une a ella y empieza a hacer el ganso, poniéndose la cabeza al revés o haciéndola girar. Verónica llora de risa. No recuerda cuando había reído por última vez. Probablemente seguía viva. Al fin se controla.
—¿Y lo de ser alma en pena?
—Cuernos, ¿qué va a ser? —dice Quique mientras se coloca la cabeza—. Perseguía a mi novia y a su amante, y después de pasar los puertos me la pegué en la recta larga. El parabrisas se desprendió y me seccionó la cabeza. Lo peor fue que el claxon no paraba de sonar y me fui al barrio oyendo la cucaracha. Así de ridículo fue.
Verónica calla y toma la mano del chico. El tacto es frío y viscoso, pero siente algo de calidez en su interior. Toma aire y pregunta:
—¿Eres de La Alberquilla? Lo mismo te conocí.
—No sé, yo nací en el ochenta.
—Yo morí en el ochenta y uno. ¿No serás el hijo de Lola, la hija de Santos, el perdiguero?
—El mismo.
—¡Pero si yo vivía al final de tu calle! Seguro que conoces a mi madre. Juani, la Peroja.
Quique se muerde la lengua. El conoce a Juani, la seca, una mujer amargada y gruñona, enclaustrada en su casa, que da miedo a los niños.
—Sí, una señora muy simpática—miente él.
Continúan charlando un rato del pueblo que conocieron hasta sus respectivas muertes, ella en mil novecientos ochenta y uno, el en el dos mil seis. Se ríen, lloran, hacen el tonto, se cuentan sus respectivos desamores… la noche se escapa lentamente y caen en la cuenta que tienen que separarse. Verónica volverá a su curva, él a su recta.
—Estoy harto, ¿sabes? Harto de la venganza sin sentido, de esta vida vacía —al oír la palabra vida, ella levanta una ceja—. Bueno, ya me entiendes. Mira, yo antes de ser el chico de la recta, era cocinero. Y bastante potable. Hacía unas hamburguesas estupendas. A veces, cuando llego al final de la recta y me encuentro con las ruinas de casa Pepe, sueño con verlo abierto, con cocinar allí, con volver a tener algo a lo que llamar vida.
Verónica mira a Quique con otros ojos. Va a decirle algo, pero en vez de eso de sus labios brota otra frase.
—¿Me llevas a la señal de ganado suelto? Ya sabes, donde me recogiste.
Él no dice nada, pero la lleva a su destino.
—En esta señal me dejó Sebas. El muy cerdo me dijo que me dejaba aquí porque era como la vaca de la señal: gorda y tonta.
— Ese Sebas era imbécil. Se arruinó, se casó con una cazafortunas y acabó en la miseria ---dice Quique.
—Me alegro, pero eso ya no me sirve de nada. Anduve siete kilómetros y seiscientos metros. Hasta la curva mala de Almendrales. Y allí, el autobús de La Puntual, que venía con media hora de retraso, me arrolló.
Él acerca su rostro al de Verónica, que nota su respiración después de muchos años.
—Quique, ya tuve un Sebas en vida, no quiero uno en la muerte.
El chico de la recta tiene sus labios casi pegados a los suyos. Verónica siente esa desazón que creía que no existía ya. No sabe que hacer con las manos. Sin querer, apoya una en el claxon y suena la cucaracha. Y al son de un mariachi de automoción, hacen el amor.
***
Son las ocho de la tarde y Verónica se coloca en la señal de ganado suelto. Ve venir el primer coche, que para nada más hacer el gesto clásico con el dedo. Dentro va un señor con pinta de contable, con un bigotito fino y unas gafas gruesas.
—¿A dónde vas, chata?
—Camino de La Alberquilla.
—Anda sube —dice el tipo mientras los ojillos tras los enormes cristales buscan su escote.
Se ponen en marcha y a los tres segundos llega el primer roce en el muslo.
—Las manitas quietas —advierte ella.
—Vale, vale, no te enfades —dice el freso.
—Tú atento a la carretera que hay por aquí una curva muy peligrosa. Luego viene una recta larguísima y al final hay un mesón. Allí me quedo yo.
—Me viene de perlas, porque busco un sitio para cenar.
—Pues en ese mesón trabaja mi novio de cocinero.
— ¿Se come bien?
Verónica sonríe.
—Se come de miedo.
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.