Y de esta manera ascendió Volgrod al puesto de capitán de la guardia real de palacio. Cubierto con una resistente coraza de placas de bronce, un sable de dorada empuñadura en vaina de plata y la capa azul oscuro flotando alrededor de las hombreras, se acrecentaba aún más la imponente presencia del guerrero llegado desde el Norte.
Bien se advertía que era de noble linaje y estaba acostumbrado a llevar galas semejantes. Recordando esos viejos tiempos, en los que había sido un aristócrata de cota de anillos de gris acero como las que elaboraban los herreros de su país, se sonrió para sí mismo por el cambio. Nunca hubiera imaginado que algún día sería mercenario al servicio de un rey meridional.
Ascendido de grado y sueldo, abandonó el barracón de los soldados para disponer de una vivienda propia, con tres pulcras y amuebladas habitaciones y algún que otro pequeño lujo, todo a costa de la tesorería real. A esto añadamos un respetable salario, porque nadie sensato regatea a la hora de pagar a sus guardaespaldas...
También consiguió el respeto de sus hombres, aun siendo un extranjero en un país tan afectado por la xenofobia. Acostumbrado como estaba a hacerse obedecer y a mandar por sus soldados y sus subalternos, supo hacerse obedecer y respetar. Por todos salvo por un tal Nerdkem, su predecesor en el cargo, que ahora se veía degradado sin motivo y a las órdenes de un mercenario extranjero que había caído en gracia a su rey. Las relaciones, malas desde el principio, pronto fueron imposibles. Bien sabía Khardam que las tensiones entre los subalternos pueden evitar que conspiren entre ellos. Ciertamente tenía que reconocer Volgrod para sí que había sido una decisión injusta porque su predecesor parecía un veterano curtido y capaz, con muchas agallas. Hubiera preferido que la relación entre ellos fuera mejor pero el khárdita era tan orgulloso como él y no disimulaba su hostilidad. Nerdkem, que había sido un soldado disciplinado como pocos, se dejó consumir por el resentimiento hasta el extremo de llamarle sucio extranjero delante de los demás miembros de la guardia real. Aquello fue demasiado para Volgrod, que había tratado de ser paciente. Salieron los sables de sus fundas y Nerdkem luchó con obstinación pero también con el cegamiento de la ira. El nórdico evitó sus mandobles y acabó desarmándole y dictándole sentencia mientras acercaba el filo al cuello del khárdita:
—Ya no hay lugar para ti en la guardia real. No me obligues a matarte y márchate. Quedas expulsado de este cuerpo.
Volgrod le perdonaba la vida, aun sabiendo que acababa de ganarse un serio enemigo, un hombre que valoraba demasiado su honra como para olvidar. Tampoco podía reprochárselo: él mismo era también hombre de honor, incapaz de olvidar una injusticia. Le comprendía demasiado bien.
A partir de entonces fue respetado sin fisuras por sus hombres pero no se ganó su simpatía. Los extrovertidos y meridionales esteparios sabían que con ese nórdico de carácter reservado y melancólico no podía bromearse ni hacer amistad alguna. A los apasionados khárditas les resultaba extraño aquel mercenario por cuyas venas corría la sangre tan fría como el hielo de las montañas.
El principal entretenimiento de Volgrod en su tiempo libre era beber en uno de los muchos establecimientos de Mishram, la capital de Alnyria, lejos de la compañía de sus subalternos. Por cierto que Volgrod prefería las tabernas del lejano Norte, donde los hombres se sentaban en taburetes de madera para beber en silencio y, si acaso, hablar de las cosas de la guerra. La cerveza tibia sabía mejor al calor de la leña del hogar. En el Sur, en cambio, el especiado vino se bebía en un bullicioso hervidero de sensaciones: el vocerío de los parroquianos; la embriagadora música del laúd y del oboe; los penetrantes aromas de la carne y de las salsas especiadas; la lujuriosa vista de las muchachas que bailaban apenas vestidas... Al nórdico le costaba aislarse entre sus recuerdos en medio de esta confusión pero lo intentaba. Sentado en un tosco asiento de piedra, apoyaba los codos en la encimera y fijaba la vista en el vaso de arcilla lleno de vino, pues la cerveza no era apreciada en aquellas latitudes.
Afortunadamente, nadie le molestaba. Su mirada imponía respeto y también el sable que portaba, que por muy ornamentada que estuviese la vaina todos intuían que no era sino un formidable instrumento de muerte en sus manos…
—¡Hola, amigo! No eres de aquí, ¿verdad?
