Un par de débiles truenos retumbaron al atardecer: la tormenta se acercaba. Un copioso manto gris cubría el cielo de la taiga siberiana dejando apenas vislumbrar una que otra estrella y, casualmente, el plateado brillo de la luna llena. Un grupo de cuatro lobos avanzaban sin prisa esquivando pinos y álamos, no llevaban ninguna formación en particular, ni la clásica línea para las distancias largas ni la disposición en círculo que usaban para cazar.
—Diosa... ¿Estás segura? — Se preguntó un lobo delgado, gris y muengo disminuyendo la marcha y volteando hacia el cielo. Podía sentir las señales de la inminente tormenta en su cuerpo y eso lo ponía nervioso. Los pasos del líder de la manada, quien a la vez era su padre, le sacaron de sus cavilaciones, pero sin darle tiempo de evitar una dentellada en la grupa mientras este le adelantaba. Era su manera de decirle que bajara a la tierra y pusiera atención al bosque.
Bajó la cabeza mientras ignoraba las burlas de los otros dos lobos que les acompañaban, el muengo sabía que no era ni el más rápido ni el más fuerte del grupo y que por eso, según las leyes de la manada, debía soportar este tipo de cosas; era la ley del lobo y, aunque no le gustase, Padre tenía razón: El bosque era peligroso y el mínimo descuido podía matarte. Sobre todo, en noches como aquella.
***
—¿Qué haces? —Recordó el muengo que le había preguntado hace mucho tiempo el nómada, un lobo negro que entraba y salía de la manada cuando le convenía y que, cada cierto tiempo, se atrevía a competir por el liderazgo del grupo.
—Escucho a la Diosa —ladró él sin pensarlo y sin apartar la vista de las alturas. El disco de la luna se asomaba vigilante casi por completo por entre las nubes como un plateado guiño hacia la tierra —Me cuenta cosas, en sus cambios, en sus formas. Me dice cuando es mejor la caza y cuando no...
El nómada lo miró un instante con la cabeza ladeada. Tras un momento chasqueó la lengua y dio media vuelta.
—Eres raro ¿sabes? hueles raro también... no sé por qué —dijo sin mirar atrás— Es mejor que tu padre no te oiga decir esas cosas. No son cosas de lobos.
***
Volvió a mirar de reojo al cielo mientras alcanzaba al resto de la manada. Era verdad de que a Padre no le gustaba que hablara de las cosas que la Diosa “supuestamente” le susurraba en el oído, pero ni siquiera él podía negar que sus consejos siempre habían resultado en cacerías exitosas, abundantes y sabrosas. No, él no podía cerrar la nariz ante los resultados.
Padre: su líder. Lo miró detenerse sobre una roca con las orejas en punta y los poderosos músculos tensos bajo el pelaje gris oscuro que relucía con los últimos rayos del mezquino sol siberiano, era el lobo más grande y fuerte que había visto nunca y había llevado la muerte en su hocico a un centenar de presas. Era imposible no admirarlo, seguirlo y sentirse intimidado por su majestuoso porte. Oteó el aire con la nariz levantada, a esas alturas ya podía sentirse el aroma de la sangre del oso herido que debían atrapar y se adentraba en sus fosas nasales alimentado sus instintos. Los otros dos lobos se removieron inquietos, apenas podían contenerse. Padre siempre decía: —“Un lobo debe anhelar la sangre, un lobo con compasión no come, un lobo que no come, muere”— Sí, él seguramente estaría orgulloso de ellos si fuesen sus hijos.
***
—¡¿Por qué no atacaste?! —Le había gruñido esa mañana su padre por haber dejado escapar un oso herido por el costado del círculo de caza que él debía proteger—¡Era presa fácil y la dejaste escapar!
—Yo... tuve miedo, lo siento —mintió sin poder confesar que la Diosa se lo había ordenado. El mordisco que casi le sacó la oreja fue casi tan doloroso como la humillación.
—¡No quiero que vuelvas a desobedecerme! ¡No se deja escapar la comida! —Padre había enseñado los colmillos mientras gruñía y él se echó al suelo con el cuello descubierto en señal de sumisión.
—Lo siento— gimió como un cachorro —No volverá a pasar, ¡la buscaré! — suplicó. Su padre le miró con rabia y, tras un amago de morderle la otra oreja, se alejó gruñendo.
