¿Quién ha pasado la niñez sin sus monstruos y las reglas que había que seguir paso a paso para protegerse de ellos? ¿Quién no revisaba el interior de su armario, miraba debajo de la cama o dejaba encendida la luz de la mesita de noche para ahuyentar las sombras nocturnas? ¿Quién no entonaba sus rezos particulares a modo de exorcismo para los fantasmas que ocupaban las habitaciones cuando llegaba la noche? Hace tan solo tres meses, estos conocimientos de supervivencia infantil se hallaban desterrados en lo más profundo de mi memoria, pero es curioso como en cuestión de días, toda tu vida puede dar un vuelco que te haga retroceder a los años en los que orinarse de miedo en la cama era una realidad.
Hace tan solo tres meses, yo era un hombre. Director de una pequeña empresa en alza y con visos a prosperar, solvente, acomodado. Cabeza de familia, casado con una bella e inteligente esposa y padre de una preciosa niña de seis años de la que me siento muy orgulloso. Relativamente joven, lo que se dice un triunfador, sin ánimo de parecer narcisista. Hace tan solo tres meses, había cerrado un trato con una importante multinacional. Había llegado a la cumbre y estaba exultante. Aún no se por qué acepté la invitación a ese cóctel. Bueno si lo sé. Creo que pretendía demostrar que valía, que era uno de los grandes y que merecía estar entre ellos. Lo que no sé, es por qué aquella noche de hace tan solo tres meses, bebí más de la cuenta.
Mi padre había sido un alcohólico, de los catalogados como violento. Pegaba a mi madre y nos tenía completamente intimidados a mi hermano pequeño y a mi. El miedo era una constante en nuestras vidas. Hasta que una bendita cirrosis acabó con él una bonita tarde de verano, la pesadilla fue real. Durante esa época terrible, todas las mañanas mi madre encontraba grandes manchas acres en nuestros colchones. No sé que extraño mecanismo de defensa me hizo relacionar esos hechos con el trauma de sufrir esos arranques de violencia paterna. Ahora sé que no era por eso. El miedo por el día, nada tenía que ver con el terror de la noche. Es curioso como inventamos la realidad a medida que crecemos.
El caso es que me había jurado que nunca bebería tanto como para alcanzar el estado basal de mi progenitor. Y aquel día rompí un juramento y saturé mi sangre y mi cabeza de licor. Qué idiota. Ni siquiera sé como llegué a mi hogar sin causar un accidente. Afortunadamente, mi hija dormía en casa de una amiguita del colegio y mi mujer había aprovechado para salir a cenar con sus compañeras de trabajo, así que creo que les ahorré ese espectáculo lamentable. Sé que caí como un fardo en nuestra gran cama de matrimonio. Una hora después o así, me pareció que mi mujer llegaba y que en su incursión entre las sábanas, me desplazaba ligeramente sobre la cama, de tal forma que mi mano derecha debió quedar fuera, colgando libremente. Les aseguro, que en mi estado de sopor etílico, no me importó lo más mínimo.
La mañana me saludó con una bonita resaca. Me moví torpemente, intentando no despertar a mi esposa, que roncaba plácidamente a mi lado. Quise levantarme para ir al baño, así que me apoyé con ambas manos sobre el colchón. Sólo que la palabra ambas carecía ya de valor, porque donde debía estar mi mano derecha, únicamente hallé un muñón con los bordes ennegrecidos.
El grito debió despertar a todo el vecindario. No me avergüenzo de gritar, a los cinco segundos mi mujer se había unido a mí, un auténtico dúo de alaridos histéricos. Lo peor de todo es que entonces (y dadas las dimensiones de la borrachera de la noche anterior) yo no tenía idea de lo ocurrido con mi mano. Y no sabía que contarle a mi esposa, que ahora lloraba mientras me agarraba del muñón.
Obviamente, la confesión de los hechos hasta donde los recordaba, no ayudó mucho en nuestra relación, que si no rota, en aquel momento quedó muy deteriorada, aunque aún no sabíamos cuanto. El trago más amargo, fue inventar una historia medianamente creíble para intentar explicarle a mi hija lo que le había pasado a la mano de su papá. Asombrosamente, fue la que mejor lo aceptó. Ahora sé que tenía sus propias teorías sobre el tema y que en realidad, era ella quien nos engañaba fingiendo creer nuestras mentiras.