Se había equivocado, había alguien que sí se atrevía a molestarle, y se volvió para mirar a aquel estúpido. Vio el rostro de un hombre maduro casi calvo y con largas patillas canosas. La gangosa voz de borracho no contribuía a mejorar su apreciación de aquel poca cosa. Ni siquiera respondió cuando ese individuo comenzó su monólogo sobre una esposa malhumorada y las desdichas insufribles de los hombres casados que apenas pueden ganarse el sustento.
Para su desgracia, el hombrecillo le buscó noche tras noche para hablarle de él, aunque Volgrod apenas sí le respondía con monosílabos y alguna que otra palabra suelta.
—¿Qué hay, amigo? ¿No me invitarás a algo de vino? —Y Volgrod, por no sentirle más, cedía y le invitaba, aun sabiendo que a continuación empezaría un interminable monólogo. ¿Pero quién sabe si en realidad Volgrod se sentía solo y deseaba inconscientemente esta curiosa compañía?
—Amigo mío, tú y yo somos iguales —decía a Volgrod, como si pudiera haber algún parecido entre aquel hombrecillo y el nórdico de brazos como troncos de árbol—, dos solitarios incomprendidos que beben porque nadie nos entiende. Ah, pero seguro que tú no tienes una mujer como la mía… Tú debes tener a todas las mujeres que quieras. Seguro que ese exótico cabello rojo y esas espaldas pueden hacer derretirse a cualquier mujer por ti. Yo, en cambio, no soy más que un pobre artesano. Apenas puedo divertirme de cuando en cuando con alguna otra mujer por dinero y olvidar a mi adorada esposa. ¡Ella no me quiere, siempre me está regañando, diciendo que si me gasto la paga en la taberna…!
Así eran los monólogos de borracho que Volgrod soportaba con estoicismo, sin hacer un comentario.
Una noche, habló el hombrecillo:
—Esto no es vida, amigo. Mi mujer no me quiere ya y pretende que deje de beber. Las bailarinas sólo bailan para mí cuando tengo monedas que darles. Khardam oprime al país con sus impuestos y sus maldades gracias a esos malditos mercenarios khárditas suyos. Hasta el día en que Alnyria sea finalmente liberada...
Estas observaciones sobre política sacaron a Volgrod de su ensimismamiento.
—No deberías hablar sobre temas tan peligrosos. Es mejor que un hombre sencillo como tú beba y hable de mujeres o de cerveza, pero no de política. Es un consejo que te doy… como amigo.
Era la primera vez que Volgrod dedicaba varias frases seguidas al hombrecillo, y éste le sonrió.
—Que seas capitán de la guardia real no te obliga a vigilar la opinión que tenemos los alnyrios sobre el tirano.
Esto lo susurró en voz muy baja, para que solamente escuchase un sobresaltado Volgrod. Luego sonrió, pero no con una mueca estúpida de borracho, sino con astucia.
—¿Quién eres realmente? ¿Qué pretendes de mí? —le inquirió Volgrod, cada vez más receloso.
—Mi extranjero amigo, estas cosas es más conveniente discutirlas en privado. Khardam tiene espías por todas partes… pero eso deberías saberlo bien estando a su servicio.
—Está bien. Hablemos en privado.
Hablaron en uno de los habitáculos reservados para los adictos a las hierbas alucinógenas. En medio de la estancia había una mesa y sobre ella un samovar para hervir la infusión de hierbas. Eran muchos los que gustaban de respirar los dulces vapores y aunque el samovar estaba apagado permanecía el penetrante aroma, que no agradaba a Volgrod. Lo importante es que pudieran hablar en intimidad, interrumpidos sólo por el sonido de un oboe cadencioso, una dulce compañía que tanto apreciaban los drogadictos en su “viaje”. El falso borracho agarró una cadena que llevaba al cuello y tiró de ella para extraer un medallón, oculto bajo la túnica, que mostró a Volgrod.
—¿Reconoces este símbolo?
—Así lo creo… Si no me equivoco, lo he visto en los muros que protegen el sagrado recinto de Emmesu, dios de los alnyrios. Y tú debes ser uno de sus adeptos.
Algo había aprendido Volgrod del país de Alnyria y sabía que los alnyrios, politeístas como la gran mayoría de los pueblos civilizados, sentían un especial respeto hacia Emmesu, el protector de la antigua dinastía que había gobernado Alnyria hasta la primera gran invasión extranjera.
—No has perdido el tiempo averiguando cosas de nosotros, extranjero. Yo soy más que un adepto, soy uno de los sacerdotes del divino Emmesu, protector de Alnyria y dios principal para los auténticos alnyrios. Estás hablando con Andiasat, el hombre de confianza de Menes, nuestro sumo sacerdote.