Corrió hasta que dejó de oír las burlas de la manada. No encontró el rastro del oso hasta que el sol estaba en el punto más alto de su recorrido. Apenas caminaba y la sangre perdida iba formando un camino de rojas migajas tras él. Con paciencia siguió al oso y sólo se acercó cuando este perdió la conciencia por el agotamiento. Sólo un par de mordiscos y el trabajo estaría hecho. No era algo tan difícil ¿verdad?
Acercó el morro a su garganta y respiró la deliciosa mezcla de sangre y sudor. Con nerviosismo abrió las mandíbulas y se quedó así, inmóvil con la amenaza congelada como las hierbas a su alrededor. No podía hacerlo, él no podía hacerlo.
Pero sabía quién sí.
***
Padre arqueó la cabeza hacia arriba y soltó un emotivo aullido con una profundidad que sólo él podía otorgarle. El pelaje del muengo se erizó bajo su efecto y todo lo que significaba: en ese momento todas las criaturas del bosque sabían que la manada estaba de cacería y que no le importaba si se enteraban. No pudo evitar reparar en el brillo de los dorados ojos de sus compañeros: hambrientos y salvajes, la muerte hecha carne. Padre saltó de la roca y se internó en la espesura y, como uno solo, ellos le siguieron. Corrieron cuesta abajo en formación circular, saltando nudosas raíces y esquivando los altos árboles, siguiendo ciegamente la ruta que la Diosa había elegido para esta ocasión.
A medida que se acercaban a la fuente del aroma fue quedándose poco a poco más atrás. No quería verlo, no quería escuchar los huesos de la presa quebrarse, la carne desgarrarse y oler sus heces abandonando el cuerpo muerto, todo eso lo enfermaba.
—Sólo unos momentos más —pensó— y todo habrá acabado.
De un salto Padre y los otros superaron la pila de troncos caídos que cubría una hondonada en el terreno. El aroma antes casi imperceptible ahora era intenso y apetitoso y estaba colmado del olor de la incertidumbre y del miedo. El lobo más débil de la manada se acercó con cuidado mientras oía los gemidos de terror de la presa al ver aterrizar frente suyo a sus verdugos.
Padre lo miró interrogante cuando llegó, el cuerpo del oso muerto yacía a medio devorar a un costado y una extraña criatura se agazapaba contra los troncos. Tras un momento de duda el líder gruñó y sus compañeros se abalanzaron sobre la pequeña y aterrada bestia destrozándola con sus dientes. El muengo desvió la vista.
***
Había encontrado a la criatura extraña unos días atrás. No era más grande que él y tenía un hocico plano y sin vello. Caminaba reptando, aunque se notaba que era una bestia bípeda. Estaba herida: una de sus patas colgaba inerte y olía a sangre seca. Le observó un rato en silencio mientras esta devoraba con avidez los frutos de un arbusto congelado. —comida de Reno— pensó.
La cubría un cuero grueso, correoso e irregular. Se veía débil, como un cachorro, tanto que hasta él mismo podría haberle dado muerte si lo hubiese intentado. Pero no, la Diosa no quería eso: debía dejarle vivir.
Llevado por la curiosidad no se dio cuenta de que había abandonado el anonimato tras los árboles y la criatura soltó un gritó de espanto. Sobresaltada se encogió, temblando, contra un tronco caído.
—No te haré daño —ladró con suavidad, pero no pareció entenderle. Dio un paso adelante y, para su sorpresa y espanto, la criatura se sacó una de sus patas traseras y la lanzó sobre su cabeza. Asustado se alejó unos pasos y otros miembros amputados volaron por encima suyo. Definitivamente era una criatura muy extraña.
***
El lobo muengo se mantuvo alejado de la escena resistiendo el fuerte llamado de la sangre derramada. Su padre avanzaba hacia él mientras sus compañeros se disputaban parte de la presa. Debía someterse, era lo que Padre esperaba. Luego sería interrogado y juzgado, quizás hasta asesinado. Pero esta vez no le daría en el gusto.
Retrocedió gruñendo ante el asombro de todos y sin previo aviso se alejó internándose en la espesura. Una fina nevada comenzó a caer y oró por que no cubriera el rastro dejado en la tarde. Si le alcanzaban antes de tiempo sería lobo muerto y sólo contaba con la sorpresa de haber huido como ventaja inicial.
El rabioso aullido de su Padre atravesó el aire de la taiga y lo hizo estremecer mientras saltaba esquivando un grueso árbol. —Así que esto es lo que se siente ser la presa— murmuró tratando de vencer el miedo y los instintos que le inducían a detenerse y a aceptar su posición en la naturaleza.
