Balaz, muertos y un garrapato llamado Stinki
Nuevo relato candidato al I Concurso Warhammer 4OZ
Se llamaba Morrdakka, era verde, medía casi dos metros de ancho, cicatrices horrendas recorrían todo su cuerpo, las más espantosas estaban en su cráneo, era un mercenario, era un orko.
Aunque todo pielverde “dezente” tendría algo que decir al respecto: no.
Hacía tres semanas recibió un encargo interesante de parte de un señor planetario exiliado, diez cajas grandes llenas de granadas y munición por cargarse a un etero tau, y era sólo la mitad del pago. Morrdakka estaba encantado, hacía años que un maldito azulao le había reventado una de sus piernas de un disparo. A veces el implante le picaba y sonreía con tristeza, algo imposible en un orko normal. Recordaba con una extraña alegría aquella batalla: habían perdido pero fue divertido. Echaba de menos aquella sensación de alegre desinterés por su salud, había días en los que se desesperaba por no oír el alarido dentro de su mente.
Bajó a la superficie del planeta escondido entre una lluvia de meteoritos que había provocado cuando estaba aún a la altura del quinto planeta de aquel sistema. Contuvo su aliento mientras las defensas espaciales de los azulaos le apuntaban con sus inmensos cañones de iones de feo aspecto. Estaba nervioso, acariciaba a Stinki con fuerza y él le respondía con mordiscos cariñosos.
Tuvieron suerte, no dispararon.
-Trankilo, chaval, ezta tarde komeraz karne de kara pez.
No sabía el nombre que tenía aquella roca selvática, ni le importaba: era sólo el tercer planeta de un puñetero sistema en disputa entre rozadoz y azules, y cuando llevaba ya doce minutos era una roca selvática con mosquitos inmensos chupasangre.
-¡Mierda, joder, bazura de trazto!
La computadora de navegación había calculado mal las distancias, la nave se había estrellado demasiado lejos y tardaría dos malditos días en llegar a la colonia. El tiempo no le importaba, le reventaban los mosquitos.
-¡Malditoz cabronez!
Sacó casi cien kilos en armamento de su nave, una lata con capacidad de salto disforme limitada, cien kilos de puro poder destructivo. Tenía que matar a aquel etéreo tau, por tanto era evidente que también tendría que dar muerte a todos los idiotas que lo defenderían a muerte.
Recordó calzarse las botas azules de la buena suerte.
Stinki le seguía a bastante distancia, disfrutaba mucho de aquella selva llena de animales de carne blandita y jugosa que huían de él. Un par de depredadores felinoicedos intentaron acorralarlo; uno murió, otro fue horriblemente mutilado por la inmunda mascota. Murió dos horas después.
-¡Deja ya de jugar!
Al final del primer día de viaje se encontraron con un grupo de caza kroot, doce guerreros de piel marrón selva perfectamente adaptados a aquella inmundicia de planeta. Los mosquitos les dejaban en paz.
“Kapulloz”
Por supuesto les emboscó, si no lo hacía él lo harían ellos y no sería nada bueno. Perseguían a una criatura similar a una babosa gigante a la que habían herido de muerte. Morrdakka ordenó a Stinki meterse dentro de un árbol cercano y, tras matar aquella cosa, introdujo en su estomago un par de granadas. Luego esperó escondido a los kroot.
Y cuando la granada explotó, cuando el garrapato salió con apetito salvaje, cuando el caos reinaba, el orko surgió blandiendo su enorme rebanadora serrada, aplastando los débiles cuerpos alienígenas. Maldijo por no poder disfrutar de aquello.
“¿Dónde eztaz?”
En menos de dos minutos todo había acabado. Incineró los cuerpos y prosiguió su camino mientras masticaba una pierna cocinada a base de granada. No se encontraron con nadie más durante el resto del viaje, hasta que llegaron a la colonia tau claro.
El muro defensivo medía cuatro metros de alto, había dos patrullas de diez o doce guerreros azulaoz moviéndose por el perímetro. También había rozadoz traidores, aunque de momento no veía una maldita armadura de combate.
Dio un par de golpes a Stinki, que no dejaba de jadear y babear.
Esperó a la noche escondido en un viejo edificio imperial abandonado. Aquel mundo no tenía lunas, le gustaba aquello, le venía bien aquella oscuridad total. Se puso las chaflaz de ver en la ozkuridad, y metió su garrapato en la mochila, ya había paseado demasiado.
Tenía un plan: poner cargas explosivas imperiales en la puerta norte y luego entrar por la sur contando con que los soldados karapez creyesen que les atacaban los rozaoz. Era el mejor plan que se le ocurría.
Y funcionó. Tan rápido como los guardias dejaron de vigilar la puerta sur se coló dentro de la colonia, topándose con colonos de dos colores que gritaban y corrían con armas de calidad diversa, tropezaban y se caían todo el rato en la oscuridad.
Aquello era gracioso.
Dejó de parecérselo cuando se topó con una armadura Apocalipsis. Antes las odiaba, era un peligro, le habían quitado la gracia a la guerra matando a docenas de los suyos antes de que pudiesen luchar de verdad. Ahora las odiaba solamente por ser unas cabronas peligrosas.
Se giró y disparó, Morrdakka casi gritó al ver como un edificio perdía una de sus paredes, pura suerte.
-¡Eztoy preparado, kapullo!
Le apuntó con su piztola, que estaba cargada con proyectiles especiales pensados para matar aquellas latas cobardes.
-Toma balaz postapokalíptikaz, kabronazo.
Apretó el gatillo una sola vez, no hizo falta más: las balas penetraron el blindaje de la armadura de combate con facilidad, luego explotaron con tal fuerza nada quedó de la cabina, ni del piloto. También alertó a todos los colonos y soldados, algo previsible.
Empezó a buscar al etéreo; aquella noche iba a ser una noche larga, dura y sangrienta en la que no escucharía el aullido en su mente. Soltó a Stinki, le vendría bien su compañía feral y voraz, cariñosa a su modo.
Llenó el silencio del Waaagh con explosiones, gritos y gruñidos de garrapato.
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