A mí me invitaron a un premio literario: a participar, quiero decir, no a ir a la entrega de premios
Es vox populi que los organizadores de premios literarios en algunos casos invitan a autores a que se presenten. Es algo que llevaba oyendo desde hacía años cuando recibí, precisamente, una invitación a participar en uno. Con una obra en concreto. No tengo ningún problema en decirlo así, con todas las letras.
Más vergonzoso resulta decir que no gané el concurso. Me hubiera venido muy bien la pasta, qué demonios, pero, al menos, la experiencia me vale para escribir este artículo con conocimiento de causa.
Alguno estará pensando que debo ser tan malo escribiendo que no gano los premios ni por encargo. Otros, que el tipo que me invitó al premio era un cabrón de mucho cuidado. Bueno, pues ni una cosa ni la otra.
Las invitaciones a participar en determinados premios literarios se hacen por un motivo banal: asegurarse un mínimo de calidad en las obras participantes. Si tienes que dar el premio, porque las bases no permiten declararlo desierto, es natural que te preocupe que no llegue material lo suficientemente bueno como para salir airoso del proyecto. Eso para empezar.
En segundo lugar, si el premio implica la publicación de la obra, al editor en cuestión puede interesarle editarla a través del premio. De este modo, el patrocinador cubre, al menos, la parte de los derechos de autor de una determinada parte de la tirada. No es algo desdeñable con lo fácil que darse un batacazo en este gremio.
Todo esto no tiene nada de particular, a mi parecer, ni es tampoco reprobable. En este sentido, sé por lo que fui invitado al premio que comentaba: porque al editor le había gustado mi obra, que yo le había remitido por otros cauces, como un autor más, porque no le conocía de nada, y se dijo que era un buen modo de publicarla en las mejores condiciones posibles. Si conseguía ganar el premio, tendría para empezar la recompensa monetaria, que era superior a cualquier adelanto que hubiera podido esperar, y para seguir la promoción derivada del galardón, que dicen que ayuda a las ventas (de esto, ni idea, lo confieso). Si lo perdía, como fue el caso, tampoco se cerraba ninguna puerta: la posibilidad de publicar seguiría (y sigue, de hecho) allí.
Ya sé que es más interesante pensar en conciliábulos e intrigas cortesanas, pero la realidad es mucho más prosaica. Si no hay contraindicación en las bases (directa no la hay nunca: el conflicto sería si es obligatorio presentarse bajo pseudónimo y quien invita está en el jurado), la práctica no es solo legal sino, hasta cierto punto, conveniente.
Puede sonar mal, pero yo lo veo así. Hay que tener en cuenta que los motivos son, a priori, buenos: conseguir más calidad en la convocatoria; yo, desde luego, no podía aportar “nombre” ni tampoco fui invitado por relaciones ni contactos, de los que carezco. De hecho, es un poco absurdo no hacerlo. A mí no se me caerían los anillos por invitar a alguien a participar a un Calabazas en el Trastero si sé que tiene un buen relato de la temática en curso o me temo que vayamos a hacer corto de material de calidad. Aunque luego te arriesgues al papelón de no poder dar el premio al invitado.
Pues yo, lo siento, pero no lo veo honesto. Vale que se lance la lista de correo de la convocatoria anterior para recordarlo, pero de ahí, a seleccionar una obra determinada para que participe... Prefiero que se dejen de verdades a medias y pongan en las bases que pueden dejar el premio desierto. Y después nos quejamos de la de susceptibilidades que levanta esto de los concursos...