Los días de lluvia eran constantes en el pueblo, el sol hacia breves apariciones a lo largo del año, lo justo para contentar a los animales y los escasos niños del lugar.
Las gotas de agua repicaban en los tejados de las casas, produciendo un sonido familiar para los habitantes. Para ellos ya no existía ese ruido, solo el tintineo de las campanas hacía que los lugareños levantaran la vista de sus quehaceres diarios.
Cuando sonaban las doce, la iglesia se encontraba a rebosar de todos los acólitos que iban a rezar y a pedir consejo al clérigo. Estaba entrado en años, en cualquier otro oficio lo hubieran jubilado, pero en su profesión la edad no era relevante, solo importaba la fe.
En sus años mozos había gozado de una larga melena, la cual había tenido que abandonar cuando se había ordenado monaguillo. De tan corto que llevaba el pelo decía que se había quedado calvo demasiado pronto. Cuando hubo cumplido los cuarenta ya no le quedaba ni rastro de su cabello cobrizo, cuatro canas mal pintadas le cubrían escasamente la base del cogote.
Vestido de blanco, con el traje completo, se lucía ante sus feligreses cada vez que tocaba misa. Llevaba siempre una banda de lana bordada en hilo dorado en forma de collarín, para tapar su calva portaba un bonete en forma cónica del mismo color que el traje y las dos tiras que caían a su espalda iban a juego con la banda. Hacía años que había perdido el dedo anular, pero no por ello dejaba de ponerse el anillo que le identificaba como sumo sacerdote. Y en la otra mano, jamás abandonaba el bastón pastoral que había recibido del mismísimo Papa en sus años de formación en el Vaticano.
Cuando estaba en lo alto del altar los presentes le escuchaban expectantes, su sermón era el momento cumbre de todos aquellos infelices que vivían en el pueblo. Sus vidas consistían en nada más que trabajar, asistir a misa y volver a sus casas para esperar a que se repitieran sus monótonos días.
Sabía que lo reverenciaban, era considerado un salvador, un ser superior, y le gustaba sentirse así. Podía haber abandonado el lugar hacía años, justo después de haber conseguido toda su fama. Había recibido miles de invitaciones de ciudades y pueblos más grandes, incluso del extranjero, pero sabía que donde se encontraba podría seguir avanzando en sus estudios. Allí nadie le cuestionaría si tenía que hacer algún que otro sacrificio justificado. En cambio en lugares más grandes, sitios donde las nuevas tecnologías estaban más instaladas, avanzar con sus quehaceres sería muchísimo más complicado.
Cuando acabó de dar el sermón, todos los presentes hicieron fila delante de las escaleras, esperaban poder besarle el anillo y recibir la hostia consagrada. Primero pasaban los ancianos, personas que llevaban tanto tiempo en el lugar que habían nacido incluso antes de que el pueblo se pudiera considerar pueblo. Éstos eran los más fieles, sabían de primera mano el gran trabajo que había realizado el sacerdote por ellos, cómo los había salvado de acabar desapareciendo. Ellos eran los cabeza de familia de los habitantes del lugar y los encargados de que la iglesia fuera el ente de mayor poder.
Los conocía a todos, sabía de sus trapos sucios, de sus inquietudes y sus miedos. Eso le daba un poder y un control sobre ellos del que no eran conscientes. Aun así, no le hacía falta chantajearles, todos aquellos viejos se hubieran sacrificado por él.
Justo detrás de ellos venían los escasos niños que vivían en el poblado. Poco más de una docena, de entre cuatro y doce años. Más de la mitad eran vástagos suyos, pero allí nadie se quejaba de eso. Él se beneficiaba de su estatus en el pueblo, había instaurado el derecho de pernada, como si aún estuvieran en la Edad Media.
Y por último llegaban los más esperados por el sacerdote, aquellos que estaban ya en edad de procrear, ya fueran hombres o mujeres. A su edad, no le hacía ascos a nada, era cierto que prefería a las chicas jóvenes, tenían mucha más utilidad, pero los muchachos gozaban de una energía que necesitaba.
La última de todas era su favorita. Con ella ya había engendrado dos hijos, y eso que no sobrepasaba todavía la veintena. Tenía el rostro de un ángel y un cuerpo de infarto, incluso había estado a punto de sufrir alguno al acostarse con ella. Los pechos de la muchacha eran deslumbrantes, además en ese momento los tenía enormes, tenía que dar de mamar a su último retoño y la leche empezaba a salírsele de los pezones. Allí mismo la hubiera despojado de toda la ropa y le hubiera practicado el más salvaje de los actos sexuales, pero dentro de la iglesia jamás se atrevería. No respetaba a ninguno de los seres inferiores que vivían en el pueblo, pero la iglesia era el templo de Dios, y no había nada más sagrado que su Señor.
