Lobishome
por Miguel Garrido de Vega
Hasta aquella mañana, el hermano Valerio nunca había visto semejante nevada en O Cebreiro. Por lo menos, nunca dos meses antes del invierno. Aunque se tenía por un hombre observador y por un sólido conocedor de los fenómenos de su tierra, aquello superaba cualquier previsión que los más viejos del lugar pudiesen haber realizado. El frío gélido de su celda ya le había dado alguna pista durante la noche, pero fue al abrir el portón que daba al huerto cuando se había llevado la sorpresa: todo era blanco y el blanco lo inundaba todo. Una capa de nieve tan gruesa como un brazo extendido había soterrado los pimientos y las hileras de patatas parecían muñones deshechos. El monje sentía escalofríos al mirar hacia el monte, porque las siluetas de los árboles los asemejaban a mensajeros alargados y fantasmagóricos que quisiesen abrirse paso entre la niebla. Tampoco había manera de distinguir el alpendre de labranza y no quedaba ni rastro del can de palleiro que solía merodear por entre las plantas. Aquello sólo podía ser una muy mala señal, pensó el hermano.
Después de los maitines, el Abad ordenó a los dos novicios que cogiesen sendas palas y apartasen cuanta nieve de los cultivos fuera posible. Mientras tanto, el hermano Valerio se apoyó en el umbral de la puerta y les observó.
―¡Cuidado con las patatas! ―advirtió el Abad en el mismo tono profético que siempre utilizaba para dirigirse a los nuevos―. Cuidado con las patatas o nos quedaremos sin cena.
―Descuide, padre, descuide ―repuso uno de los novicios.
― ¿Hermano Valerio? ―el Abad le enfocó con sus faros azules rematados por unas gruesas cejas blancas―. ¿Tendremos el honor de contar con usted en esta ocasión?
―Padre… mi dolencia en la espalda… ya sabe…
―Sí, sí…claro que lo sé.
Valerio vio las caras de los jóvenes, enrojecidas por el sudor y el frío entre palazo y palazo, y se imaginó que alguno de ellos no duraría mucho. Seguramente sería el de las manos cubiertas de llagas, pensó, cuya respiración ronca sólo presagiaba la enfermedad. Y es que siempre pasaba lo mismo: al llegar la estación helada, las fiebres acababan con los menos preparados. Aquella no era una tierra fácil, y el hermano Valerio lo sabía bien. Buena prueba de ello es que, entre unas cosas y otras, el Monasterio de Santa María la Real se había ido despoblando a cuentagotas. En aquel momento, tan sólo el viejo Abad, los dos aprendices y él mismo habitaban las estancias decrépitas del que fuera punto obligado de visita en la comarca. Puede que las buenas creencias hubiesen ayudado en un principio; la afluencia de peregrinos se había multiplicado desde que sucedió el milagro de la carne, pero los años fueron echando peso sobre una leyenda de la que hasta el propio Valerio había aprendido a dudar. Después, vinieron las enfermedades que hacían esputar sangre, los lobos, la hambruna y unos inviernos cada vez más largos.
―Padre… ―musitó el novicio de las manos llagadas―. ¿Y si esto no es… obra del Señor? ¿Y si se trata de algo peor? Una nevada así, no es normal, no lo es…
―¡Claro que es normal, pazguato! ¿Cuántos inviernos has vivido tú? ¿Cuántas nevadas has visto para juzgar de ese modo? ¡Sigue recogiendo nieve y aparta esas tonterías de la mente!
Aunque Valerio era mayor para creer en supersticiones, sabía que la gente de la villa comentaba chismes acerca de una maldición, una suerte de encantamiento que entorpecía el camino de los romeros a su paso por las tierras de Piedrafita y que podía terminar con la vida de uno tan rápido como un granizo en alta mar. Y esa maldición podía adoptar múltiples formas, pero la peor de todas era la de la bestia peluda.
―Puede que el chico tenga razón ―intervino Valerio―. Ya se imaginará, Padre, esos cuentos de lobishomes dan escalofríos a cualquiera…
―¿Usted también, hermano Valerio? ¿Usted también? ―resopló el Abad.
