Nada tenía, salvo la satisfacción que le producía su arte; era bueno y lo sabía, y cosechó grandes logros con los que, en soledad o en la pactada compañía de una vida disoluta, seguía alimentando su soberbia. Y así continuó, hasta que cierta mañana, tras una noche de excesos, despertó preso a perpetuidad de las limitaciones de la ceguera.