Murena: La venganza de las cenizas

Imagen de Kaplan

Reseña del álbum de Dufaux y Dellaby publicado por Planeta DeAgostini

 

Si desde sus inicios (como bien apunta Dufaux en uno de los textos incluidos en este octavo álbum) Murena se ha mostrado como un intento de novelar la historia de Roma durante el mandato de Nerón del mismo modo que lo hacía Dumas en sus obras, es evidente que tanto autores como lectores esperábamos que el incendio de la capital del Imperio fuese la piedra angular de esta serie. Para llegar a este lugar, Murena (la colección) ha evolucionado desde unos primeros números en los que la acción estaba muy centrada en la vida del protagonista homónimo para después ir discurriendo por un curso mucho más coral en el que la mayor importancia recae, quizás, en el propio Nerón. Recordemos cómo los autores han denominado las dos partes de Murena aparecidas hasta ahora (Ciclo de la Madre y Ciclo de la Esposa) para confirmar quién es el verdadero protagonista de lo que en ellas se narra. Lucio Murena ronda por aquí y por allá, pero lo que importa de verdad es Roma; y Roma es, en definitiva, su César.

El Emperador es aquí el principal elemento de choque para un público que ha crecido marcado por el Peter Ustinov de Quo Vadis? No hay nada por aquí del fantoche caprichoso ideado por Sienkiewicz y sí un personaje tenebroso, marcado por la influencia de las mujeres que vivieron a su lado (Agripina y Popea), capaz de lo mejor y de lo peor.

En este capítulo Dufaux se aleja más que nunca de la versión más popular del César y el incendio de Roma (la de Suetonio y Sienkiewicz) y abraza la tesis de Tácito, en la que Nerón hizo cuanto pudo por salvar a las víctimas y en la que, además, se acusó a los cristianos solo en última instancia y para desviar la ira del pueblo. A la hora de enfrentarse al momento más impactante de toda la serie, el guionista opta por una narración menos conservadora, estructurada en los diferentes puntos de vista de personajes que hasta ahora habían tenido una importancia relativa en la historia y que muestran el desastre en distintos enclaves de la ciudad.

El tono es mucho más lírico que en los álbumes anteriores, si bien el aroma clásico de la colección se mantiene. Murena es, si descartamos la ingente labor documental, un folletín histórico en el que los buenos tienen cara de buenos y los malos, de malos. En esto están muy de acuerdo Dufaux y Delaby. Si el guionista construye unos personajes secundarios blancos o negros y deja la evolución en manos de los principales; Delaby, que mejora año tras año dentro de ese estilo académico, minucioso y solemne suyo, mantiene unas caracterizaciones muy poco sutiles pero que casan a la perfección con el desarrollo de Dufaux. Para entendernos, ni uno ni otro quieren que esto sea un cómic de L’Association, vamos.

Y el caso es que, paradójicamente, leer hoy algo como Murena resulta refrescante. Quizás porque el mercado franco-belga vive estos años una (bendita) saturación de los Trondheim, David B., Blain o Sfar de turno, todos ellos hiperactivos, en un síndrome de Asperger creativo continuo. Quizás porque una ficción con semejante carga documental tiene muy fácil caer en lo discursivo y artificioso y, sin embargo, Murena lo evita. En definitiva, este álbum, como todos los anteriores, resulta una lectura apasionante y rigurosa (más allá de concesiones a la tradición histórica o a la mera emotividad que en absoluto molestan) que despierta una simpatía adicional por lo honesto y tradicional de su propuesta. Esperemos que Dufaux y Delaby se pongan pronto manos a la obra con el tercer ciclo.

 

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