Los 27 errores del rey Rodrigo VI

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Sexta y última entrega de esta historia de Maundevar

 

Geila lloraba desconsolada sobre la arena de la plaza. Su amuleto había dejado de brillar; la magia que le unía a su difunto padre se fue apagando hasta quedar extinta. Ya nada más podía hacer por él; ya nada más podía hacer por todas las almas del collado. Aun así, apretó con fuerza la piedra inerte de su colgante contra el pecho; era lo único que le quedaba; la roca pulida que le dio su padre: vestigio de un arte olvidado; reliquia de una magia que sobrevivió a los envites de multitud de reinos e imperios; creencias antiguas que quedaron ocultas en las montañas del norte, en los montes que resguardaron las artes de una Hispania anterior a Cristo; anterior a Roma; anterior al mundo.

Pero ya no importaba. La maldición de Hércules se los llevó a todos; una condena a su pueblo que no solo los extinguiría, sino que les impediría alcanzar la paz de Dios, la gloria del Cielo.

Su salvación estuvo tan cercana, tan próxima. La joven golpeó impotente la arena del suelo. Si le hubieran dejado abrir el muro que los cegaba; si le hubieran dejado mostrarles la verdad.

—¡Padre! —gritó en una desesperación que rasgaba su fino rostro.

Ante ella tenía el pequeño cofre de plata, el origen de su desgracia. El final estaba escrito, grabado en la plata del arca; pero también maldijo a las gentes de Hispania, a todos los godos. El cielo les fue vetado; cegados e incapaces de alcanzar el camino que los llevaría a Cristo.

La joven Geila fue la única que sobrevivió al ataque de los witizanos. Todo fue muy rápido; su padre la escondió en una cámara oculta de la habitación del duque. Oyó golpes, impactos del metal de espadas y hachas, y gritos, muchos gritos. Chillidos desgarradores que atenazaron su corazón. No recordaba con claridad el tiempo que estuvo en aquella sala oscura y húmeda. En el fondo esperaba que su padre volviera a abrir la puerta, y con gesto protector la sacara de aquel lugar; pero no fue así. Nadie abrió la puerta; nadie la rescató. Un silencio sepulcral lo llenó todo atenazando el corazón de la joven. Y cuando se atrevió a salir, su alma quedó quebrada por el desconsuelo. El cuerpo inerte de su padre yacía degollado en el suelo. Todos los habitantes de la fortificación fueron pasados a cuchillo, y la Casa Grande mancillada con excrementos lanzados a los frescos de los muros. Estaba sola, abandonada en la plaza ante el cofre que maldijo a su pueblo y sentenció a su padre a una muerte sin el Juicio de Pedro. Lloró por él y por el hombre de su vida, Gontrodo, que cayó en la misma Puerta Sur defendiendo a los suyos hasta el último aliento de vida. Tan solo quedaba ella, hija del sayón del duque de la Bética y una prostituta norteña.

El repentino sonido de unos cascos llamó su atención. Secó sus lágrimas para otear la silueta que se dibujaba en el arco de entrada de la fortificación. Un hermoso caballo blanco agitó sus crines al aire bufando con fuerza. El jinete entró lentamente al interior de la plaza parando frente a la joven Geila.

Un grupo de soldados entraron tras él absortos por la cantidad de cadáveres diseminados por aquel lugar. Murmuraron entre ellos en una lengua extraña para Geila.

El jinete desmontó del caballo para acercarse a la joven, dirigiéndose a ella en un latín de extraño acento, aprendido como un idioma extranjero.

—Hermosa dama —le dijo el hombre—. ¿Qué ha sucedido en este lugar?

—La maldición de los veintisiete candados rotos. El final de los veintisiete reyes —resolvió la joven levantándose del suelo.

El hombre dio un paso atrás al escucharla. Veneraba a Dios y temía a los adivinos y místicos que las leyendas decían pululaban por las tierras paganas de más allá del mar. Su pelo largo y brillante, de un color semejante al oro; sus ojos claros y penetrantes; su piel blanca; era hermosa, demasiado como para no temerla al descubrirla rodeada de muerte.

—¿Maldición? Explícate.

Geila se apartó para que el jinete descubriera el pequeño cofre de oro y plata del suelo.

—La de vuestra llegada —sentenció la joven entre lágrimas.

El bereber Tarif ben Malluk no olvidaría esas palabras.

 

Epílogo

La hiedra invadió las paredes de adobe; buitres y gusanos hicieron desaparecer los cuerpos; la herrumbre invadió las espadas y las armaduras; el hielo de las noches de invierno hizo estallar la dura piedra de las murallas; el polvo y la tierra sepultaron lo poco que logró aguantar al paso del tiempo; los recuerdos se borraron al morir las leyendas.

Pero aún es ahora que en las sierras de al-Andalus se escucha el sonido del viento de la mañana discurrir por los collados más altos; se intuye la brisa fresca que portará por siempre las eternas oraciones de Khindas el Viejo: el último hombre de honor de un pueblo mancillado por las envidias y desangrado por las traiciones; una tribu que con los siglos recuperaría lo que con los veintisiete errores de Rodrigo se sentenció en una sola noche.

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Patapalo
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El relato me ha parecido entretenido, pero me temo que no he encontrado muy bien el sentido general del mismo. Al final, lo que parece que debería ser el espinazo central (a juzgar por el título y el cierre) no queda explicado. Tampoco queda muy claro si es un relato histórico jugando con la fantasía o un relato de fantasía con un marco histórico. El desarrollo de la historia me ha resultado demasiado pausado para lo que cuenta y lo poco que esclarece, y me reafirmo en que hay un exceso de puntos y coma que dificultan la lectura.

En conjunto, veo potencial en el relato, pero creo que no ha sido explotado adecuadamente.

Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.

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