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Al comienzo de una noche, el príncipe -como tantos otros días- se dispuso a observar su futuro reino desde la terraza más grande de palacio, donde se erigían perennes -en forma caricaturesca de gárgola- los antiguos príncipes que habían conocido su reino. “No sois más que criaturas del infierno que no llegasteis a reinar”, decía cada noche al observar de cerca las majestuosas estatuas que circundaban la terraza.
No podía ocultar su miedo al observar el gesto siniestro de bocas torcidas, ojos secos y blancos, garras y manos de fiera naturaleza que a pesar de ser de piedra, no dejaban de parecer lo suficientemente reales como para infundir el terror en aquél que las contemplase en pequeños lapsos de tiempo. Le parecía que cada gárgola escondía en su forma esculpida un resentimiento amargo y grotesco, un resentimiento de pesar por haber tenido el reino ante sus ojos sin oportunidad alguna para reinar.
Entre dinteles y columnas, los fríos y horribles rostros de las gárgolas mostraban sonrisas desveladas por los pequeños juegos de luces y sombras de la inminente noche. Y entre las sombras más recónditas de la veranda, el príncipe pudo escuchar unos versos de olvidada historia; unos pocos, malditos y hechizados versos que recordó haberlos oído antes en sus más terribles pesadillas, cuando en silencio el príncipe se ahogaba entre las sombras de sus recuerdos:
Reino o princesa,
tal será la elección
del futuro rey que gobierne
con la mano en el corazón.
La noche para el príncipe era sinónimo de terror, de pesadillas salvajes que le hacían sacudir sus brazos en sueños, soltar alaridos de lobo o improperios del más salvaje de los vagabundos borrachos; era capaz de envolverse entre sábanas y saltar de la cama, morderse el brazo y arrancar sus ropajes, cualquier cosa antes que caer rendido en la cama y soñar angustiosos y turbios sueños. Y todo ello era debido a un nombre de mujer. Un nombre que envolvía a la noche como un cántico místico eleva el alma. Y ése nombre no era otro que el de su amada Leonora.
Ella vivía en un reino de baja tradición y oscuro linaje, donde las traiciones, las muertes y asesinatos entre sucesores al trono se sucedían de forma tan natural que apenas eran noticia entre los siervos y campesinos del reino. Sólo la había visto una vez, montada a caballo. Esa noche, la luna, anaranjada y enfermiza, cubría con un manto de luz suave los pastos y el lago que quedaban frente a palacio. El príncipe, sorprendido de que un viajero llegase a horas tan intempestivas, no pudo hacer otra cosa más que bajar, correr y observar el caballo que el encapuchado traía. Su sorpresa fue grata al comprobar, tras pedir nombre y procedencia, que no era otra la visita que la de una bella princesa de rubios cabellos, orejas afiladas que cortaban el cabello y dejaban entrever la carne rosada. Presentaba piel lisa y suave, la figura esbelta y cuidada y caminaba con orgullo en sus movimientos.
Ésta apenas dijo unas palabras, y si las dijo, el príncipe no las comprendió por no compartir el idioma, mas algo le quedó claro al príncipe esa noche: ella le quería. Le quería como futuro marido ¿acaso le pudo quedar duda alguna cuando ella, bajándose del caballo inmenso, con su porte elegante, se acercó y le besó en los labios?
Todo hubiese sido felicidad de no ser por un pequeño detalle: una forma grotesca, de calavera, dibujada sobre el cuello de la princesa, emblema y símbolo de la casa real de la que procedía. El príncipe señaló tembloroso con su dedo índice el cuello de ella y la princesa, con gesto serio bajó la mirada, le brotó una lágrima que apenas llegó a la nariz y se subió al caballo con la promesa implícita que tienen los besos, que tarde o temprano volvería.
El príncipe, desde ese momento, no dejó una noche de pensar en ella. De pensar en sus labios suaves acariciando los suyos. Ahora que la noche se volvía más oscura se los podía imaginar: los veía húmedos como el barro iluminado bajo el resplandor de la luna. Los recordaba como arcilla moldeada de su beso. Eran un encaje tan perfecto que al príncipe no le cupo duda alguna de que esos labios habían nacido para besar los suyos.
Al pensar en esto el príncipe se echaba una mano al ropaje, a la altura del pecho izquierdo, donde un fuerte dolor no le dejaba respirar por unos interminables segundos. Era ella, sin lugar a dudas, la que provocaba el dolor, sus pesadillas y sus remordimientos por no pensar en el reino, “mas yo quiero al reino y nada más que al reino y he nacido para reinar”, gritaba el príncipe en alto, y entonces, misterio que la noche guarda, el dolor remitía en el momento.