Valerio se encogió de hombros antes de dirigirse hasta el paso de la entrada; el Abad le había encomendado tomar nota de los últimos difuntos en el libro de registros y hacer la guardia correspondiente. Encontró los útiles de escritura y los libros parroquiales en la mesa; si bien el libro de bautismos estaba cubierto por una pátina de polvo y sepultado por cachivaches, el volumen que le tocaba actualizar solía dejarse abierto para ahorrar tiempo. Dentro de lo desangelado del temporal, se aventuraba un día tranquilo, así que Valerio se acomodó en la banqueta y tomó la pluma. "Sr. D. Pedro Fouces Torto, 37 años, muerte por viruelas. Dios le tenga en su gloria.", escribió con la mejor caligrafía de la que fue capaz. "Sra. Dña. Amelia Bastida Castro, 40 años, muerte por úlceras. Dios la tenga en su gloria." Y siguió así durante un buen rato hasta que escuchó un ladrido en el exterior que conocía muy bien.
El fraile se levantó inquieto ante la llamada del perro. En un principio, el hermano se alegró de saber que el fiel can seguía vivo, pero le costaba entender cómo se las había arreglado para escapar a través de la valla del huerto y sobrevivir en el exterior. Así que se envolvió bien en la túnica y descorrió el pesado cerrojo metálico de la cancela. Entrecerró los ojos y se encogió, como si así pudiera protegerse del beso glaciar. Entonces, vio al peludo sabueso echado sobre las piedras del dintel. Tenía la lengua fuera en señal de saludo y le devolvía una mirada más brillante que de costumbre, como cuando había comido cosas que no debía. El hermano Valerio se agachó para agarrarle del pescuezo y tirar de él hacia dentro. Sin embargo, no tardó en darse cuenta de que el animal no había venido solo. Apenas dos pasos por detrás de él, una figura encapuchada y cubierta por una capa raída se erguía silenciosa sobre la nieve.
―¿Puedo ayudarle? ―musitó Valerio.
―Es un buen perro ―repuso el visitante―. Aunque debería asegurarse usted mejor acerca de dónde mete el hocico.
Por su acento, el fraile notó que no era de por allí. La capucha no le dejaba distinguir más rasgos que los ojos, de un verde abisal y que casi no pestañeaban.
―¿Es usted peregrino? ―volvió a intentarlo el hermano―. No es el momento ideal para deambular solo por los caminos.
―Lo soy. La ventisca me cogió por sorpresa al salir de Villafranca, pero parece que he tenido suerte de encontrar este paraje santo.
―Sin duda. Si tiene la bondad de acompañarme, podemos ofrecerle un almuerzo humilde y un catre… a cambio de la voluntad. No se lo pediríamos en otras circunstancias, pero la nevada ha estropeado el poco alimento fresco que nos quedaba y…
―No habrá problema. Aunque no tengo mucho que darles, espero que sea suficiente para cubrir los gastos que ocasione a esta buena comunidad cristiana.
El monje condujo al forastero hasta la lumbre de la cocina, donde uno de los novicios se entretenía preparando las viandas de la comida. Tras posar el pesado fardo en el suelo, el visitante se deshizo del embozo, dejando al descubierto a un tipo flaco y pálido. Tenía las cuencas hundidas y los pómulos muy marcados. Se había perfilado la barba quizá unos días antes, y el cabello oscuro y lleno de rizos le caía por la frente en forma de mechones deslavazados. Se presentó como Guillermo, y dijo ser escritor.
―Vengo de la capital ―explicó―. Aunque me temo que no traigo demasiadas noticias de por allí; mi salud es delicada y me ha tenido postrado hasta poco antes de emprender esta peregrinación.
―¡Pues nadie diría que está enfermo! ―mintió Valerio―. Es usted un hombre con arrojo. Yo no me habría echado al monte con este temporal.
Guillermo bajó la vista y tosió un par de veces.
―Solo así pueden expiarse ciertos pecados ―dijo sombrío.
Un escalofrío recorrió el espinazo del hermano Valerio y le recordó sus viejos dolores lumbares. Decidió cambiar de tema mientras partía una nuez con la palma.
―Dice usted que es escritor. ¿Qué es lo que escribe?
Valerio pudo ver cómo a Guillermo se le animaba el semblante.
―Si me perdona la osadía, le diré que he hecho casi de todo: he escrito obras teatrales, he presentado ensayos y hasta he trabajado en la redacción de un diario. Pero lo que de verdad me apasiona son los relatos.
―Ah, ¿sí? ―saltó el novicio llagado pasándose la mano grasienta por la frente―. ¿Qué tipo de relatos escribe usted? Disculpe la indiscreción, son muchas horas en soledad las que pasamos aquí.
―Pues confieso que… ―dudó Guillermo―. Confieso que estoy muy interesado por lo sobrenatural.
El hermano Valerio torció el gesto.
―¿Qué quiere decir con lo sobrenatural?
―Ya sabe… narraciones fantásticas. Al estilo de las que escribía los maestros Byron y Polidori o el gran Edgar Allan Poe.