La muchacha notó en los ojos del sacerdote su pasión y su lujuria, sabía lo que pasaría esa noche cuando las luces se apagaran. Su marido no diría nada, era un cobarde, y seguía fielmente las órdenes de su padre y su abuelo. Tragó saliva y dio media vuelta para salir de la iglesia. Ya no quedaba nadie más a excepción del monaguillo.
Lo llamaban monaguillo, pero poco tenía de niño. Era un mastodonte de casi dos metros, tan alto como gordo. Al pobre le faltaba un hervor y a duras penas servía para barrer la iglesia y pasar el cepillo en búsqueda de limosna. La joven se lo quedó mirando y sintió que aquel bobalicón se parecía a su bebé, pero muchísimo más grande. No pareció percatarse de su presencia y cuando estuvo a su lado, chocó contra su pecho, haciendo que la leche materna rompiera la pezonera que llevaba manchando al monaguillo en todo el brazo.
–¡Ay! –se quejó del golpe mientras su bolso caía al suelo.
Su gritito había sonado entre molesto y erótico. Tenía los pechos excesivamente sensibles y se ruborizó un poco al escuchar su propia voz. El monaguillo no pareció inmutarse, se agachó, recogió el bolso y se lo entregó.
–¡Gracias! –comentó ella mientras lo recuperaba.
Sus miradas se cruzaron. Los ojos de él estaban demasiado juntos, la nariz la tenía torcida y parecía que le faltaba un pedazo. Llevaba un sombrero de paja que le tapaba hasta las cejas, ladeó la cabeza y sin mediar palabra continuó con sus quehaceres. La muchacha no lo había visto hablar nunca, dudaba supiera. Para ella, el monaguillo siempre había estado en el pueblo, desde que tenía uso de razón lo recordaba limpiando la iglesia. Nadie se acercaba a él jamás, ningún miembro del pueblo se atrevería a faltarle al respeto a un protegido del sacerdote. Acabó por despedirse con un gesto con la cabeza, al cual no obtuvo respuesta, y continuó bajando las escaleras.
Cuando ya estuvo abajo, escuchó como la puerta de la iglesia se abría. No quiso girarse, no necesitaba ver la imagen del clérigo mirándola con deseo. Aceleró el paso para llegar lo antes posible a su hogar y amamantar a su hijo.
El hombre al ver como su presa se alejaba se llevó la mano a la entrepierna para colocarse su sexo, que se había puesto duro como una piedra. Aquella joven hacía que su cuerpo recobrara una vitalidad que pensaba había perdido. Giró la cara para ver como el monaguillo también contemplaba en dirección a la chica y, sin mediar palabra, le asestó un tortazo que hubiera hecho temblar al más fortachón del pueblo. Por el contrario, lo único que consiguió fue un agudo dolor en la mano.
–¡Maldito…! –se quejó mientras le daba la espalda y lo abandonaba en el exterior de la iglesia.
Las horas pasaban lentamente para el sacerdote, nada de lo que tenía que hacer le salía bien. Su entrepierna era una constante molestia, impidiéndole centrarse en sus tareas. No conseguía concentrarse, así que dejó las dos jarras con las que llevaba horas jugueteando en la mesa. Se quitó los grandes guantes de plástico que le cubrían hasta los codos y los tiró de cualquier manera encima de una camilla.
Subió a la cocina de la iglesia, cogió una de las fiambreras que sus feligresas le habían entregado y engulló en cuatro bocados. Dejó el recipiente en la pica, a la espera de que el monaguillo hiciera su trabajo, y uno de los bordes de cristal le rozó en la yema del dedo produciéndole un pequeño corte. Maldijo por lo bajo, ya que en casa del Señor no se podían decir palabrotas y abandonó la estancia para descansar en su humilde cama.
Se quitó toda la ropa y la dejó tirada de cualquier manera en la puerta de su habitación así el monaguillo tendría más trabajo. Darle vida había requerido un gran sacrificio, se miró allí donde le faltaba su dedo, así que esperaba que al menos le diera las gracias por su existencia aportando ayudas domésticas.
