La tormenta
Un relato de Manuel Fernando Estévez Goytre
Dicen que la meteorología tiene mucho que ver con el comportamiento de las personas y que algunas, dependiendo del calor o el frío, el viento o la lluvia, ¡cuánta variedad!, reaccionan de forma distinta. Yo, al menos, así lo creía.
Se veía venir. La templanza gradual de los últimos días no era habitual en un sitio como aquel, donde la temperatura subía y bajaba sin atender a más razón que a su propio capricho. La bonanza que había vivido aquella mañana me hizo presagiar que pronto sufriría un nuevo episodio de ira, uno más en la larga trayectoria de desórdenes atmosféricos que desde el comienzo de temporada se venían desatando en casa. Disfrutaba en la cocina de una copa de Oporto y un cigarrillo que acababa de liar cuando sonó el teléfono y me dijo que volvía. ¡Qué extraño! Su trabajo había acabado antes de tiempo y estaría en casa en una hora.
Sin siquiera saborearlo, bebí de un trago el vino que quedaba y apagué el pitillo. El olor rancio y condensado del cigarro que muere apretado contra el cenicero invadió sin tregua la habitación, lo que me recordó que debía abrir la ventana para ventilar. Fui a mi dormitorio y cogí ropa limpia para segundos después meterme en el cuarto de aseo y abrir el grifo de agua caliente. Me desnudé de cuerpo entero y, cuando el agua hubo alcanzado la mitad de la altura de la bañera, me introduje en ella y me lavé a conciencia. Mientras lo hacía, quise recompensar mi duro trabajo con un rato de pensamientos profundos e íntimos, que parecían encajar con un hermetismo asombroso en uno de los azulejos que, como una pequeña pantalla de televisión, se presentaba frente a mí. Divagué por mi pasado reciente y tuve la osadía de preguntarme si mi vida merecía la pena, cosa que me permití dudar.
Después de más de media hora de viaje por las profundidades de mi mente, liberé el desagüe del tapón que lo obstruía y dejé que el agua abandonara con prisa el baño. Me incorporé totalmente y me duché para desprenderme de los restos de gel y champú que rebozaban mi cuerpo de espuma. El resto del tiempo hasta completar los sesenta minutos lo dediqué a peinar y secar mi pelo, hasta dejar que se extendiese como una cascada sobre mi espalda recién hidratada. Me vestí. Abrí la puerta del cuarto de baño y, mientras el vaho devoraba con gula la longitud del pasillo, entré en mi dormitorio y me puse unas gotitas de mi mejor perfume. Para él. Al salir me di cuenta de la corriente que había en casa, por lo que entré en el salón con la sana intención de cerrar la ventana. Mientras lo hacía respiré cierta brisa húmeda que me hizo palidecer. Pero…, ¿qué pasa? Me encontré con la figura de Antonio, que me observaba desde fuera con un reflujo de sarcasmo y cinismo que llegó a asustarme. Me apresuré a abrir la puerta y, al mismo tiempo que mi marido entraba en casa, el aire caliente me dio un bofetón que me hizo caer al suelo. Mi esposo me miró de soslayo sin siquiera darme las buenas tardes, su boca cerrada y su ojo derecho totalmente abierto. Se metió las manos en los bolsillos de su pantalón de pinzas y caminó con tranquilidad hacia el mueble bar. Sus puños se cerraron al mismo tiempo que sus mandíbulas se apretaban y su frente se arrugaba, imitando la de un cardenal encorsetado en la edad media.
—¿Has acabado con el whisky que me gusta, el de veinticuatro años? —escupió, vocalizando hasta la última sílaba.
—Solo quedaba un poco —tartamudeé.
Cogió la botella que tenía más a mano, la de brandy, y se sirvió una copa, que olfateó con precisión y saboreó antes de tragar, mientras se acercaba a mí con la mirada que guardaba para situaciones de alto riesgo. El viento arreció un poco, y dejé escapar un sonido gutural que me sorprendió a mí misma. Una fracción de segundo después me encontré con el antebrazo apoyado en la pared, mi cabeza descansando sobre él, ebria de incomprensión y unas lágrimas cristalinas fluyendo de mis ojos como un arroyo incontrolado. A sabiendas de que Antonio iba a coger su copa, aproveché el sonido que sus zapatos robaban al suelo de mármol para darme la vuelta, abrir la ventana e intentar respirar aire puro, pero cuando lo hice no tardé en escuchar el rugido del primer trueno y sentí un calor inmenso en mi mejilla. No lo dudé, la tormenta estaba, ¡una vez más!, sobre mi tejado. Me quejé y me tapé los oídos para no oír. Mi marido se bebió el brandy tranquilamente, como si nada hubiese ocurrido, se volvió y dejó la copa sobre la mesa, y yo intenté henchir de nuevo mis pulmones mientras una lluvia fina se colaba por la ventana y, acto seguido, comprobaba que la piel de mi brazo aparecía rasgada y mi alma agujereada por el desconsuelo y la traición. Me asusté. En beneficio de mi propia integridad física, intenté protegerme, aovillándome sobre mi cuerpo, pero el carácter del chaparrón, que empezaba a considerar violento, hizo que cayese de bruces sobre el frío e inhóspito mármol blanco, donde la fuerza de la naturaleza se ensañó conmigo. De nuevo el llanto acudió a mí e intenté incorporarme, y el viento, suave hasta entonces, se convirtió en vendaval. Rodé por el suelo con los brazos enroscados sobre mi cabeza. Las gotas que, sin apenas fuerza, no acababan de humedecer el suelo, se helaron y empezaron a sonar como pelotas de golf. Mi cabeza no aguantaba su peso, y gritaba, y gritaba, y gritaba. ¡Por qué! Por fin me acostumbré a soportar el granizo, que continuó cayendo sobre mí como si tal cosa, pero el aire de mis pulmones me abandonaba y ya no podía sino extraer de ellos el tímido reflejo de un sollozo. Antonio se sirvió otro brandy y se lo bebió de un trago mientras el agua entraba en casa y la inundaba. ¡Dios mío, qué castigo me envías! No me atrevía a sostener su mirada más de una fracción de segundo y aún así me parecía una vida entera. Un peso que no podía soportar. Me ahogaba, al mismo tiempo que la piel de mi cuello se amorataba. Los rayos iluminaban con una tenue luz azulada para segundos después dejarnos en la oscuridad más absoluta, y los truenos despedazaban mis oídos, y mis gritos sordos me quemaban la garganta, y el brandy se desangraba sobre el suelo, y las palabras puntiagudas hacían diana en mi corazón, y los hechos rayanos en la enajenación me molían, y el semblante colérico de mi esposo, y sus puños cerrados, y su bigote empapando el sudor que caía desde su frente hacían que me sintiera pequeña ante el temporal, y Dios mío, acaba con el mal tiempo, y viento, y no puedo más, y granizo, y mi cuerpo derrotado en el sofá, y mi marido se asusta, y se calma, y perdóname, cariño, no volverá a ocurrir, y te quiero, y no me dejes, y me besa, y me acaricia, y ya no, Antonio, ya no puedo más, y llantos, y súplicas, y buenas palabras, y amor…
Como era de esperar, después de la tormenta vino, ¡una vez más!, la calma. Jefatura, informes, consejos… No lo volví a ver. ¡Gracias a Dios! Desde ese mismo instante ventilo el tiempo justo, y nunca cuando llueve, graniza o hace viento.
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