Contrariamente a la creencia popular, el infierno es un lugar frío. Nos abrasamos durante el día, sí, pero nos congelamos al llegar la noche. No hay grandes hogueras en las que arder, ni criaturas con cuernos portando tridentes que clavan con malsano placer.
Sólo existe un infinito desierto de arena que quema durante el día, que produce llagas en los pies, hasta que estas, finalmente se rompen y dejan que la sangre fluya libremente, provocando una agonía que nunca termina.
Y el muro. También existe el muro. El muro que estamos obligados a construir durante toda la eternidad. Tiene cuarenta pies de alto y se extiende mas allá de donde alcanza la vista. Lo construimos durante el día, sillar a sillar, con una tosca mezcla de argamasa. Y al otro lado el cielo. Pues el cielo tampoco es un lugar entre las nubes, llenos de ángeles y querubes. El cielo está al otro lado del muro. Un hermoso vergel lleno de vida, de luz y de color. Poblado de gente que ha sido juzgada y decidido que es lo suficientemente buena como para merecer estar allí. Bailan y ríen desnudos, ajenos a todo mal. Comen de la fruta fresca que cuelga de los árboles, mientras nosotros trabajamos bajo el fiero calor que quema nuestras espaldas cada día. No parecen ser conscientes de que estamos allí, de que podemos verlos. O quizás si lo son, pero prefieren ignorarnos, dejándose llevar por la seducción, el placer, el confort que les produce ese lugar.
Trabajamos de sol a sol, y cuando llega la noche descansamos. El muro nos resguarda en parte, pero el viento helado golpea contra la piel desnuda. Nos apretujamos para entrar en calor, pero no hay lujuria en nuestros actos. Ese es otro de los mitos sobre este lugar. No hay tiempo para la lujuria. No hay ganas, no hay fuerzas, no hay espíritu. El infierno es un lugar helado, un páramo de fría soledad, cuando llega la noche.
Es entonces cuando pienso en ella. Durante el día no tengo tiempo, pero la noche es diferente. La recuerdo, recuerdo nuestro tiempo juntos. Cómo nos prometimos amor eterno, cómo dije que haría cualquier cosa por ella. Y cómo lo hice.
Cuando enfermó y el médico le dio tan solo unas pocas semanas de vida, creí enloquecer. Busqué ayuda, pedí otras opiniones, acudí a videntes y curanderos, a cualquiera que pudiera ofrecerme una solución, por peregrina que fuera.
Cuando lo daba todo por perdido y me había resignado a mi suerte encontré a aquel extraño hombre en el bar. Sólo tenía que darle mi alma. Sólo eso. Mi alma insignificante y él se encargaría de devolverle la salud a mi esposa. Y tendríamos sesenta años de felicidad y de buena fortuna a cambio. Yo estaba tan borracho y tan desesperado por creer en lo que fuera que acepté el trato. Firmé con mi sangre el pergamino que sacó del maletín que llevaba con él.
Cumplió su promesa. Miriam empezó a mejorar a partir del día siguiente. Un milagro, dijeron los médicos, y quise creer que era cierto, que lo que recordaba no había tenido lugar. Y durante sesenta años me creí esa mentira. Acabado el plazo aquel hombre se presentó ante mí, sin haber envejecido un solo día. Supe a lo que venía, e intente disuadirlo y, cuando eso no funcionó, conseguir más tiempo.
No tuve éxito.
Desde entonces estoy aquí. ¿Cuántos años han pasado? He perdido la cuenta. En ocasiones veo a Miriam al otro lado. Creo que lo hacen a propósito para torturarnos, nos permiten que observemos a nuestros seres queridos. A veces la veo, sí. Y la odio con toda mi alma. Y deseo que fuese ella la que estuviese aquí, y no yo. Si pudiera volver atrás dejaría que se pudriese en vida, lo que fuera con tal de no estar aquí. Y me odio por pensarlo.
Casi tanto como la odio a ella.
Excelente relato, Victor. Un detalle: en el 5º párrafo creo que los cómo irían con acento, porque te estás refiriendo a la forma en que se prometieron amor eterno, en que dijiste que harías cualquier cosa por ella, etc.
Un saludo.