>> Aunque sé que poco te importa, extranjero, sabe que muy pronto llegará el día en que Alnyria se vea libre de los invasores khárditas y de su dios escorpión, sobre el que escupe el sagrado Emmesu.
La voz del sacerdote enronquecía por el odio al hablar. Volgrod escuchaba con atención, sin más expresión en el rostro que los labios fruncidos.
—Quizás sepas también, extranjero, que Alnyria celebra cada año la Renovación de Emmesu, en el equinoccio de primavera, para que el buen dios nos bendiga y proporcione abundantes cosechas. El pueblo se congrega en la plaza que hay ante el sagrado recinto para admirar al sumo sacerdote y sus acólitos. En el momento culminante, el sumo sacerdote inclina el Cáliz de Emmesu hasta que se derrama la sangre del mismo dios, y sin embargo nada queda de ella sobre la plaza…
—No tengo el gusto de conocer con detalle vuestro folclore y preferiría saber adónde queréis ir a parar, sacerdote Andiasat
El sacerdote, claramente irritado por la palabra “folclore”, continuó como si no hubiera oído el impertinente comentario.
—… Pero he aquí que nuestra más sagrada reliquia está en manos de Khardam. Ese ladrón extranjero la emplea como una vulgar copa en sus orgías para emborracharse, consciente de cómo nos ofende de esa manera, pues odia y teme a la Iglesia de Emmesu, el único poder que defiende a Alnyria frente a los extranjeros. Y aquí necesitamos tu ayuda, Volgrododt.
Pronunció el nombre con cierta dificultad, como Khardam aunque con diferente acento. La primera conclusión a la que había llegado Volgrod es que aquel hombre le gustaba mucho más cuando no le creía sino un borrachín inofensivo.
—No pretenderás que arrebate el cáliz a Khardam como quien le quita un juguete a un niño…
—Eres capitán de la guardia real y eso te permite casi todo en palacio. Además no estarás solo. Tendrás la ayuda de otro infiltrado, o sería mejor decir infiltrada. Entra, Erminyeh.
Se corrió la cortina de la entrada y apareció una mujer. A pesar de la amplia capa con que se cubría de pies a cabeza se advertía que era alta y esbelta. Al caminar también se advertían unas largas y esbeltas piernas de bailarina. El rostro joven, los labios carnosos y los ojos negros como carbones también captaron la atención de Volgrod por una mujer que parecía difícil de olvidar. Mirando con recelo al guerrero, se arrodilló ante el sacerdote para besarle las manos antes de tomar asiento.
—Erminyeh baila en palacio. Es alnyria y adepta de Emmesu. Ella conseguirá el cáliz y tú la ayudarás a salir de palacio aprovechando tu cargo. Luego llegaréis hasta los muros del recinto sagrado y allí os abrirán alguna de las entradas secretas del templo. Gozaréis de protección y asilo, y tú, extranjero, serás recompensado de forma que puedas abandonar Alnyria y tener un exilio dorado.
—Qué sencillo parece tal como lo cuentas…
Todo el plan parecía excesivamente fácil a Volgrod pero sabía muy bien que Khardam buscaría a los culpables para que sufrieran un castigo terrible, más espantoso aun para un subalterno traidor. Le estaba proponiendo arriesgar una desahogada posición en palacio por un plan mucho más peligroso de lo que pretendía hacerle creer. Pero también sabía que el clero de Emmesu no olvidaría una negativa y que sabía demasiado para que le dejaran marcharse sin más. Por otra parte no se sentía comprometido con Khardam, un rey sin honor que había llegado al poder con la traición y que sólo recompensaba a sus servidores en la medida en que resultara útil para sus planes y hasta que decidiera prescindir de ellos sin más.
Despreciaba al cruel khárdita tanto como a los fanáticos sacerdotes de Emmesu y aquel Andiasat no había mejorado su opinión del clero. En cuanto a la muchacha, que permanecía en respetuoso silencio, el sacerdote ni siquiera la miraba de refilón. Intuía Volgrod que ella era una verdadera creyente pero que Andiasat no la consideraba más que una ramera que se vendía a los hombres por dinero y a la que no valía la pena mirar como la cosa inmunda y pecaminosa que era. Sintió Volgrod aún más repugnancia por el sacerdote y pensó otra vez que le agradaba mucho más cuando no le parecía más que un alegre borracho.
Pero no iba a dejar que antipatías personales le condicionasen a la hora de hacer negocios y él era hombre de decisiones rápidas.
—Necesito conocer más detalles, sacerdote…
El desarrollo de la historia me está gustando. Siguen los ecos de Conan, pero llevas bien el conjunto con pulso firme. Estoy deseando leer la continuación.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.