―Desconozco quienes son aquellos de los que habla.
―Baste saber que eran seres sensibles. Dios, en su infinita sabiduría, les dotó de una percepción mayor para comprender aquellos hechos cuyo significado negaba a los demás. Existe un mundo… sí, existe un mundo distinto a éste que habitamos. Ese lugar lo pueblan las ninfas, los espíritus de la naturaleza y las almas que han aprendido a volar libres tras la muerte, pero también es territorio de demonios y pesadillas eternas. Y no me refiero al camposanto que todos pisamos tarde o temprano. Esto es algo mayor, hecho para los instintos de hombres rebeldes que no temen enfrentarse al vacío, aunque ello les reporte la locura o la incomprensión de sus semejantes. Los escritores estamos malditos, hermano Valerio, y estamos influenciados por la sangre.
―Vaya ―el monje arqueó las cejas―. A mí sí que se me ha helado la sangre. Cualquier otro le echaría a patadas de este convento por blasfemo, así que ni se le ocurra contarle este tipo de historias al Abad. Pero no negaré que, a la vez que me haba inquietado, también me ha causado una gran curiosidad con su narración.
―Y así es cómo debe ser ―Guillermo se levantó de la mesa y volvió a toser―. Ahora, y si me disculpa, me gustaría presentar mis respetos al superior de este monasterio y descansar unas horas antes de la misa.
El hermano Valerio fingió una mueca de asentimiento y se escabulló. Se negaba a admitir que los desvaríos de aquel hombre le habían intrigado. Cuentos para niños y viejas de poco rosario, señoras sucias y desaliñadas que se creían meigas, gnomos que anidan debajo de las setas y hasta demonios cornudos dispuestos a enjaular el alma por unas monedas; en resumen, nada que motivase su preocupación. Sin embargo, había algo en la vehemencia de Guillermo que creaba dudas, algo en su forma de dejar brotar la palabra e hilar argumentos fantásticos hasta las últimas consecuencias. Hablaba como un visionario, como un profeta de las letras. Parecía que el huesudo peregrino hubiese habitado en realidad los parajes ocultos de los que disertaba y que incluso hubiese cenado con los siervos prohibidos de la antigua Madre Tierra. Aunque también puede que fueran sus ojos, pensó el monje. Había un resplandor en ellos que parecía hablar con más claridad que las palabras, un resplandor que no era de este mundo.
Valerio alejó las pulsiones profanas de su cabeza con un bufido y se dirigió a la biblioteca. Se dispuso a rebuscar entre los volúmenes de las estanterías. Byron, Polidori, Poe… estaba seguro de que había visto antes esos nombres antes. Abrió un libro, leyó entre líneas y lo cerró. Echó mano de otro. Y de otro. Y luego de otro. Decenas de legajos escritos en lenguas antiguas pugnaban por desvelar sus secretos y novelas pecaminosas buscaban seducir a su lector. Unos dedos expertos revolvían almanaques esotéricos con nerviosismo y repasaban grimorios de dudosa veracidad. Se sumergió en páginas interminables que daban pie a párrafos largos como el mañana, y estos, a su vez, a frases que no tenían punto. El fraile seguía bajando por las escaleras imaginarias del delirio. Las palabras ya le cubrían casi por el pecho, pero él era un explorador que escrutaba cuanto papel escrito caía en sus manos. Siguió descendiendo durante lo que parecieron horas, hasta que el abecedario al completo sacó los dientes del sueño y le mordisqueó los párpados.
Doce golpes colosales, doce batacazos sonoros como la pisada de un gigante, trajeron al hermano Valerio de vuelta. Su corazón bombeaba sangre con violencia. ¿Doce tañidos? ¿Acaso es ya medianoche? Es imposible, pensó. Pero, al mirar por la ventana, se encontró con que la luna se había transformado en un inmenso y perfecto orbe blanco. Se había perdido la misa y hasta la cena, pero ¿por qué nadie había venido a buscarle? Recogió el candil y salió de la biblioteca a la carrera. Los pasillos exteriores que daban a las celdas estaban completamente a oscuras. La puerta del Abad estaba abierta y la estancia vacía. Lo mismo ocurrió con las habitaciones de los novicios, con la de Guillermo y hasta con la suya propia. ¿Dónde habían ido todos? La cocina también estaba desierta, así como el refectorio o la sala capitular. Ni siquiera el perro estaba allí. El fraile había comenzado a sentir sudores fríos que resbalaban por la espalda y empapaban la túnica. De repente, una decena de aullidos a lo lejos rompió el silencio de la noche. Los pelos de los brazos se le erizaron y tragó saliva. Después, corrió hacia la única parte de la abadía que no había revisado: la iglesia.
