Natalicio de Nuestro Señor en la Florida
Un relato de Patapalo sobre las guerras de religión en el Caribe
Jean Baptiste subió hasta el nido del cuervo, una vez más, e hizo un barrido de la bahía con el catalejo. Nada. Una vez más, nada. Ni rastro de los papistas. En aquellas tierras indias solo había mosquitos, caimanes y, eso sí, flores. ¡Cuánta hermosura para un clima tan sutilmente cruel!
El enjuto hugonote plegó el instrumento y lo guardó con cuidado en su funda de cuero. Después, con la agilidad de un mono, descendió al fuerte Nouvelle Bethlen. Era apenas un círculo de cabañas rodeado de una tosca empalizada, pero durante meses había sido su refugio y, con el paso del tiempo, se había convertido en un hogar.
Ya no pensaba en volver a Europa. Dios le había llamado a aquel rincón exótico del orbe y sabía que no volvería. Aquel veinticinco de diciembre había comprendido, finalmente, que tampoco vería jamás la flota cargada de plata y oro con la que los papistas engrandecían la soberbia de su despreciable monarca. No, era ya demasiado tarde.
La fiebre lo devoraba y, por más que bebiera abundante agua y comiera fruta sin descanso en un intento por mitigarla, no conseguía que sus compañeros de penurias callasen. Sus esqueletos habían sido mondados hacía tiempo por los voraces insectos de la Florida, ya que no había tenido siquiera fuerzas para enterrarlos como a buenos cristianos, pero aun así no callaban. Día y noche martilleaban su precario raciocinio con sus lamentos.
En el fondo los compadecía. Había sido una prueba muy dura para todos y, a medida que los sueños se iban convirtiendo en ausencias y muertes, su fe se había debilitado. Aquel día, el Natalicio de Nuestro Señor, ya solo quedaba él. Quizá por ser el más joven. Quizá por ser el más fuerte. Quizá.
Revisó la línea de cañones dispuestos hacia la ruta de retorno a Europa que seguían los españoles. Su falta de formalidad había sido un inesperado aliado contra los protestantes. Ahora ya no quedaban hombres con los que emboscar su flota, que llegaría con meses de retraso.
Terminada la revista, Jean Baptiste entró en la cabaña que, por acuerdo tácito, se había convertido en el centro de mando del fuerte. Dejó el catalejo sobre la mesa, junto a un mapa a medio esbozar, y se bebió de un trago el vaso de ron que había preparado la víspera, el último trago que quedaba en muchos kilómetros a la redonda. Después, tomó su pistola y se apuntó a la sien. Había cumplido hasta el final con los mandatos divinos. Era hora de probar en el otro bando. Quizá Satanás, se dijo, conseguiría acallar las voces de sus compañeros.
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