Pero cuando se manejan temas de amor; uno -ya sea lacayo, siervo o príncipe-, no puede detener la rueca que teje el hilo del sentimiento. Las formas de la princesa y el caballo aparecían de nuevo en su mente representadas con vivos colores, en su mente insana producto del delirio de tantas noches y ahora, el dolor, esta vez en la cabeza, le hacía de nuevo gritar “yo quiero al reino y he nacido para reinar”. Y así de nuevo el dolor remitía, mas no el pesar agudo de su corazón que, como sombra marchita crece a lo largo del día hasta convertirse en noche, éste amenazaba con no poder amar más de no ser escuchado.
Leonora aparecía de nuevo en la mente del príncipe ahora desnuda, con sus cabellos suaves que llegaban a la altura de sus rosados pechos, sus caderas estrechas que ensalzaban sus piernas musculosas y aguerridas, su mano delicada, suave, que acariciaba sus labios. Y el príncipe, al ver en su imaginación los labios de la princesa, esa arcilla moldeada a la semejanza del beso perfecto, sintió el candor del ser que ama y es amado. Y esta sensación le dejó turbado por un brutal estremecimiento que le sacudió el alma y le dejó tendido en el suelo, mas en el silencio, apenas consiguió decir en un susurro “soy príncipe y seré rey, pues he nacido para reinar”.
¿Cuántos otros perecieron, con el reino en llamas, por amar a la mujer equivocada? ¿Cuántos traicionaron al reino por amor y cuántos, por robar princesas o mujeres de otros reinos provocaron guerras y destierros, angustia y dolor? Mas él, el príncipe, al ser objeto de pensamientos que creía impíos contra su reino volvió a gritar, en los últimos momentos de la noche y con todas sus fuerzas, “yo seré quien os reine maldito y lóbrego reino, yo seré vuestro rey pues he nacido para reinar”.
Y apenas hubo dicho esto, unas voces -entre las sombras de la oscura veranda donde las gárgolas adquirían poses cada vez más grotescas- se alzaron en el aire para desgarrar el silencio con estridencias infernales:
“Reino o princesa,
tal será la elección
del futuro rey que gobierne
con la mano en el corazón.”
Las palabras, poco a poco, se perdieron en los últimos segundos de la noche y allá a lo lejos, en el césped, con los primeros momentos de luz que el alba porta, el príncipe pudo distinguir que alguien venía encaminado a palacio. Nada más reconocer la forma de montar a caballo pensó en ella y en sus labios. Su cuerpo se encendió y sintió el candor en las mejillas y en sus más agudos dolores de cabeza. Pero ahora era una sensación embriagadora manifestándose en todos sus sentidos: el olor de los bellos nenúfares del lago, el aire húmedo y empalagoso, denso, que acariciaba su rostro, el suave rumor de los pasos de su amada que venía de nuevo a palacio y el caer del agua de un arroyo cercano donde había pasado su juventud jugando entre las rocas.
Se situó al borde de la veranda, señaló la figura que se movía presta y el príncipe la imaginó. Supo en ese momento que la quería, que ese cuerpo debía ser suyo, que él debía ser quien reinase sobre esos labios. Y apenas hubo pensado esto, un débil gemido en forma de palabra salió de su boca: ¡Leonora!
Y sólo entonces el príncipe comprendió el agudo lamento que en su mente se había repetido durante los últimos meses, días y años desde que la había conocido; sólo cuando allá a lo lejos nació el primer rayo de Sol que atravesó el aire frío de las montañas y más tarde el espeso y denso aire que circundaba el lago; sólo cuando aquel primer rayo iluminó su pecho comprendió aquellos chillidos que le habían dejado exhausto por las noches, aquellos desgarramientos guturales que le habían impedido dormir cuando el resto del reino soñaba.
Ahora, convertido en piedra, con una mano en alto señalando una sombra inexistente en la pradera del palacio y la otra sobre su pecho de enamorado, el príncipe quedó condenado a unirse entre susurros al coro de las gárgolas malditas; susurros que sólo oyen los desaventurados enamoradizos, los piratas en celo embelesados por cánticos de sirena y los poetas malditos al enterrar su amor. Y entre dientes el príncipe masculló, con la misma entonación y voz grave y quejumbrosa, con el mismo aire y melancolía que teñía cada nota con la más desgarradora de las verdades, su primer grito de gárgola envenenada, sombra maldita que había surgido desde el día en que la besó:
“Reino o princesa,
tal será la elección
del futuro rey que gobierne
con la mano en el corazón.”
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