—¡No! —aulló a la noche mientras saltaba un par de rocas y esquivaba unos arbustos —No caeré, por la Diosa, ¡no me someteré!
Evitó unos árboles a duras penas, el pecho le dolía por el sobresfuerzo y los músculos bajo la piel comenzaban a fallarle, si sus oídos no le engañaban, los pasos que se oían a su espalda era la manada dándole alcance. Pasaron solo unos momentos antes de que pudiera ver sus sombras rodeándole tras los troncos de los árboles. No lo atacaban: sólo se acercaban lo suficiente para desviarlo de su camino: Lo llevaban hacía el risco.
La pared de roca se le antojó burlesca en la oscuridad, —¿no había sido él mismo quien les había sugerido esa táctica? —pensó mientras se detenía y se dejaba vencer por el dolor que atenazaba su pecho y las punzadas que hería su carne. Padre y sus compañeros salieron de entre los arboles con los labios recogidos. Una lenta avalancha de dientes y gruñidos.
—¡QUE SIGNIFICA TODO ESTO! —gruñó Padre mientras se acercaba dibujando una media luna entre él y la pared de roca que tenía a su espalda —¡¿QUÉ PRETENDIAS CON ESTE ENGAÑO?!
—NOS MENTISTE... NOS DIJISTE QUE IBAMOS TRAS EL OSO CUANDO NOS LLEVASTE CON ESE... CON ESE... ¡CON ESE MONSTRUO! PODRÍA HABER SIDO PELIGROSO ¡UN LOBO NO ENGAÑA A SU MANADA!
Con cada gruñido se acercaba más hacia él, cada paso más cerca de la muerte. Se agazapó contra el risco a sabiendas de que si se movía el círculo de lobos se cerraría y sería su fin. Un débil rayo de luna se coló por entre las nubes y el ligero malestar que venía sintiendo desde que se había puesto el sol aumentó desproporcionalmente.
Un fuerte ardor comenzó a subir desde su estómago y a extenderse por todo su débil cuerpo. Padre, quizás presintiendo que algo pasaba, dio unos pasos atrás. El muengo cerró los ojos y apretó los dientes con tanta fuerza que pudo sentir el sabor de su propia sangre en la lengua. Se encorvó presa de un dolor insoportable y, encomendándose a la Diosa, dejó salir toda la tensión en un largo y sonoro aullido que retumbó en toda la taiga.
Un rechinar de huesos y de piel tensándose llenó el ambiente y se confundió con la orden que su Padre daba de atacar. Sintió como sus músculos se endurecían y doblaban de tamaño, como se alargaban sus huesos y como crecían sus dientes y las garras de sus patas despedazando los tejidos a su paso. Uno de sus compañeros se lanzó sobre él y el muengo, en un alarde de fuerza, lo mandó a volar de un zarpazo. Pudo notar que los dedos de sus patas delanteras se habían alargado y el pulgar contrapuesto en una especie de garra. Sintió un dolor en el hombro que le obligó a girar; el lobo negro colgaba a escasos centímetros del cuello. Se retorció de dolor y, con la ayuda de sus nuevas patas prensiles, logro desprenderse del atacante y arrojarlo contra un árbol. Padre aprovechó la distracción y le saltó encima también, mas no le costó agarrarlo por la molleja y librarse de él como había hecho con los demás. Aulló una vez más procurando que sonara lo más fuerte posible mientras su cuerpo seguía cambiando y creciendo, ¡si eso seguía así sería incluso más poderoso que Padre! ¡más poderoso que cualquier lobo que jamás hubiera pisado la taiga!
Pero se equivocaba y, antes que pudiera darse cuenta, comenzó a empequeñecerse de nuevo y un nuevo dolor mucho más fuerte le recorrió de la cabeza hasta la cola. En la agonía tropezó hacía atrás y cayó sobre sus cuartos traseros. Notó entonces que su cola casi había desaparecido, como la mayoría de su pelaje dejando a la vista una piel pálida con sólo un poco de vello sobre ella; el frío se sumó a su sufrimiento y pudo sentir el entumecimiento de la piel expuesta a los elementos. De las poderosas garras que había disfrutado hace unos momentos ahora sólo quedaban unos rastrojos planos, pálidos y apenas curvos. Sintió que el pánico se apoderaba de él y se hacía espacio junto al dolor que atenazaba su carne, ¿eso era todo? ¿ese era el fin de las visiones que la Diosa le había entregado?
