La verdad es que no tengo ninguna copia. Ahí lo grabamos a DAT y creo que lo pasaron a CD para enviárselo a RTVE, pero yo no conservo la grabación.
Félix Royo, premio de RTVE del Concurso Escolar de Radio y Televisión
Félix Royo, un joven escritor zaragozano, recibió el segundo premio del Concurso Escolar de Radio y Televisión de este año, organizado por Radio Televisión Española.
El primer premio de este certamen organizado para la participación de estudiantes de ciclos audiovisuales quedó desierto, siéndole otorgado el segundo premio por la narración radiofónica de su relato “Los hijos de la libertad” en los estudios de los que dispone el I.E.S. Ramón y Cajal de Huesca.
Una nota meritoria y una cuantía de mil euros fueron los premios que se llevaron escritor y centro público por decisión del jurado de RTVE. “La verdad, no me lo esperaba; no suelo participar en concursos y accedí porque me lo pidió mi profesor de Radio. Fue una sorpresa” –nos cuenta cuenta el galardonado- “Si lo hubiese retocado antes de enviarlo igual habríamos recibido el primer premio, pero así tiene el aroma a directo de la radio”.
A continuación os ofrecemos su relato Los hijos de la libertad, que ya fue publicado hace un año en internet por OcioJoven.com
N.Y. 1970
El reloj marcaba el paso lento y fúnebre de la mañana; tras una noche entre el insomnio y el delirio, se levantó como si tuviera detrás cien años de mala vida, sintiendo como si la espalda se le fuera a descoser por el espinazo. El cielo: oscuro; tal vez llueva más tarde- pensó. No era una de esas mañanas apacibles de antaño; todo se iba a la mierda.
Aparcó el Ford Thunderbird detrás del Sivelli; la presencia de zapatos de charol y sombreros flocados distaba mucho de las gabardinas que llevaran los sicilianos, al menos hasta que les llamó el negocio en otra parte, entre fichas y ruletas. Em… un whisky y un plato de esa cosa rellena de carne que tienes siempre, los… tortellini -mascullaba mientras intentaba encender el último cigarrillo que le quedaba.
Recordaba cómo su padre, posiblemente el policía menos corrupto de Little Italy, acudió a un encuentro con los Stracci en Mercer St., cerca de Broadway; intentaba frenar la ola de ataques que se estaban produciendo entre las familias, arruinando no sólo la vida de sus allegados sino también la del neoyorquino de a pie, que se encontraba en medio del conflicto. La respuesta de los Stracci fueron trece balas, disparadas a bocajarro; lo hicieron cuando salía del Sivelli al día siguiente, tan cerca que podría tocarlo si un cristal casi invisible no los separara para siempre.
Los tortellini se habían quedado fríos. Miró con una mueca de desprecio el whisky con demasiado hielo –“siempre dos, tres es aguar la fiesta”-, vació el vaso de un trago, dejó unos dólares sobre la barra y se marchó sin decir nada.
Condujo hasta Kenmare St., se sentó en la barra irlandesa del O’Hara, buscó el cigarrillo que no tenía y se maldijo una y otra vez, ajeno a la voz de su amigo. Las canas de ese peinado lacado de la Era Roosevelt revelaban que había pertenecido a la legión de policías irlandeses del Nueva York de soborno y vendetta. Lo que hicieron juntos aún hace resonar los disparos en el aire.
Su padre cayó abatido sobre la acera de Franklin St. mientras el Hurtan Albaycin aceleraba entre el estruendo de las pistolas. No era habitual que se eliminara a un policía tan a la ligera, y menos públicamente; el Departamento -no de forma oficial, por supuesto- decidió que se había acabado la época del pizzo y cerró varios tinglados clandestinos, que no eran tan secretos como se podía creer. Decenas fueron detenidos, varios muertos.
-¿Qué te parece si vamos esta noche al cine? Venga, yo invito. Estrenan ésa que anuncian los carteles: la de Patton.
Se limitó a levantar la mirada y asentir; todavía resonaban las balas en su cabeza.
“Quiero que recordéis que ningún bastardo ganó jamás una guerra muriendo por su patria. La ganó haciendo que otros pobres estúpidos bastardos murieran por ella.” El general decía su arenga a las tropas mientras cocacolas de cristal y palomitas de maíz caían devoradas por los americanos.
O’Hara y él habían confiscado dos bombas de un almacén de los Stracci -sabían que no podían enfrentarse contra toda la Policía de Nueva York-, atravesaron el puente George Washington hasta Nueva Yersey y, fuera de su jurisdicción, encendieron una chispa en el polvorín.
“Bien, algunos de vosotros estáis dudando de si tendréis miedo bajo el fuego; eso no debe preocuparos, estoy convencido de que todos cumpliréis con vuestro deber, los nazis son el enemigo, ¡cargad contra ellos, derramad su sangre, disparadles en el vientre! Cuando pongáis vuestra mano sobre una masa informe que momentos antes era el rostro de vuestro mejor amigo… ya no dudaréis.”
Se paró frente a la habitación de hotel en la que se encontraban los asesinos de su padre, había llegado hasta allí, podría entrar, vaciar su Colt 45 y acabar la guerra; se encontraba desconcertado por todo lo que estaba ocurriendo, iba a preguntar algo importante, pero O’Hara ya se había adelantado a la situación y la cerilla pendía sobre la mecha de los cartuchos.
George C. Scout entregaba Alemania a los rusos dividiéndola y O’Hara entregaba su alma mientras dividía en dos los dólares incautados. Fue suficiente para retirarse y esconderse una buena temporada; después de todo, parece que finalmente se venció a la Mafia. No podía evitar pensar, con la figura de bronce mirándole entre las olas, que todo había sido un negocio, uno muy lucrativo, y que no había peor mafia que los hijos de la libertad.
Créditos de 20th Century Fox. Al salir de la sala, el irlandés se dirigió al baño; estuvo esperándolo un buen rato mientras el recibidor se iba quedando vacío. Buscó algún cigarrillo por los bolsillos y se acordó de que no le quedaban; maldita sea -pensó. De repente, recordó que no había comido nada en todo el día e, impaciente por volver a casa cuanto antes, empezó a mirar el reloj; recordó una vez más cómo Estados Unidos vendió a su alma y a su padre, guardó en el bolsillo el tiempo que le quedaba y les mandó a todos al infierno.
En frente de la puerta de los aseos le recorrió un escalofrío; el mismo que había sentido años antes frente a la puerta del hotel. Respiró hondo y abrió la puerta; tres disparos le atravesaron antes de que pudiera ver siquiera la cara de la muerte; en el suelo, el cadáver de O’Hara. No le sorprendió el hecho de que le hubiera traicionado, sino de que lo hiciera sabiendo que no iba ni a ver las treinta monedas de plata. Al final, todos pagan por pecadores.
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Muy buen trabajo, compañero. Recuerdo cuando leí el texto en el Taller de literatura, en uno de los retos. Es curioso cómo han salido cosas buenas de esas actividades. Habrá que seguir dándole caña al tema.
¿Se puede escuchar la versión radiofónica?
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.