Cita semanal
Intentaba controlar mi excitación mientras el ascensor recorría las nueve plantas que había hasta casa de Victoria. Tenía cuarenta y seis años, veinte más que yo, pero seguía siendo la mujer que más deseaba de cuantas conocía.
—Hola —dijo al recibirme con dos besos: el roce con su piel y su perfume provocaron un estremecimiento en mi erecto miembro—. Adelante. —Conocía bien el camino, así que fui directo al cuarto y me senté en el sillón, frente al espejo. Victoria colocó suavemente la capa sobre mis hombros y me revolvió el cabello—. ¿Como siempre?
—Sí.
La mujer giró alrededor de mí al tiempo que cortaba mi pelo. Yo la desnudaba con la mirada mientras tanto. Me encantaba su cuerpo rollizo, sobre todo sus tetas enormes, que quedaban casi al descubierto siempre que se agachaba por cualquier motivo. A veces me rozaba con ellas y en ocasiones era yo quien separaba el brazo para notar su contacto. Cuando Victoria terminó puso el lavacabezas detrás de mí y me enjabonó el pelo, enredando sensualmente los dedos en él, mientras yo me masajeaba la polla por debajo de la capa.
—Ya está —dijo girando el sillón—. Por cierto, ¿cómo está Pablo? —Se echó sobre mí para peinarme dejando sus sabrosos pechos a la altura de mi rostro.
—Bien. Mañana hemos quedado —respondí superando la tentación de meter la lengua entre ellos.
—Pues dile a mi hijo que venga a verme más a menudo —exigió mientras me acompañaba hasta la puerta.
Nos despedimos con dos besos que sabían a perfume familiar. Corrí a casa deseando que ese olor perdurara hasta entonces.
Mañana
Contempló el bello cuerpo que tenía enfrente al tiempo que notaba una terrible excitación apoderarse del suyo. La lascivia y la lujuria invadieron su mente mientras observaba como la voluptuosa muchacha se desabotonaba la blusa dejando entrever sus pechos, firmes y redondeados. Ella miraba fijamente sus ojos, con descaro y deseo, cuando abrió de golpe la camisa rosa. Aquellos pechos dejaron de ser una promesa para convertirse en realidad; los tenía delante, suyos, aunque no pudiera tocarlos, sentirlos. El acaloramiento interior estremeció sus fluidos, calentando su sangre, brotando la saliva y emergiendo el flujo en su sexo.
La muchacha soltó su bonito sostén y se tapó los delicados senos con las manos, aunque dejó escapar sus duros pezones entre los dedos. Se acariciaba con ternura, despacio, alargando la erótica sensación de la tersura de su piel, torturando a quien la observaba con cada movimiento mientras seguía mirándolo irónica y juguetona. Liberó sus turgentes pechos y desabrochó su falda; lentamente la deslizó por sus torneados muslos, asomando la pequeña braguita a juego con el sostén. Cuando la falda tocó el suelo y sin dejar de mirar, traviesa, introdujo su mano en el interior de la minúscula prenda y empezó a frotar; primero despacio, luego más rápido.
Ya no aguantó más y la imitó, los movimientos se acompasaban, entrelazados, tanto que llegaron juntos al orgasmo. El clímax les llenó de paz y placer. Entonces dejó de mirarla.
Mañana, mañana cuando cumpliera sus seis años, nueve meses y dos semanas de condena, sería de nuevo libre y ya no tendría que masturbarse mirándose en el espejo de su celda.
Durmió satisfecha.