Me tomé una larga baja en el trabajo, con ánimo de reponerme del incidente. Mi mujer, que aún intentaba disimular la ruptura, propuso pasar un fin de semana en la casita del campo, con la niña. ¡Ojalá no hubiera accedido, deseoso de recuperarla de nuevo! Pasamos un día tranquilo, comiendo junto al río y observando los pájaros. Incluso la cena resultó casi agradable. Llegada la hora, ellas se dispusieron a acostarse. Tenía demasiadas cosas en que pensar, así que les dije que me iba a quedar un rato en el sofá antes de subir a dormir a la cama. Mi pequeña corrió a darme un beso y observándome muy seria me dijo: “Papá, se te sale la pierna del sofá”. Y yo, estúpido de mí, lo que hice fue estirar la manta para cubrirla. Las noches en la casita de campo son mucho más frías que en la ciudad. Pero claro, el frío no hace que la mitad de tu pierna derecha desaparezca de la noche a la mañana, mientras duermes. Y esta vez, tampoco tenía la culpa el alcohol, eso estaba claro. Gritos y más gritos, llantos, impotencia. Una visita al hospital, donde nos describieron la perfecta cauterización de la herida. La explicación rebasaba los límites de lo racional.
Mientras esperaba en la cama del hospital, fue la observación de mi hija la que me devolvió a la edad en que mi madre pensaba que meábamos la cama por culpa de mi padre. No era el miedo a mi padre, al menos por la noche. Era el miedo atávico a los monstruos que solo los niños son capaces de ver y percibir. La idea es que cuando duermes, estás protegido mientras permanezcas en ese fortín que has establecido como cama. Todo lo que esté fuera, está perdido. Recordé de golpe esas noches en vela donde por miedo a salirnos de nuestros pequeños colchones, mi hermano y yo dormíamos encogidos, y la única forma de liberar la tensión estaba en el vaciado de la vejiga allí mismo, ya que salir de los límites de la cama suponía abandonarse a los monstruos.
El recuerdo me obsesionó hasta tal punto, que me convertí en un tirano en mi propia casa. Exigía a mi mujer y a mi hija dormir en el centro de sus camas, siguiendo mi ejemplo. Las abroncaba cada vez intentaban echarse la siesta en los sillones, donde sus cuerpos sobresalían cuando se recostaban. Empecé a tomar pastillas para evitar el sueño, tal era mi miedo a quedarme dormido en cualquier sitio. Y créanme, si mi conducta ya era de por sí paranoica, las pastillas no ayudaron. Dos cosas hicieron que mi mujer firmara una autorización para que me internaran en esta institución mental: mi hija había comenzado a orinarse en la cama de nuevo y la mitad de mi pie izquierdo (el único que me quedaba) desapareció una tarde en la que no fui lo suficientemente cuidadoso. La verdad es que no la culpo a la pobrecilla. Supongo que es mejor que crea que su marido padece un extraño trastorno que le lleva a la auto-mutilación. Una consecuencia del estrés al que me he visto sometido durante tanto tiempo para llegar tan alto en el trabajo. Los ejecutivos es lo que tenemos, que estamos como cabras.
En cualquier caso, acá están encantados de tenerme. Soy un caso realmente extraño y los doctores se frotan las manos. Todos quieren desentrañar los misterios de mi mente y me ven como el trabajo que les dará su momento de fama. Y yo lo único que les he pedido es dormir en una cama lo más grande posible. Pero parece que solo están dispuestos a recibir sin dar nada a cambio.
Uno de los doctores quiere mostrarme en una conferencia en la otra punta del país. Estoy viajando en una especie de jet privado, con el cuerpo atado con multitud de correas (ni que fuera Hannibal Lecter). Al menos me han dejado la mano libre, un boli y una libreta en la mesita desmontable. Siento que el escribir se me hace cada vez más pesado: ya no por tener que emplear la mano izquierda, sino porque el sueño que llevo evitando durante las cincuenta y tres horas que han pasado desde que empezaron todos los preparativos del traslado, vuelve a mi con toda su fuerza. Para colmo, los cabrones me han hecho un lavado de estómago en toda regla y todas mis oportunidades de sobrevivir al viaje se han ido junto con la bilis y los jugos gástricos por el retrete. Porque me estoy durmiendo, y la mitad de mi cabeza sobresale por encima del asiento.
Bienvenido/a, Berenice
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