El penetrante olor a incienso le marcaba el camino. Redujo el paso al llegar a la puerta de la sacristía y entró sin hacer ruido. Al asomarse a la nave central, Valerio notaba el temblor en sus rodillas. Sabía que nada de aquello era normal. Se pegó a la pared y fue arrastrándose hasta el interior del edificio. Entonces, el monje enfocó los ojos y distinguió algo. Se trata de un bulto en la primera bancada, que se agitaba ligeramente y parecía emitir gemidos extraños.
―¿Hola? ―se atrevió a susurrar Valerio.
Pero no hubo respuesta. El bulto seguía tiritando, así que el fraile resolvió que se acercaría despacio. Intentaba no hacer ruido, pero la respiración era cada vez más ronca y las palpitaciones de las sienes no frenaban. Cuando estuvo próximo, se dio cuenta de que estaba ante una forma animal. Se trataba de su desdichado can. Estaba cubierto de heridas empapadas, como si unas fauces enormes le hubieran asestado unas dentelladas infrahumanas.
El fraile supo que debía huir de allí de inmediato, así que echó a correr hacia la puerta principal. Tiró del cerrojo con todas sus fuerzas y maldijo, pero el portón seguía cerrado. Alguien la había atrancado desde fuera. Se percató, entonces, de que una sombra de la talla de un gigantesco adulto lo había engullido desde detrás. Se giró con lentitud y se encontró con la bestia. Caminaba erguido, su rostro era alargado y brutal como el de un cánido, remataba en una nariz húmeda y tosca y estaba cubierto de pelo negro, pero sus ojos… sus ojos refulgían con el verde más furioso que el monje hubiese visto en su vida.
―¡No, no, no! ¡Por favor! ―gritó Valerio―. ¡Yo no he hecho nada!
Se lanzó a la carrera por entre los bancos con torpeza hasta que tropezó y cayó de bruces. Un gruñido infernal que simulaba una risa se le clavó en la espalda.
―¡Puedo darte lo que quieras! ―Valerio lloriqueaba desesperado―. ¡Hay comida, queda comida!
Pero aquel demonio lóbrego y peludo tenía claro lo que quería comer. Retiró los bancos de un zarpazo antes de agarrar a Valerio por la pechera, alzarlo con la facilidad de una pluma y abrirle el pecho con sus garras. El monje se orinó con dolor. La vista se le nubló y los jadeos lupinos de la sombra comenzaron a parecerle lejanos. Dejó de escuchar los aullidos del exterior y el incienso se convirtió en su nuevo oxígeno. Ni siquiera sintió los colmillos gélidos desgarrar carne y hueso, cortar venas, tendones, arterias y extirpar la esperanza. Una sola palabra se le impuso con claridad antes de que el horror y la nada se lo tragasen: lobishome.
***
Cuando el hermano Valerio se despertó, un ser viscoso y húmedo se paseaba por su mano. El monje se levantó de la banqueta aterrado y reprimió un grito. Medio segundo más tarde, comprobó con alivio que tan solo se trataba del habitual saludo del perro en forma de babas. Los ojos abotonados del can le miraban inocentes, con la misma expresión que cuando había comido cosas que no debía. Valerio estaba en la mesa junto a la cancela de la entrada, pero no recordaba cómo había llegado allí. Al alzar las manos vio que tenía los pulgares manchados de tinta y también el perfil izquierdo de la cara. "Debo de haberme dormido sobre el libro de difuntos mientras lo actualizaba", pensó. Sin embargo, la luz que se colaba por las rendijas de los sillares le indicaba que estaba amaneciendo y se extrañó. ¿Cuántas horas llevaba de sueño? El frío y lo incómodo de la postura se le habían pegado a la espalda y una terrible migraña le martilleaba las sienes. Intentó ordenar su cabeza sin éxito y liberó una tos nerviosa hasta entonces desconocida. Al apoyarse en el escritorio reparó en la nota manuscrita que alguien había dejado bajo el peso de dos reales de plata:
"El que tiene imaginación, con qué facilidad saca de la nada un mundo.
Gracias por vuestra hospitalidad.
Fdo.: Guillermo, el escritor"
El Hermano Valerio abrió mucho los ojos y se guardó el papel en el bolsillo para santiguarse tres veces consecutivas. En los días que siguieron a la helada en O Cebreiro, el fraile no tuvo que pensárselo mucho antes de agarrar una pala y ponerse a sacar nieve de la huerta como un poseso.
Relato muy correcto, con homenaje a nuestro oficio inclusive jeje Cuatro estrellas:
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