Abismos sobre la tierra

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Un relato de Patapalo para la vivisección de Steampunk

Cuando el hermano Crownley entró en el pueblo todavía se preguntaba por qué demonios le habían elegido a él para aquella misión. Había miembros de la hermandad mucho más preparados físicamente, otros con más experiencia de campo, el diario que tenía que localizar no pondría a prueba sus habilidades como bibliotecario —era muy probable, de hecho, que ni siquiera estuviera en una biblioteca— y, para más inri, si había alguien que pudiera distraerse en aquel lugar era él.

Aquel lugar...

Era un eufemismo como otro cualquiera para referirse a su pueblo natal, al lugar que más le dolía en el mundo, a esa herida abierta en mitad de su alma que se había cubierto de miasmas venenosos cuando él todavía creía que todo aquello del Culto de Cam no eran más que delirios de un abad demasiado anciano para continuar en su puesto. Ahora, «aquel lugar» era un fosal cubierto por una niebla oscura como la noche en la que reposaba —otro cruel eufemismo, pues no creía que hubieran encontrado reposo más allá de una muerte tan atroz— buena parte de su familia. Y en su seno, entre una maraña de primos con los que no mantenía contacto, polvorientos tíos abuelos que nada le importaban y la tumba de sus propios padres, ella, su hermana, la única criatura en el mundo a la que había querido de un modo sincero y sin limitaciones.

Muerta.

Tan muerta como se sentía él mismo.

Se preguntó si le habían encomendado la misión por eso. Sabía que su guardián no era ningún necio y sí, por el contrario, alguien muy capaz de ponerlo a prueba de aquella manera. ¿Estaría vigilando sus pasos desde el altozano, podrían sus binoculares telescópicos —como llamaba a sus impertinentes sobredimensionados— atravesar las densas hebras negras que lo rodeaban? Tenía sus dudas, pero, al mismo tiempo, tenía que reconocer que el farol de fósforo estanco que le habían dado conseguía romper el manto de la oscuridad. Era muy probable que su resplandor se vislumbrase desde el collado. Posiblemente incluso los reflejos que arrancaba a la escafandra.

Crownley se sentía expuesto. No era lo que se dice un experto en las artes de la guerra, pero llevaba el tiempo suficiente en la organización como para saber que no era lo idóneo llevar la única fuente de luz encima. Desde las sombras, cualquier enemigo podría verlo. Él a ellos, sin embargo, solo cuando los tuviese encima. Es decir, demasiado tarde.

Al mismo tiempo, no tenía muchas alternativas. Ir a ciegas por el pueblo, aun conociéndolo de los años pasados en su infancia —y confiando en que no hubiera cambiado demasiado desde su última visita, siete años atrás—, era tentar los encantos del laberinto que esconde todo conjunto de calles. Más aún: con el tubo de caucho de la escafandra arrastrándose tras él como un mal sueño, era arriesgarse a que el suministro de aire quedase seccionado. Un ángulo demasiado pronunciado, una media vuelta poco afortunada, cualquier torsión inesperada y una muerte por asfixia sería su premio.

La misma muerte cruel que todos los habitantes de aquella aldea habían sufrido —porque no se había tomado en serio la amenaza del Culto de Cam, apostilló implacable su conciencia—.

La misma muerte que su hermana.

Crownley se detuvo en mitad de la calle. A su izquierda, a apenas un par de zancadas, el pórtico de piedra del caserón de su familia aguardaba, expectante, su próximo movimiento. En la antinatural penumbra que amortajaba el valle, el escudo de armas parecía todavía más antiguo. No, antiguo no; aquel término tenía alguna connotación victoriosa. Solo se mostraba viejo, ajado, devorado por el tiempo, por las circunstancias, por fuerzas que iban mucho más allá del orgullo de una estirpe. Alzó unos dedos temblosos hacia él, pero ni siquiera intentó tocarlo: con la escafandra no le hubiera sido posible estirarse hasta el dintel.

Dudó un momento más. Luego, sacudió la cabeza y entró en la que había sido su casa.

—Al Infierno todos —masculló—. Al Infierno...

