El teatro de los prodigios
Reseña de la antología de Ramón Merino Collado publicada por Grupo Ajec
Cuando me empecé por primera vez esta antología lo hice con el pie izquierdo. Venía bajo forma de uno de esos manuscritos que nos llegan al comité de lectura de Saco de huesos y el primer relato estaba —y sigue estando— ambientado en París. De inmediato, se me encendieron todas las alarmas: después de vivir años en la capital francesa, no puedo evitarlo cada vez que un autor, sobre todo si es compatriota, ambienta ahí sus historias. Es superior a mí: no puedo evitar mirarlas con lupa a ver si están contaminadas de esa visión parcial —y totalmente respetable— de los turistas, de ese cartón piedra del que no ha palpado realmente la ciudad pero conoce sus tópicos. Si en ese momento me hubieran dicho que mandaría en breves la antología a la pila de los descartes, no me hubiera sorprendido. Desde luego, no sabía dónde me metía. Y ahí está la magia de la literatura. La magia que despliega El teatro de los prodigios.
Contra todo pronóstico, devoré el primer relato. Y el segundo. Y el tercero. El libro entero cayó con rapidez; lo hubiera hecho de una sentada si el tiempo discurriera de otro modo. Me perdí por completo en sus páginas, en el imaginario desplegado por Ramón Merino Collado. No me gusta destripar los relatos uno a uno en las antologías de un solo autor, así que lo intentaré de otra forma: me sentía cómodo en sus páginas, como si frecuentara un terreno conocido, y, al mismo tiempo, fascinado por las diferencias.
La tramoya de El teatro de los prodigios incluye librerías polvorientas y misteriosas, historias con tintes de leyenda urbana, lugares tan remotos que ni están en nuestra galaxia, proyectos demoníacos, la inquietud de la realidad mundana desenfocada por las tinieblas... los pilares, en definitiva, de ese triunvirato formado por la fantasía, la ciencia ficción y el terror. En sus páginas encontramos reminiscencias de los laberintos de Borges, los temores primigenios de Lovecraft y la poesía siniestra Poe, pero esto no se trata siquiera de un homenaje.
Todos estos engranajes son forzados —gracias a la magia del fantástico— en órbitas que me han resultado sorprendentes. Sí, hay una melodía de base que todo aficionado al género con las suficientes lecturas va a saber identificar, pero a medida que se cierran las historias te das cuenta de que no es más de lo mismo, sino una voz propia con ganas de contar sus historias a partir de los mimbres con los que ha disfrutado en sus lecturas.
Es algo que se pone de manifiesto también en la prosa. No se trata de ese escribir funcional y aséptico tan en boga a día de hoy, ni tampoco de un remedo del barroquismo lírico que algunos nostálgicos se niegan a abandonar, sino un sendero personal que viste con acierto sus propias historias y les ayuda a tomar cuerpo.
En definitiva, El teatro de los prodigios es un espectáculo en el que se dan cita números dispares dentro de un mismo marco. Números que se abordan con la facilidad del que reencuentra un viejo amigo pero que dejan la huella propia de toda experiencia nueva. Han pasado años desde que pudiera realizar una primera lectura de la antología y, quién me lo hubiera dicho, no he conseguido olvidarme de ningún relato.
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