Padre y los demás se acercaron con recelo, rodeándolo, y volvieron a gruñir con una rabia sazonada por el miedo que les producía aquella extraña criatura que antes era un lobo como ellos. A la primera señal se lanzaron con las fauces abiertas contra él, quien no halló más respuesta que cubrir su cara y cuello con el antebrazo desnudo y cerrar los ojos ante la inminente muerte.
Tres truenos resonaron en la oscuridad y se hizo el silencio, ningún gruñido se escuchaba alrededor. El que antes había sido el lobo más débil de la manada abrió los ojos y se asombró al ver los cuerpos de sus atacantes tendidos en el suelo mientras la sangre teñía de rojo la poca nieve que había resistido su anterior batalla. Levantó la vista, tres extrañas criaturas bípedas, como la que la manada había asesinado hace un instante, se acercaban hacía él. Una de ella apuntó una especie de tronco delgado y un rayo de luz le alumbró el rostro. Suspiró, por un momento había pensado que no alcanzarían a llegar.
***
Eran tres, los había encontrado justo después de dejar al oso inconsciente a los pies de la otra criatura extraña. Tres más de la misma raza desconocida pero más grandes, adultos.
Se desplazaban uno tras otro sobre sus patas traseras y estaban cubiertos de la misma piel suelta e irregular que la otra criatura llevaba encima. Llevaban un madero de un extraño mineral colgando de la cintura y largas varas atadas a la espalda. De vez en vez se detenían y, sentándose en la nieve, devoraban los restos de una presa inidentificable mientras conversaban. Parecían buscar algo con desesperación y él se imaginaba que es lo que era.
Llegó a la hondonada corriendo y observó a la extraña criatura herida comer un trozo del oso escondido bajo el árbol caído.
—Si siguen ese camino jamás le van a encontrar —pensó, sacando sus propias conclusiones y no pudo evitar sopesar si esas tres curiosas bestias podrían hacerle frente a Padre y a los otros dos miembros del círculo de caza.
Furtivamente se acercó a uno de los trozos que esta le había lanzado antes y lo examinó: no había carne adentro. Con un poco de repulsión lo cogió entre sus dientes y corrió a dejarlo junto al risco. Repitió el proceso una y otra vez hasta dejar un rastro que la manada de bestias extrañas pudiera seguir.
***
En posición fetal, temblando de frio y miedo, el transformado contempló la escena. Tres cuerpos de lobos yacían a cada lado inertes sobre una mancha de nieve roja; sólo su padre quedaba con vida, apenas. Su pecho subía y bajaba con dificultad y los interiores se escapaban apetitosos por un costado de su cuerpo. Una de las criaturas bípedas se acercó al cuerpo agonizante y habló en un idioma que no logró entender.
— Der'me!... no había visto nunca uno tan grande.
Acto seguido puso la punta de otra vara más larga en la cabeza de su padre y, con un trueno que le retumbó hasta el alma, la redujo a apenas una mancha en la nieve. Sintió como se le revolvía el estómago y todo su contenido se le escapaba por la boca.
Las criaturas murmuraron un rato mientras él se limpiaba la comisura de los labios. Uno de ellos se acercó y, desprendiéndose de una sus pieles, cubrió su desnudez mientras le ayudaba a levantarse.
—Dejar tus propias ropas cómo rastro sí fue una maldita buena idea...—dijo mientras le examinaba la herida de la oreja— claro, podrías haberte congelado, pero sirvió para que te encontráramos...No habrás visto a un muchacho por acá... ¿Ne? claro, olvídalo...—
Él los miró sin entender se dejó llevar por ellos hasta lo que parecía ser un cubil formado de extrañas cavernas hechas de piel. Lo abandonaron dentro de una de ellas cubriéndolo con algunas de esas gruesas pieles que no eran suyas. Cuando se halló solo se sentó y miró a aquel nuevo mundo que le rodeaba. Había más de esas pieles ordenadas en una esquina, restos de presas envueltas en un extraño material y los extraños palos portadores de muerte apoyados en la entrada. Las palabras de su padre volvieron a llenar sus oídos.
—Un lobo no engaña a su manada.
—Tienes razón Padre... —murmuró levantándose apenas con una de esas pieles encima —Un lobo no engaña a su manada... Pero el otro animal que yo soy...
Cogió un palo de esos que destruían en cada mano y salió del refugio.
Tres truenos retumbaron al amanecer, La tormenta había llegado a la taiga.
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.