Nunca pensó que volvería en unas circunstancias tales al que fue su hogar antes de ingresar en el monasterio. Pero ¿quién podía haberlas imaginado? Todo parecía una pesadilla, y no solo el ambiente acuático y abisal de la niebla, el modo en el que inundaba de muerte su pasado. No, todo se había dislocado. Jamás había llegado a considerarse un místico. Reconocía, al menos para sus adentros, que la teología lo sobrepasaba en muchas ocasiones. Sin embargo, aunque no fuera capaz de procesar todos los misterios de su credo, su fe había sido sincera. Había creído en las instancias superiores y se había puesto en sus manos.

En aquel momento se preguntaba por qué.

Se sentía traicionado y vacío. Náufrago. Huérfano.

Por eso había cambiado su camino. Qué importancia podía tener seguir uno u otro, se decía, cuando has perdido ya toda esperanza...

A pesar del tiempo transcurrido y del tamizado irreal que daba tanto la luz fosfórica como el cristal de la escafandra, el patio interior permanecía tal y como lo recordaba. Los antiguos aperos de labranza, aquellos que ya no se utilizaban después de una generación, adornaban los muros como un recordatorio de cuán laboriosos habían sido siempre en la familia. Una decoración austera a partir de la cual arrancaba la casa propiamente dicha. Crownley enfiló directamente por las escaleras que conducían a las alcobas. Si quería tener alguna oportunidad de volver sobre sus pasos —y todavía no había abandonado aquella posibilidad—, tendría que ser directo, preciso como la mano de un copista.

Emprendió el ascenso de los escalones como en un sueño. Aquel era —había sido— su hogar y en aquel momento se aparecía ante sus ojos como un pecio del mundo de los sueños. La niebla no modificaba los elementos —el papel de las paredes, los cuadros, las escasas fotografías que sus padres habían colgado con tanto orgullo, los muebles—, pero los distorsionaba. Por mucho que sus dedos enguantados los acariciasen, le resultaba imposible quitarles aquella pátina de incongruencia. Era un viaje más allá de los límites delineados para los hombres, fruto de la ambición sin límite del genio humano. En sí, aquella misma situación tenía algo de obscena, casi tanto como la propia existencia de un lugar así en la Tierra.

Cuando se detuvo frente a la alcoba de su hermana y empujó la puerta, se preguntó si estaría preparado para hacer uso de aquella posibilidad que otros investigadores le habían dado. Antes siquiera de ver al espectro custodio, supo que no, que nunca lo había estado ni nunca lo estaría. Y que aquello carecía de importancia. Hiciera lo que hiciese, lo que contaba era su descenso a los infiernos. Era Dante. Estaba ahí. Lo demás sería un añadido.

En el centro de la estancia, sobre el lecho, reposaba su hermana, todavía en camisón, quieta. El ser amado. El ser arrebatado.

El guardián les había dicho que el ritual había tenido lugar en una noche de luna nueva. Aquello quería decir que llevaba muerta al menos quince días. Su rostro descarnado, coronado todavía por una frondosa melena ondulada que lucía más pálida que nunca, parecía desmentirlo: podía llevar ahí toda la eternidad, convirtiéndose en polvo con la paciencia de los difuntos. Era ya solo un esqueleto pero, para su alivio, no parecía haber sufrido agresión alguna por parte de los carroñeros. Seguramente, se dijo, estos también habrían muerto.

Al abrir la puerta había pensado que podría posponer el momento de mirarla a esos ojos azules —que ya no tenía—, que podría demorarse en la decoración de flores y paisajes que ella misma había plasmado en infinidad de lienzos hasta encontrar las fuerzas necesarias para hacer frente a lo evidente. Sin embargo, su propio cuerpo le había traicionado y se había rendido de inmediato: ella era el único motivo por el que había aceptado la misión y todo lo que esta conllevaba. Era el motivo por el que estaba ahí. Y en aquel momento ya no sabía qué más hacer salvo mirarla.

Llora.

Crownley alzó la cabeza, en busca de la voz que había resonado en su cabeza.

Reza, insistió esta, burlona y desafiante.

