Un breve relato
El periodista contempló el gentío de las tierras sagradas mientras se encendía un cigarrillo y, con su sonrisa sarcástica, se fijaba en las ropas de aquellos hombres. No sabía si sentía asco o incomprensión por esa cultura que desde chico le habían hecho odiar. Un grupo de niños se le acercó pidiéndole monedas, pero él hizo un gesto con el brazo indicándoles que se marcharan rápidamente de allí.
A lo largo de todas las calles, parejas de militares hacían como que protegían el lugar santo. La peregrinación transcurría con normalidad aparente, aunque el bullicio torturaba las pupilas de los militares. En la ciudad, se sabía quién ocupaba cada cosa, cada estamento. Por eso, el periodista rechazó la opción de hablar con la militancia, aunque desde el fondo de su corazón lo deseara.
Khaled Sami Al-Astal empezó a notarse mal. Pensó que quizá había cogido un enfriamiento, aunque la idea de que lo pudieran haber envenenado no la descartó. El odio acérrimo hacia esa cultura estaba empezando a acrecentarse. Miró a los niños, a las madres, a los ancianos y otra vez a los militares; pero esta mirada no le llevó a ningún sitio. Se alejó del centro neurálgico de la ciudad corriendo como si estuviera loco, con un sudor frío que le recorría toda la cara. Las callejuelas que eligió le sirvieron como apaciguamiento para ese momento desesperante. Una rápida imagen de su familia atravesó su cerebro. Los cuerpos descuartizados. Mucha sangre y descontrol. Lloros continuos de agolpaban ahora en su afectada cabeza. El río Jordán se vestía de miembros amputados, de impotencia, de desesperación. Tenía quince años cuando aconteció la catástrofe de la incomprensión humana. ¿De qué le servían los preceptos de las Humanidades que había aprendido?¿de qué le servía haberse aprendido de memoria los artículos completos de los Derechos Humanos? Siempre había sido un joven despierto y abierto. Recordó la letra y la música de “Welcome to the jungle”, aquella canción que tanto le repugnaba a su padre. El momento aquel le bloqueó del tal manera que precipitadamente vomitó en la esquina más cercana y tuvo que pedir agua fresca para hidratarse.
En ese momento, una niña de unos doce años se dirigió a Khaled y con los ojos apesadumbrados habló así:
—Me llamo Hanadi Bassem Khaleefa y estoy asustada —dijo en un perfecto árabe.
Khaled agarró fuertemente a la niña y le dio a entender que mantuviera la boca cerrada. Podría decirse que la había raptado, queridos lectores, pero vamos a interpretar que la ayudó e incluso la salvó de su ignominiosa vida. Se dirigieron hacia el Muro de las Lamentaciones; varias personas estaban sentadas orando el texto sagrado. Khaled y Hanadi se buscaron en la mirada cómplice. Hanadi no comprendió todo lo que encerraba la mirada de su amigo repentino y se aferraba a él cual hija del todopoderoso. Hanadi recordó en ese momento las palabras de su padre y su hermano, referentes al texto sagrado, que rezaban cinco veces al día en dirección a La Meca. En la retina de Hanadi, pudo ver Khaled el afán de la familia al rezar, la rigidez para que la niña aprendiera las buenas costumbres y la tradición de obedecer a los hombres de la casa.
Una casa en la que, por cierto, Hanadi tuvo en muchísimas ocasiones dudas de por qué hacían lo que hacían, y sobre todo, por qué nadie había protestado hasta entonces. En el colegio público nadie osaba vestir sin el hiyab, sobre todo por el temor al qué dirán y a la exclusión social.
Llegó la noche irremediablemente y los nuevos amigos la pasaron al aire libre, entre unas cabras y unas pajas mal colocadas. Durmieron toda la noche no sin pesadillas continuas y Hanadi no entendía las voces que profería entre sueños Khaled. Estaba angustiado y ella le pasó un paño que siempre llevaba consigo.
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Khaled despertó con los primeros rayos del sol de junio. Miró a su pequeña amiga y ella le correspondió con una leve sonrisa.
—¿Dónde está tu familia, pequeña?
—Marcharon todos a La Meca, es la última oportunidad que creen tener. Mi padre está aquejado de cáncer, mi madre ha sufrido varios abortos y mi hermano es ciego.
—Entiendo, ¿Y la madre de tu madre o la madre de tu padre? ¿Y el hermano de tu padre o de tu madre?
—Somos pocos en la familia. Cuando me encontraste en la callejuela, me había escapado de mi protectora.
—¿Tu protectora?
—Sí, me tutoriza, me da trabajo, cobijo y alimento.
—Entiendo, chica.
Y callaron ambos, taciturnos, mientras se examinaban y se contagiaban la tristeza que les rodeaba. Khaled recordó la angustia del día pasado e intentó borrarla de su cabeza, pero no pudo. Se levantó y se pellizcó el fino bigote. Se lavó en el río cercano sin mucho esmero y le ordenó a la joven que hiciese lo mismo. Obedeció, y al rato, destilaba una sonrisa iniguanable, pensó Khaled, pero no le dijo nada.
—Mira, hoy tenemos una misión. Tenemos que ir al paraíso.
—¿Qué es eso del paraíso, Khaled?
—Sí sabes lo que es, pero no lo has verbalizado nunca, ni por supuesto lo has tocado en modo alguno. Está más cerca de lo que crees. Casi lo puedo oler. Y yo creo que tú también.
—No sé de lo que hablas. Yo sólo sé lo que tengo que saber. Yo solo soy yo.
—¿Qué has dicho, pequeña?
—Pues eso, que no sé de lo que hablas.
—Esa expresión…
Y Khaled sintió una rabia incontrolable. Ella lo había dicho, aquellas palabras se le clavaron en sus entrañas ya tocadas. Hanadi sintió la tristeza de su compañero y cuando intentó que viera la vida de otra manera y le iba a acariciar la cabeza…
—Mírate, con tu hiyab y sin saber por qué estás obligada a llevarlo.
—¿Qué te pasa?
—No lo comprenderías.
—Khaled…me has hablado antes del paraíso
Y la apartó bruscamente de su lado, con sus ojos iracundos. Le hizo un gesto con la cabeza como diciendo que se largara de allí, que desapareciera inmediatamente, que se fuera lo más lejos que pudiera.
Khaled , raudo, se dirigió al Muro de las Lamentaciones y miró a los ojos de los militares, de todos los que estaban allí, de los ancianos, de los niños…se quitó bruscamente la ficha que le acreditaba como periodista internacional. Ahora, lentamente, midió cada uno de sus pasos y estuvo en el centro de aquel sitio. La tierra infecunda levantó un polvo muy molesto y el tiempo se detuvo por un instante para Khaled. Un paso, dos pasos, tres pasos…iba hacia un militar, que se extrañó del comportamiento de aquel individuo. En guardia, el militar se temía lo peor, y al ver que la persona llevaba su mano a su pecho, disparó enérgicamente contra él, una vez, dos veces, tres veces…
—Yahvé es todopoderoso —gritó con las fuerzas que le quedaban.
—Yo sólo soy yo —continuó, extenuado.
Y cayó al suelo irremediablemente.
El relato está bien escrito, tiene una buena historia y transmite, pero no he podido evitar tener la impresión de que es un poco apresurado. Frase como "Estaba angustiado y ella le pasó un paño que siempre llevaba consigo." dan una impresión de improvisación, de exponer las cosas tal cual te llegan a la cabeza, y lastran un poco el conjunto, como si no fluyera libremente, sino a trompicones. No sé si me explico...
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.