A las ocho en punto se apagan las luces de las salas. Una a una, las ventanas se oscurecen sumiendo al edificio en la más profunda de las tinieblas. Vista por fuera la inmensa construcción de hormigón no se diferencia en absoluto del resto de edificaciones que la rodean. El complejo hospitalario abarca buena parte del terreno cercado, pero se reservó el lugar más apartado para el sanatorio, lejos de miradas indiscretas, donde no significara ningún peligro para la gente normal. En el interior, las luces de emergencia suministran una iluminación fantasmal a las anchas galerías y pabellones. De vez en cuando el halo de luz que proyecta alguna que otra linterna rompe el efecto. El eco de las pisadas de los guardas y el grito ahogado de algún enfermo, es lo único que interrumpe la calma aparente en el silencio de la noche; pero dentro de cada una de las habitaciones cerradas con llave, la mayoría de los ojos permanecen abiertos en la oscuridad.
Tres de los guardas de seguridad que hacen su turno esta noche cenan comida china mientras intentan ver el partido en una pequeña televisión portátil. El resto del personal del sanatorio, médicos de guardia, enfermeros y celadores, tienen salas propias en cada una de las plantas.
En la habitación 208, una sombra se recorta a la tenue luz que entra por la ventana. La cama a medio deshacer aguarda a su ocupante. El escaso mobiliario que llena el cuarto acentúa la sensación de aislamiento. La muchacha es muy joven; suaves bucles ondulados caen en cascada hasta sus hombros. Viste una holgada bata blanca que deja al descubierto buena parte de la suave línea de su espalda, pero ella, ajena a su cuerpo, pierde la mirada en la extensión enlutada. Como cada noche permanecerá así durante horas.
Ha intentado suicidarse en varias ocasiones pero los médicos no consiguen descifrar el porqué; por ello, se encuentra recluida en la zona de máxima seguridad: todos los muebles están atornillados al suelo, la cama, la mesita, la silla… Las ventanas tienen cristales reforzados y no hay objetos punzantes o con filo en ningún lugar de la habitación. Tampoco habla, de hecho, hace años que pronunció su última palabra y desde entonces no ha vuelto a emitir sonidos. No llora, no grita, ni siquiera en sueños. Tampoco en su expresión se revela miedo o ansiedad; permanece ausente, extraña a lo que la rodea, a las cosas, a la gente, a toda intención, inquietud o sentimiento. Es como si no hubiera nada, como si fuera una cáscara vacía, un globo sin aire.
Aunque tampoco es capaz de pensar nada concreto (hace tiempo que eso también le resulta imposible) se mantiene alerta; instintivamente sabe que en cualquier momento pueden venir a buscarla y no desea que la sorprendan dormida.
Transcurren tres horas. Fuera de la habitación se escuchan por fin unas pisadas sobre el mármol, el murmullo de unos susurros agita la tranquilidad de los corredores. Alguien avanza por el pasillo de la segunda planta.
Frente a la puerta, blanca como el resto, los pasos se interrumpen. Una obertura acristalada del tamaño de una pequeña pantalla se abre a la altura de los ojos; al otro lado del cristal, un rostro acecha. Una pequeña llave plateada centellea en la oscuridad.
La muchacha parece advertir el ruido de la cerradura. Ha entrado. La puerta se cierra tras él sin hacer apenas ruido; casi puede percibir como avanza hacia ella. Es pelirrojo, muy corpulento, de unos 30 años. Tiene los ojos exageradamente separados y unas facciones pequeñas inmersas en un rostro demasiado grande que le confieren un aspecto insignificante a la vez que perturbado. Apesta a sudor, a desinfectante y a colonia barata.
-¿Qué pequeña? ¿Me estabas esperando?
Habla arrastrando las sílabas de forma empalagosa; aunque susurra tiene la voz aguda, afeminada. Su boca roja y cruel se abre como un agujero en la oscuridad.
La obliga a darse la vuelta, apresándola entre sus brutales manazas.
-Muy bien, muy bien…- masculla mientras clava los ojos en ella- Así me gusta, que te estés calladita.
Comienza a acariciarla por encima de la bata, oprimiéndola contra su pecho. La muchacha se deja hacer; sus ojos inertes brillan en la tenue penumbra, extraviados. La respiración del hombre poco a poco se convierte en un jadeo que tan solo ella es capaz de escuchar. Fuera hay tanto silencio que el tiempo parece haberse interrumpido. Estar allí es algo muy parecido a estar completamente a solas, pero eso a él no le preocupa.
Busca su boca hasta introducirle la lengua nauseabunda. Ella experimenta una angustia lejana, una repulsión distante, tal vez todo el asco que es capaz de sentir; pero no se resiste, no sabe cómo. Una anarquía de ideas la oprime; desconoce su significado, apenas es capaz de percibir sus prioridades. Los caóticos laberintos de su mente, en los que hierven mil pensamientos confusos, la paralizan: lleva encerrada en las tinieblas demasiado, en la completa paz de esa oscuridad elegida en la que ha aprendido a sentirse segura. Pero esta noche hay un destello, el mismo que la ha mantenido alerta durante los últimos meses, un pequeño fogonazo de luz roja que apenas reconoce; una sensación que se abre paso a través de sus entrañas como si se tratara de una sospecha. Tal vez un pensamiento. Una palabra. Algo que se parece mucho a un no. Apenas logra fijarlo durante un segundo, pero es suficiente. De repente da un violento salto hacia atrás. El hombre retrocede presa del desconcierto, por un instante temeroso de que grite y alerte a alguien. Nunca había hecho nada parecido. Sin embargo su gesto continúa ausente: los ojos, muy abiertos, observan el vacío por encima de su cabeza; parece no saber de dónde viene la amenaza. Y con la mano en alto, tensa, blande un puñal invisible, como si fuera a clavárselo al aire.
Él se relaja. Aguarda.
La muchacha, enmarcada por la débil luz procedente de la ventana, permanece en medio de la habitación con la mirada vidriosa y perdida, con el puño en alto, terriblemente insignificante, amenazando a la nada.
Se acerca; intenta sujetarle el brazo, ella responde asestando cuchilladas imaginarias, hiriendo con ferocidad una carne invisible, hundiendo un filo intangible en el vacío. Apuñala y vuelve a apuñalar. Apuñala su miedo, su dolor, toda su angustia. Una y otra vez, y otra vez más.
Él la observa gesticular durante un rato y decide marcharse: se le han quitado las ganas. Tal vez vuelva mañana, cuando esté más tranquila tras una dosis extra de tranquilizante.
“Es una loca” –piensa mientras cierra la puerta tras él y se sumerge en la oscuridad del pasillo, en un intento vano por borrar la imagen de su mente- “No es más que una pobre loca”.
hola tormenta,
Debo decirte que tu cuento me ha gustado mucho. Supongo que eres una mujer. Sólo una mujer puede describir tan bien el horror de una violación, el terror de unas manos brutales, el terror que puede inflingirnos un animal. Mereces todo mi respeto. Enhorabuena!!!!!