Entonces pudo verlo. Era apenas un jirón de oscuridad, un juego de sombras antropomórfico encaramado sobre el cabecero de la cama. Descubierto, giró su cabeza sin rasgos hacia el intruso y el aire mismo se onduló como si fuera agua. Y entre las olas tejidas de niebla negra el rostro de la difunta aparecido de nuevo, terso, vivo, arrebolado aunque pálido, como si viviera todavía en un sueño profundo y solo hiciera falta la lente adecuada para verlo.

Devastado, Crownley dejó caer el farol, pero este no se apagó por el impacto. Ahora vertía su claridad desde el suelo, magnificando las sombras. El espectro custodio lucía mayestático, un monarca infernal sobre un improbable trono.

Adelante, monje: saca tu crucifijo.

Las manos, ya libres, dudaron. La diestra se apoyó sobre el pecho, marchita y derrotada. El rostro sin rasgos se ensanchó en una sonrisa invisible. Se estaba nutriendo de su dolor y su desesperación. Podía notarlo, sentir cómo drenaba su mismo espíritu.

No te servirá sin algo de fe, apostilló.

La sentencia cayó sobre el monje como los siete clavos de un ataúd.

Así que a eso se resumía todo, pensó. Le fallaban las rodillas y le temblaban los brazos. El frío no llegaba a tocar su cuerpo: iba directamente a su alma. El cristal de la escafandra se empañó, el tubo del aire pareció obturarse. Se sentía morir en el más profundo sentido del término, morir más allá de la tumba.

Fe. Cómo creer después de todo lo que había visto. Como creer en Él.

Su mano derecha aferró el crucifijo y lo arrancó de su cuello. El ente pareció crecerse. Al mismo tiempo, su siniestra buscó otro camino y encontró dos viales de cristal en un bolsillo. Los encerró en su puño, frente a su rostro. Apretó. Y al liberarse las soluciones químicas tuvo lugar la reacción.

El resplandor hirió sus ojos a pesar de tener los párpados cerrados. Con el rostro cubierto de lágrimas, lo recibió como un advenimiento. El espectro custodio aulló, un lamento largo y desesperado que se vio coronado por el tintineo de los cristales rotos y una ausencia tan densa que podía tocarla. Lo había espantado.

Crownley se miró la mano izquierda. A pesar del guante, se había hecho un corte en la palma que al contacto con la solución quemaba como mil demonios. No le importó. Tampoco que fuera a dejarle marca. Sería un buen recordatorio de lo que ahí había sucedido.

Todavía algo aturdido, dejó su cruz de plata sobre el pecho de su hermana —una jaula de huesos cubierta por la mortaja del camisón— e, incapaz de darle un último beso, apoyó la escafandra sobre su hueso frontal, con delicadeza, ahí donde todavía podía soñar que había habido una frente.

—Guárdamelo, pajarillo —le susurró a un oído devorado por los gusanos—. Quizás algún día pueda venir a buscarlo.

Luego, se dio la vuelta y, con mucho cuidado, manipulando el tubo de caucho que lo mantenía unido a la vida, desanduvo sus pasos hacia la calle. Tenía cosas que hacer y había encontrado la fuerza para hacerlas.

Ciertamente, no había recuperado la fe. Sin embargo, había encontrado otra.

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LCS
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Poblador desde: 11/08/2009
Puntos: 6785

Es complicado, valorar un relato como el tuyo. Sobre todo porque está muy bien escrito.

Pero aún así yo veo un pequeño problema. Para mí gusto (no te lo tomes a mal que, intento hacer una crítica constructiva), tu relato se ha quedado casi en la fase de esbozo.

Tiene un planteamiento  muy sugerente, que sirve de entrada a ese universo que planteas.  Lo que pasa es que, en relación con el resto del relato, es demasiado largo. Luego el relato se resuelve demasiado pronto. El nudo y el desenlace se producen con demasiada celeridad. A mí, como lector, una vez que me has ganado con ese planteamiento, me siento decepcionado por lo rápido que termina todo. Da la impresión de que a tí el relato ya había dejado de interesarte y querías acabar cuanto antes.