Se tumbó en el cama, completamente desnudo, aún excitado ante la previsión de la visita que tenía planeada para esa noche. Estuvo tentado en darse satisfacción personal, pero sabía que entonces perdería parte del envite que le permitiría triunfar horas más tarde. Cerró los ojos, apoyó las manos sobre su pecho y respiró tranquilamente hasta encontrarse en los brazos de Morfeo.
La ropa de la puerta de la habitación desapareció. La fiambrera del fregadero también. Las cuatro migas de pan que habían caído en la cocina habían sido recogidas, el suelo incluso había sido fregado. La iglesia resplandecía más que el primer día. El monaguillo había dejado impolutas todas las salas del edificio, todas, menos una. Tenía terminantemente prohibida la entrada a la habitación donde el sacerdote experimentaba si no estaba presente. Y él cumplía las órdenes a rajatabla.
Gruñó cuando vio que el hombre salía de su habitación. El suelo estaba recién fregado y no quería que el párroco resbalara y pudiera hacerse daño. Ya le había pasado una vez y toda la responsabilidad había sido suya. Desde entonces cojeaba a causa de las represalias. Por suerte, el cura llevaba paso decidido y no perdió el equilibrio.
Salió al exterior por la puerta trasera de la iglesia, cuando la medianoche ya había llegado. El graznido de los cuervos acompañaba la incesante lluvia que no había dejado de caer durante todo el día. Con el paso de las horas, la tormenta parecía haberse instalado con más insistencia en la zona, desplegando unos fuertes vientos, abundantes relámpagos y luminosos rayos.
El sacerdote prescindió de coger un paraguas, le daba igual llegar empapado a su destino. Una vez estuviera allí, no necesitaría para nada su ropa, y seguramente algún pueblerino le prestaría ropajes secos para que pudiera volver a la iglesia.
Tras diez minutos bajo la lluvia llegó a su esperado destino. Golpeó a la puerta con ganas, impaciente de que su presa le abriera. Deseaba atacarla allí mismo, en el recibidor, darle la vuelta contra el espejo y empotrarla sin miramientos. Por el contrario, el estúpido de su marido fue el responsable de darle la bienvenida.
–Su excelencia… –Le saludó mientras se inclinaba.
Parecía que fuera a hacerle la felación él mismo. Ya ni recordaba si eso había pasado, pero hoy venía por otra cosa. El joven estaba tembloroso y no parecía dispuesto a moverse del umbral de su casa.
–¡Apartarte! –Ordenó.
–Llega en mal momento, padre. –El muchacho tragó saliva–. Tenemos al pequeño con fiebre, lleva horas llorando y ahora está amamantando…
–¡Qué me importa a mí eso!
Apartó de mala manera al otro y entró. Se despojó de sus ropajes mojados y se los tiró a la cara.
–Espero contar con ropa seca cuando haya acabado.
No esperó respuesta. Ya conocía la casa, así que emprendió su camino subiendo las escaleras a la planta de arriba. En la primera habitación había una niña pequeña, no tendría más de cuatro o cinco años, tumbada y durmiendo. Tenía una larga cabellera cobriza, antaño él también tuvo ese pelo. Pero no quería perder más el tiempo, llevaba todo el día fantaseando con ese momento, así que prosiguió su camino.
La puerta de la habitación conyugal estaba al final del pasillo. Estaba cerrada, así que le dio una fuerte patada y entró como todo un conquistador. La mujer se encontraba con los senos al aire, dos descomunales monumentos con los que el hombre esperaba disfrutar toda la noche. No le importaba lo más mínimo que manchara leche materna, ya estaba acostumbrado, era otro aliciente más en el acto que vendría a continuación.
La muchacha levantó las manos para evitar que se acercara, dándole indicaciones para que se alejara. Estaba con su bebé, había estado enfermo todo el día, y parte de la noche anterior, y llevaba demasiadas horas sin poder descansar. No quería que aquel monstruo se acercara a ella o su hijo. Un deseo, en lo más profundo de ella, esperaba que se cumpliera. Llevaba años esperando que su marido evitara que aquello sucediera. Que se impusiera ante las estúpidas leyes del pueblo, que agarrara al sacerdote y lo expulsara de su hogar. Pero sabía que eso era imposible. Su esposo era una marioneta más en el intrincado teatro que el clérigo tenía montado.
Vio la lujuria en los ojos del hombre, su sexo estaba duro y expectante de poder acercarse. Nada evitaría que aquella noche volviera a tener que mantener relaciones con ese indeseable.
