Cerdos y cuernos

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Ubicada en el centro de las miradas de la metrópoli, se hallaba la casa construida para el momento, aquél en el que llegaban una docena de cerdos.

Al principio, estaban todos revueltos, desordenados, sin una misión concreta que realizar: se examinaban unos a otros, oliéndose, tocándose, sonriéndose o incluso volviéndose la espalda y haciendo grupitos. A veces usaban la ducha, pero eran examinados semanalmente con una veintena de preguntas íntimas y, a veces, hirientes. Conforme transcurría el tiempo, la cólera se apoderaba de algunos de ellos. El cerdo más valiente y más fuerte producía peleas entre las féminas, que aguardaban con la cabeza agachada su momento para recibir la comida. Algunos días, el gran cerdo, iracundo, empujaba a los que, hasta este momento, habían sido sus amigos más fieles, ya que éstos se estaban yendo poco a poco hacia su territorio.

 

Fuera de la casa, a miles de kilómetros, pero cerca de las conciencias de los ciudadanos, un enorme diámetro de arena, acero, sol y sangre, se erigía clamante por gentes variopintas, que gritaban y observaban a los negros con cuernos, que, por ser así, precisamente, eran castigados con mareos y espadas, las cuales brillaban al sol al himno de una juerga nacional. Estos seres aparecían en la teúve, en franja horaria intermedia. Pero, poco a poco, iba llegando el momento, el gran momento de la noche en el que los diez senadores glamourosos hablaban a gritos por pasta, imágenes, “infragantis” y demás. Maculados por el billete codicioso, cogían el juguete de circo, y formando una amalgama de manipuladores y manipulados, y viceversa, mostraban el espectáculo que atraía a millones de ojos cada día, fruto bendito del vientre de la patria.

 

Los cuernos son un tema recurrente en nuestra patria, gustan y se degustan, se aclama a los asesinos y encima, cobran por ello. Las gentes permanecen indiferentes ante tal injusticia y que muchos llaman “fiesta”. Pero no acaba aquí la cosa, otros cuernos salen a la luz y son alimentados por aquellos senadores, bebiendo cerveza y vino, entre risas y vocerío, entre morbosidades y polvos, entre intimidades y montajes.

 

Cuentan que Jabuguito, un día, se rebeló contra tanta maldad y mezquindad. Ojos negros se van acercando raudamente con fuego en las astas. Atrápale, sí, es tu deber, no dejes que te clave más. Ve a por él. Y así, dignamente, cogido a su presa…pero no fue condecorado por ello. Antes bien, lo llevaron directo al matadero para comerse su carne sagrada, y su aliento de supervivencia.

 

Entre el gentío y demás, aparecieron en la sagrada teúve las dos víctimas, aunque para algunos fuese sólo una. La AAFN (Asociación Anti Fiesta Nacional) reclamó una estatua en honor a Jabuguito por su honor y valentía en pleno centro de la ciudad, en la plaza llamada “Manolete”. Desde los balcones, algunos seguidores arrojaban rosas a la estatua y cada semana, recogían un buen número de ellas, las cuales, ya secas, se utilizaban para adornar las casas de aquellos que veían el espectáculo por la teúve.

 

Pasaron los años y los siglos y la tradición no había muerto todavía. La inmortalidad estaba respaldada en el dinero que producía tal evento y en cierto renombre internacional. En cambio, los cerdos poco a poco agonizaron y acabaron en el basurero de las modas. La ATP (Asociación por una Televisión Pluriforme) ha festejado el fin de estos programas, aunque, según cierto brujo, pronto llegarían a nuestros ojos nuevos megacerdos. “Chachi Piruli”, proferían las bocas…

 

Un día de tantos sucedió que el altísimo Osborne miró al bullicio, ruidoso al extremo, de la plaza, con sus ojos negros y los maldijo; seguidamente, echó humo por la boca y salió volando de aquella cárcel impresionando a todos. Dirigióse raudamente por todas las calles, asustando a las gentes, persiguiendo a inocentes criaturas, que pasaban por allí, los cuales insultaban al toro en incluso le escupían. Y él soñaba que mataba a miles de humanos, incrustando sus cuernos poco a poco en cada tejido de su piel, en sus ojos, en sus gargantas…

 

Y los cerdos sabían que él venía a por ellos. Lo sabían por el aire del ambiente. El panorama era desolador: como sabían que les quedaba poco tiempo se destruían unos a otros.

 

Jabuguito, aquel toro laureado por unos y criticados por otros, había dado rienda suelta a su alma; cual ave fénix renació de entre los muertos. En ese instante, abrió la puerta de la casa y los vio en su último ágape: tomaban banderillas megapicantes nacionales. Esta imagen hizo enfurecer más aún al toro, por cuyo lomo corría sangre nacional, aclamada, dignamente festejada. Al punto, las doce banderillas atragantáronse por el interior de su boca, entre la campanilla y la parte más profunda de la lengua. Murieron los doce al unísono, dejando atrás la bandera española, copas de ponche y una tapa de jamón jamón.

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Bg bleu
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 Una buena crítica del "arte" español.

 Ici mais ailleurs, là mais pas à l'heure....

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