Pero, desde luego, es una opinión. No la verdad absoluta.

De todos modos, un gusto leerte. Siempre se aprende algo.

 

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insomne
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Poblador desde: 17/04/2014
Puntos: 227

Coincido con LCS en todo. Está escrito de forma sublime, de verdad, pero el final, pese a ser emotivo y muy acertado, peca de llegar demasiado pronto, cuando apenas has comenzado a empatizar con el monje. El otro "pero" que le veo es lo escaso en steampunk que anda. No soy ni mucho menos un experto en la materia, no es un género al que le tenga especial interés, pero si le quitáramos la escafandra al monje se quedaría en un relato de fantasía oscura, que quizá era lo que más pedía, por temática, el texto que has desarrollado. No obstante me ha gustado mucho, y como bien dice LCS, es sólo mi opinión. Enhorabuena, Pata!!

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Bio Jesus
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Poblador desde: 11/07/2014
Puntos: 1514

Esto.... ¿seguro que esto es un relato steampunk?.

Coincido con mis contertulios en que el relato está soberbiamente escrito, tienes un estilo muy depurado y da gusto leerte. Peeeero:

- el elemento steampunk está muy pobremente representado: el farol de fósforo y la escafandra. Introduces el de los binoculares e inmediatamente lo "eliminas" al definirlos como impertinentes sobredimensionados. Unas cuantas pinceladas más de este estilo habrían "metido en vapor" tu relato sin necesidad de tocar el hilo argumental.

- para mi gusto quedan muchos hilos sueltos, muchas tramas sugeridas y no desarrolladas, como el Culto de Cam (¿qué es?, ¿de dónde procede?, ¿qué persigue?), la niebla, el demonio, la relación entre los hermanos, etc. Parece más un esbozo de una novela de mayor entidad que un relato independiente. Y me atrevo a sugerir que valores la posibilidad de desarrollar ese relato, puesto que material hay. Me he quedado con ganas de más, de mucho más.

Solo son opiniones y ese es su valor. Espero que te sirvan y no te fastidien. Estilisticamente es soberbio (¡qué envidia! Lengua). Y repito, si ves la posibilidad, aquí hay materia para una novela corta (o larga Guiño)

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Patapalo
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Poblador desde: 25/01/2009
Puntos: 209184

Muchas gracias por el comentario, LCS. Lo mío con los finales es un tema recurrente. Creo que, en efecto, tengo una cierta precipitación crónica que me hace temer que el lector se aburra llegado el momento. Queda anotado.

Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.

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Patapalo
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Poblador desde: 25/01/2009
Puntos: 209184

Gracias por el comentario, insomne. Yo tampoco soy un experto en steampunk, la verdad, pero sí que quería abordar el género desde mis propios intereses, que como bien apuntas van por la fantasía oscura. Al mismo tiempo, el concepto tecnológico no pretendía ser en nada accesorio.

Supongo que no he conseguido transmitirlo, pero este relato va precisamente del papel que tiene la ciencia en el siglo XIX como motor que va a poder con todo (ese positivismo propio de la época y de la sociedad victoriana concretamente). Se suponía que la razón iba a disipar las tinieblas y ¿qué mayores tinieblas que las del horror sobrenatural? De ahí también la fusión de géneros y la conversión del personaje de una fe a otra.

Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.

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Patapalo
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Poblador desde: 25/01/2009
Puntos: 209184

Muchas gracias, Bio Jesús Risa cachonda La verdad es que no sé muy bien si es steampunk, pero pretendía que el elemento tecnológico fuera de todo menos accesorio. Otra cosa es conseguirlo.

Por otra parte, todas las pinceladas de trasfondo era para llamar la atención sobre el escenario global de Espejo Victoriano. He escrito mucho más sobre el Culto de Cam y me alegra que te llame la atención, porque en breves (de los míos) pensaba publicar algunas cosas. De momento, estoy con una novela, una novela corta y un juego de rol que es la versión 3.0 del Espejo Victoriano que publiqué aquí en OcioZero a medias. Ya os avisaré por el foro por si os interesa echarle un ojo.

Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.

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