LA PIRÁMIDE
El cazador de monstruos se sentía, entre otras cosas, estúpido. Años atrás había hecho daño a la mujer a la que amaba, pero no se había dado cuenta del error cometido hasta que vio que el amor de ella, convertido al principio en odio, acabó cristalizando en simple y despreocupado desprecio. No pasaba un día sin que el cazador de monstruos pensara en ella. El tiempo, dicen, cura todas las heridas, pero el cazador sentía que con cada año que pasaba el recuerdo de la mujer que una vez le amó se hacía más y más fuerte, y su alma formaba una coraza más y más gruesa a su alrededor. Por eso el cazador de monstruos era el mejor en su trabajo: porque incluso los monstruos sienten dolor cuando alguien los mata, pero él era capaz de ignorar el sufrimiento y las súplicas de sus víctimas.
El cazador de monstruos odiaba su vida. No su vida como cazador, sino su vida en general, el hecho de estar vivo. Había escogido, a sabiendas, una profesión en la que cualquier momento podía ser el último, porque en verdad deseaba que cada momento, cada enfrentamiento, fuera por fin el último. Pero al final siempre era demasiado orgulloso o demasiado cobarde para dejarse vencer.
En sus cincuenta y cuatro años de vida, el cazador de monstruos se había enfrentado a más de trescientas criaturas, y a todas las había vencido. Después de cada batalla había vuelto a la soledad de su casa, a la soledad de su cama, al hastío de una esperanza (la de encontrar un rival que se llevara todo su sufrimiento) que nunca llegaba a cumplirse.
Un día alguien le habló al cazador de monstruos sobre el krissan que se ocultaba en la pirámide de Cayo Cestio, en Roma. El cazador nunca se había enfrentado con un krissan. Un temible, un malvado krissan. Sin embargo estaba cansado de enfrentarse a la caja de madera pintada de verde donde guardaba las fotos de ella. O a las cintas de vídeo que recogían aquellas vacaciones en la isla. O a las canciones que, ocasionalmente, la radio le escupía en el coche o en un bar, golpeándole con la furia de miles de recuerdos amargos. El cazador temía todas esas cosas mucho más que a cualquier krissan, así que compró un billete de avión y viajó hasta Roma.
El monumento se alzaba como un anacronismo impertinente. Sus casi cuarenta metros de altura se recortaban sobre el cielo gris de un invierno frío y particularmente lluvioso. Los últimos rayos de Sol se escondían tras el brillo anaranjado de las farolas. El cazador acababa de consultar por última vez el plano del interior de la pirámide, antes de entrar en ella, cuando sus oídos captaron el susurro agudo de la respiración de la bestia. Cualquier otra persona hubiera pasado por alto aquel sonido, diluido entre el tráfico, el viento y el girar de la Tierra sobre su propio eje. Pero el cazador de monstruos era un hombre entrenado. Hacía muchos años que una criatura no le cogía por sorpresa.
La base de la pirámide estaba varios metros bajo el nivel de la acera, rodeada por una barandilla. Desde allí, arropado por las sombras, el krissan miraba hacia arriba, observando al cazador. Sus ojos brillaban en la oscuridad como dos estrellas diminutas (dos estrellas astutas, perspicaces). El cazador de monstruos se asomó por la barandilla y miró hacia abajo, decidido a no disimular por más tiempo que ambos sabían dónde se encontraba su oponente. Quiso decirle algo, retarle para que saliera a la luz y se convirtiera, así, en un blanco más fácil. No sabía si la criatura le entendería, y aunque así fuera, no sabía si serviría de algo provocarla, pero pensó que no perdía nada por intentarlo.
Sin embargo no hizo falta. Por propia voluntad el krissan avanzó unos metros. El manto de luz de una farola cercana dejó al descubierto sus rasgos felinos, su cara cubierta de un vello blanco y anaranjado. No se posaba sobre sus cuatro extremidades ni tenía la espalda encorvada, como los krissan sobre los que el cazador de monstruos había leído, sino que estaba perfectamente erguido. Vestía unos pantalones marrones, sucios y gastados, y una sudadera negra con una capucha que le cubría la cabeza. Pero el rostro del krissan era bien visible, un rostro marcado por la tristeza. Y de repente, también por la decepción.
_¿Tú eres el que viene a matarme?_ dijo con una voz áspera y extrañamente infantil_. ¿Tú?
Al cazador no se le escapó el tono despectivo con que el krissan le hablaba.
_He matado a trescientos veintidós monstruos_ dijo, desafiante.
_Sí, ya sé quién eres y lo que has hecho_ respondió el krissan, avanzando un par de pasos más_. Por eso pensé que esto sería diferente. ¿Se supone que tú tienes que acabar con mi sufrimiento, cuando lo que en realidad esperas es que yo acabe con el tuyo? No gracias, no quiero jugar a esto.
_¡No me valen tus excusas!_ exclamó el cazador de monstruos, sacando la ballesta del interior de su funda de cuero_ ¡Vas a morir ahora mismo!
Pero el krissan se dio media vuelta, ignorando la grandilocuencia artificial de las palabras del cazador. Ignorando, al mismo tiempo, su pena, su sentimiento de perpetua derrota, su esfuerzo por dejar de sentirse estúpido. Se dejó engullir por las sombras, y luego, de alguna forma, entró en la pirámide y desapareció por completo.
El cazador de monstruos siguió apuntando con la ballesta hacia abajo, aún cuando el krissan hacía muchos segundos que se había marchado. Si era sincero consigo mismo, no le apetecía bajar y perseguir al monstruo. No quería entrar en la pirámide. Le daba igual si el krissan vivía o moría. Sabía con toda certeza que le daba igual. Pero por otro lado... ¿qué podía hacer? ¿Guardar la ballesta y olvidarlo? ¿Seguir alimentando su autocompasión, ese niño glotón y malcriado que no dejaría de repetirle que hasta un krissan (¡un monstruo!) era capaz de ver que era un fracasado?
Esa noche, en la habitación del hotel, el cazador de monstruos rememoró la añeja amargura con la que habían sonado las palabras de la bestia. Lloró en su cama, reconociendo a un igual, y se arrepintió por no haberle matado. Tal vez esa era su penitencia: ayudar a otros sin tener derecho a recibir ayuda, matar monstruos que se odiaban a sí mismos sin encontrar nunca alguno que supiera matarle a él.
La noche siguiente acudió de nuevo a la pirámide. Mientras disparaba la ballesta y la sangre comenzaba a manar del pecho del krissan, manchando la piedra blanca de la pirámide, el cazador de monstruos pensó en la mujer a la que una vez había amado y se preguntó dónde estaría ella en ese preciso momento.
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