Tormenta eterna en Kios: Prólogo
El Robledal, o simplemente el Bosque, era una gran extensión de árboles al norte de un país sumido en la decadencia. Era una zona inhóspita habitada por lobos y curtidos montañeses que tenían demasiado apego a aquella región como para ceder frente a las inclemencias del tiempo y emigrar a zonas más cálidas y civilizadas.
Los habitantes del Robledal se agrupaban en pequeñas aldeas en los escasos claros, generalmente fabricados por ellos mismos, que poseía el inmenso bosque. Estas poblaciones remotas, aunque en teoría eran colonias de algún lejano reino, sufrían en escasas ocasiones la visita de extranjeros. Debido a estas particularidades y al hecho de que estaban enclavadas en una región prácticamente improductiva, las comunidades de montañeses vivían aisladas de un feroz mundo civilizado que apenas comprendían y aún menos apreciaban. Por ello eran considerados bárbaros con los cuales era mejor no tener tratos y los comerciantes, exceptuando a los más osados, evitaban aquellas regiones.
No obstante, aquellos seres incomprendidos desarrollaban su propia civilización, la cual, aunque aparentemente austera, florecía en muchos aspectos, de esos que, normalmente, son considerados por naciones supuestamente más avanzadas como intranscendentes o poco beneficiosos. Pero a esta gente ruda y tranquila les importaban poco las riquezas de los otros pueblos. Preferían su vida, con sus pequeños placeres y sus pequeños tormentos, lejos de la deshumanización de otros lugares que ya habían conocido. El placer de la caza y de las noches alrededor de grandes hogueras, el aprendizaje de las viejas costumbres y el desafío a sus viejos pero asequibles enemigos, lobos e inviernos, eran sus principales actividades y, al mismo tiempo, su medio de subsistencia. Y aunque, como todos los pueblos, tenían malos y buenos momentos, habían encontrado un equilibrio que les proporcionaba seguridad y paz de espíritu.
Dado el carácter de sus actividades, estos bárbaros se veían obligados a pasar numerosas temporadas acampados en los bosques ocupados en variadas tareas, tales como la recolección de hierbas y setas, la caza o la obtención de leña. Durante estas noches en los bosques, rodeados de oscuridad y frío, con las manadas de lobos merodeando, solían reconfortar sus espíritus y los cuerpos calentándose al amor de grandes fogatas. Así, cubiertos con las pieles de sus rivales caídos y sentados alrededor de las hogueras, pasaban las largas noches fumando pipas, contando historias y tocando flautas para alegrar las veladas, consiguiendo con ello que los miedos no se apoderaran de sus pensamientos. Y así, entre nubes de vaho producidas por el cortante frío y aullidos lupinos cargados de amenaza, los mayores de entre los acampados contaban historias a los más jóvenes, transmitiendo bajo la forma de cuentos los saberes que les habían convertido en aquel pueblo de peculiares pero admirables características.
Estas historias cargadas de mensaje se solían poner en boca de algún duende local, ya que por aquella zona norteña estaba muy arraigada la tradición feérica. Normalmente el relato comenzaba mencionando que, en cierta noche invernal, en cierto lugar de la comarca, tras haber ocurrido cierto suceso memorable, se había aparecido a tal antepasado de tal, o a aquel ermitaño que nunca más se había vuelto a ver, un pequeño ser, vestido de verde, con largas extremidades y mirada afable. La criatura, a la que tradicionalmente se le había adjudicado el nombre de duende, hablaba a la persona con la que trababa contacto de tierras y reinos lejanos, donde ocurrían hechos insólitos, generalmente derivados de la insólita forma de actuar de sus habitantes. Contaba sus historias a cambio de cobijo, comida o compañía; y rara era la generación en la que aparecía más de un vástago que asegurara haber visto a uno de estos personajes. Por ello, era difícil comprobar si existían o no realmente, aunque la gente toleraba de buena gana tales historias, ya por su ingenio o por su esperanza de que, en el fondo, existieran tales criaturas. De cualquier manera, toda familia conservaba en memoria varias de estas historias, y las transmitían a sus descendientes perpetuando la tradición narrativa, asegurando así una buena parte de su formación, ya que, en muchos casos, estimulaban mediante estos relatos las mentes de los pequeños, incitándoles a reflexionar sobre la vida o incluso la muerte.
Uno de estos relatos llegó a oídos de un peregrino, el cual cruzaba estas inhóspitas tierras como penitencia, buscando el perdón de un dios extraño a los habitantes de la región. Dicho peregrino acabó por encontrar la paz al final de sus viajes, pero antes de aquel feliz momento se encontró muchas veces en grandes peligros. Su encuentro con los montañeses fue consecuencia, precisamente, de una de estas desesperadas situaciones. Cansado, hambriento y aterido por el frío, la noche le sorprendió en el bosque, y, tras caer desfallecido en un claro, numerosos lobos se congregaron en torno a su derrotada figura. Seguramente, si la partida de caza no hubiera oído los furiosos gruñidos de la manada, hubiera sido su cena aquella noche. Pero la suerte, el azar, o tal vez el destino, le salvaron para que pudiera escuchar aquella historia y contarla fuera de los dominios de aquel pueblo.
Quizá a causa de los designios de su oscuro dios, o quizá debido a los avatares del destino, tal vez por ninguna de ambas causas, el caso es que la historia narrada aquel día quedó grabada en su alma. Aún hoy, cada vez que la recuerda, llora para sus adentros, porque ya no le quedan lágrimas.
Algunos opinan que la intensidad de los acontecimientos de aquella jornada y su precario estado mental se conjugaron para hacerle creer protagonista del relato. Es posible. Nadie puede negar, sin embargo, que no proviene de esta tierra, ni de ningún otro reino conocido por la gente de los alrededores. Tampoco se puede desmentir que la cicatriz que le adorna el cuello sólo puede provenir de un acero, y que ya la poseía cuando llegó a nuestras tierras. Cada uno puede creer lo que quiera, o incluso lo que más le agrade; todos somos libres de forjar nuestros propios fantasmas. Yo, por mi parte, como no me fío de los que dejo en el mundo de los vivos, consignaré por escrito su relato tal y como me lo contó por primera vez, para que las generaciones que nos sucedan puedan juzgar la historia en su conjunto teniendo como referencia la que yo considero fidedigna.
No me entretendré con más preámbulos, pues la Dama de la Guadaña me aguarda y no quiero incumplir con mis tareas cuando mi vida llega ya a su ocaso. Así que, sin más dilación, comenzaré mi relato; un relato que no es mío, sino de mi mejor amigo, el cual todavía es un extraño para mí, y de un duende que habita en algún lugar de un gran bosque llamado el Robledal, un lugar que ya nunca podré visitar.
- Inicie sesión para enviar comentarios