Un relato de piratas de Patapalo
La pinaza navegaba a la deriva en la creciente penumbra del anochecer. Algunos destellos, los últimos cañonazos de la batalla, rompían su muro de sombras. El humo parecía amortiguar sus truenos, como si intentara convertirlos en un mal sueño. La pesadilla, no obstante, estaba en su propia cubierta.
El hedor de la sangre se aferraba, pesado, al destrozado maderamen; solo el penetrante olor de la pólvora rivalizaba con él. A Nuño le asqueaba todavía más que los cadáveres mutilados esparcidos por doquier. Por ello se había encendido la pipa. En cualquier caso, ¿qué podía importarle lo que pudiera decir el contramaestre? Un pedazo de metal del tamaño de un cuchillo se le había incrustado en la pierna, muy adentro. Aquello solo podía significar una cosa: gangrena y muerte. Ningún capitán de la armada se iba a molestar en socorrerle. ¿Qué sentido tendría? Era todos carne de horca; reos de muerte, como decían las gentes educadas.
El sol se hundió en el horizonte sumiéndoles en la oscuridad. Las nubes habían cubierto la luna y amenazaban tormenta. Tanta mala suerte le arrancó una risilla cascada. Santiago le preguntó de qué se reía. Era un buen muchacho y se alegraba de tenerlo todavía a su lado.
—Seguro que no te esperabas terminar así, ¿eh Santiago? Estarás deseando estar en cualquier otro lado.
El muchacho se giró hacia él, pálido en el fondo de sombras. A pesar de las lágrimas que le habían resbalado por el rostro había combatido como un jabato. Ni una sola queja desde que desertaran del San Damián. Un buen muchacho, sin duda.
—La flota de la plata —continuó el pirata con una nota de cinismo— ¿quién puede ser tan idiota como para intentar robar la flota de la plata?
El chico negó con la cabeza, su rostro angelical cubierto de sangre. Con voz trémula le interrumpió.
—No querría estar en ningún otro lugar, Nuño.
Había una nota feroz en sus palabras, mezcla de orgullo y dolor. Durante un instante quedaron en silencio, escuchando el crujir de las castigadas maderas y observando la silueta no demasiado lejana de las velas enemigas. Al amanecer vendrían a por ellos.
—Te quiero, Nuño —rompió aquella quietud, de improviso, el muchacho—. Has sido como un padre para mí.
El pirata no contestó. Silenciosas lágrimas corrían por sus curtidas mejillas. Él no había encontrado el valor para expresarle su cariño; ni siquiera lo reunió para contestarle. Había cosas que le aterraban mucho más que los cañones, o que las horcas.
Cortito, pero muy bien escrito. La escena queda bien descrita y me la imagino con facilidad.
Parece parte de algo que tienes en mente, ¿no? ¿Un cuento largo?