Un trueno sonó tan fuerte que hizo temblar hasta los cimientos de la vivienda. El sacerdote estuvo a punto de perder el equilibrio. El bebé se movió, pero la muchacha consiguió mantenerlo dormido. Se levantó del sillón donde había estado descansando y dejó a su hijo en la cuna, confiando en que no despertara mientras ella sufría en silencio.
Un relámpago iluminó todo el pueblo, como si de repente se hubiera hecho de día. La joven, asustada, se giró para contemplar como una sombra se asomaba a la espalda del cura. Lento y torpe, el hombre se giró para notar como su agresor lo agarraba por los brazos y lo levantaba del suelo. Sin tiempo a mediar palabra fue lanzado por los aires y recorrió volando todo el pasillo.
La muchacha, sin entender del todo que pasaba, se agachó para proteger a su vástago, deseando poder alejar a la criatura de los acontecimientos que estaban sucediendo en su casa. Durante un instante, poco más que un suspiro, esperó que el atacante del clérigo fuera su amado, que al fin se hubiera dignado a protegerla.
Pero no, para su sorpresa, y también para el asombro del cura, allí, en medio del pasillo, tan alto como una montaña, se encontraba el monaguillo. Había perdido su característico sombrero de paja, y dejaba al aire una increíble calva dorada. Sus ropas estaban completamente empapadas y las tenía pegadas a su cuerpo. No tenía una figura envidiable, más bien estaba medio deforme. Pero resultaba intimidante.
Sin decir lo más mínimo, se dio la vuelta y se lanzó contra el sacerdote. El hombre no entendió nada, no tuvo tiempo a reaccionar, maldecir o decir lo más mínimo. Las enormes manos del monaguillo lo agarraron por sus partes nobles. Con una mano asió el miembro viril del cura, con la otra sujetó con fuerza ambas muñecas.
Los gritos de agonía del hombre fueron silenciados por el estruendo de los truenos y el llanto del bebé, aunque por suerte para él, su tortura fue rápida. El monaguillo demostró tener una fuerza sobrehumana, dividió el cuerpo del hombre con sus manos, desgarrando tendones y huesos, destrozando la piel y salpicando todo el pasillo de sangre.
Con las manos separadas y las partes del sacerdote en ellas, las dejó flojas para que el cuerpo, inerte y sin vida chocara contra el suelo. El marido apareció entonces, tenía un ojo morado, y sangraba por una pequeña herida en la frente. Miró horrorizado la escena y se quedó completamente congelado.
La joven por el contrario sintió un alivio enorme, la escena había sido grotesca, podría haberse puesto a vomitar allí mismo, a llorar y berrear como hacia el bebé que tenía entre sus brazos, pero no era el momento para eso. Se acercó a su esposo y le entregó al niño. Le indicó con la mano que se fueran a la habitación de su otra hija y desaparecieran.
El hombre, indeciso, y completamente acobardado, obedeció sin tapujos. Tembloroso cogió al bebé, pasó por la espalda del monaguillo sin levantar la mirada y abandonó la escena.
–Gracias –dijo la muchacha acercándose al monaguillo.
Éste se giró para contemplarla. Su rostro seguía igual de inexpresivo que siempre, no mostraba ningún sentimiento. Acababa de partir por la mitad a un hombre con sus propias manos, pero no parecía que aquello hubiera significado nada para él. La mujer tuvo un instante de pánico, quizás no hubiera sido suficiente tal acto de salvajismo.
–Gra… ci… as… –Fueron las primeras palabras que jamás había dicho el monaguillo.
La joven se tranquilizó de golpe. Sonrió feliz al entender que estaba a salvo, que ya no tendría que temer recibir visitas a altas horas de la noche y tener que compartir su lecho con ese malnacido nunca más. Allí se encontraba su salvador, un bebé enorme con una fuerza descomunal. Alargó la mano para darle una caricia, igual que hacía con su hijo.
Nada más sus manos, sudorosas y manchadas de leche materna, rozaron la piel del monaguillo, éste se deshizo ante sus ojos. Como si poco más que una figura de arena hubiera sido, las partículas de su cuerpo se deshilacharon y salieron volando por el pasillo de casa...
Mi contador me da 3328 palabras. Me temo que de momento no puedo darle admisión al concurso porque el límite superior son 3000 palabras y, a diferencia de las convocatorias de Calabazas en el Trastero, aquí es estricto.
Confío en que puedas presentar otro relato u otra versión de este mismo.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.