Me gusta hacer guardia por la tarde. A última hora, cuando el sol se pone, y el cielo se llena de colores extraños y violentos, como si renegara del azul. La luz se va apagando, las formas se difuminan y hasta el aire parece más limpio. Noto el viento azotarme el rostro, y, si cierro los ojos, puedo imaginarme estar en cualquier sitio. Aunque últimamente no se me ocurre nada. Sólo que estoy sobre el techo de un vagón de tren, haciendo guardia, abrazado a mi fusil, y que soy el mejor francotirador el mundo. Y eso no es imaginar.
Arturo y Toni siempre están con lo mismo cuando limpiamos las armas. Que si hubiesen sido muertos vivientes hubiésemos podido acabar con ellos enseguida, pero que, al tratarse una enfermedad o una mutación, el contagio se extendió tan rápidamente que cuando las autoridades se quisieron dar cuenta ya estaba infectado casi todo el mundo, y la situación era insostenible. Que en tres días todo el planeta estaba plagadito de esas cosas, y los pocos que éramos inmunes las pasamos canutas para no ser exterminados a mordiscos. Y que si se hubiese detectado antes, seguro que los científicos podrían haber encontrado una cura examinando nuestra sangre y viendo porque el bicho no nos afectaba.
Pero ya no hay laboratorios, ni gobierno, ni ejército ni nada. Sólo este tren que no se detiene nunca, y nosotros que no bajamos nunca de él.
Cuando yo llegué al tren tenía dos máquinas y más de veinte vagones. Fue como un milagro, porque llevábamos días escondidos sin encontrar más que engendros. Oír su silbato fue como si de repente el cielo se abriera y dios bajara a salvarnos. Aunque para Marta de poco sirvió. Ahora lleva seis máquinas y más de cuarenta vagones. Una auténtica ciudad, con hospital, talleres, comedores y almacenes. Hasta escuela, para los niños. No sé qué es lo que les enseñan. Pero sé lo que yo les enseñaría.
Ha venido el Revisor a hablar con el Jefe. Parecía preocupado. Tiene la mirada más profunda y triste del mundo. Escuche algunas palabras. Dijo que éramos poco más de mil, y que teníamos que dejar las vías del sur e ir al norte, a ver si encontrábamos más gente. Incluso dividir el convoy en dos o tres, y partir en busca de otros. A otros países, incluso. La radio que usamos es de corta distancia y tenemos que estar muy cerca para poder comunicarnos y hallar grupos que aún aguanten. Y ya llevamos varios días que no hemos realizado ninguna misión de rescate.
El tren nunca para. Como mucho ralentiza la marcha cuando atravesamos alguna población, y cuando llegamos a algún sitio donde nos esperan supervivientes. Quien quiera subir tiene que hacerlo en marcha. Por la noche coge más velocidad, para ir más seguros. Aún así hacemos guardia, aunque no sabía muy bien porqué. Esas alimañas son como bestias salvajes, no son capaces de planear un ataque coordinado al tren. Toni me ha explicado que, a veces, cuando atravesamos puentes o túneles, alguno de ellos ha saltado y ha habido que abatirlo sobre la marcha. Aunque somos inmunes, un mordisco suyo puede ser letal. Son tóxicos hasta sudando.
Hoy he visto una lince, con varios cachorros. Los he estado observando con la mira, hasta que los he perdido de vista. Eran preciosos. Sandrita me ha mirado asustada, pensando que les iba a disparar, pero le he dicho que nunca haría algo así. Soy incapaz de matar una mosca. Sólo engendros.
Han pasado apenas unos años y ya el mundo parece otro. No sabía que los seres humanos fuéramos tan nocivos. Ha sido desaparecer, y todo está mejor. Hay más árboles, y se ven un montón de animales. Dicen que en muchos zoos antes del fin los dejaron libres. Pero yo he visto alguno lleno de jaulas con huesos. Recuerdo que leí una vez que en Chernobyl pasó algo parecido. La zona contaminada, como estaba prohibido el acceso, se convirtió en un paraíso para la fauna. Aquí parece que ocurre lo mismo. Y como los engendros se quedan en las ciudades, a veces es como viajar por una reserva natural. Puede que sea lo único bueno de todo esto.
Yo tenía quince años cuando pasó. Recuerdo que me desperté a medianoche y me encontré a mis padres viendo la televisión en pijama. Parecían muy preocupados. Me mandaron de vuelta a la cama, aunque no pude dormir y estuve jugando a la play un buen rato. A la mañana siguiente, cuando fui a su cuarto, me encontré a papa muerto con las tripas abiertas y a mama convertida en uno de ellos, con la boca y las manos ensangrentadas. Me persiguió hasta la cocina, pero pude matarla golpeándola con una sartén hasta que dejo de moverse. Luego agarré a Sara, mi hermanita, y huimos de allí. La ciudad estaba llena de gritos y monstruos. Más tarde descubrí que mi hermana estaba también contagiada, pero no tuve valor para matarla. La abandoné y escapé. No sé si volveré a verla, ni si tendré valor para volarle la cabeza.
La misión de rescate de hoy ha sido un desastre. Habían contactado con una familia e íbamos a pasar a buscarles. Al llegar la cosa no pintaba bien. Estaban refugiados en la estación, pero rodeados de muchos apestosos. Nosotros, como siempre, habíamos retirado las concertinas para facilitar el acceso, y los atuneros, como les llamamos, estaban con las varas y los pinchos preparados todo alrededor de los vagones para impedir subir a los engendros. Los tiradores estábamos listos para facilitarles la huida. Al llegar el maquinista dio dos pitidos y aminoró la marcha. Empezamos a gritar para llamar la atención de aquella muchedumbre de bestias y entonces el Rubio la cagó. Estaba a cargo de la ametralladora y el muy imbécil desobedeció y empezó a disparar antes de que los engendros se alejaran del edificio, derribándoles allí mismo. Los de dentro, creyendo que esa era la señal, salieron, y fue una matanza.
A esas cosas hay que liquidarlas de un tiro en la cabeza o en el corazón. Son muy resistentes, como fieras, y puedes partirlos por la mitad que durante el tiempo que puedan seguirán tratando de morderte. Por eso los francotiradores somos tan importantes. No se trata de herirles, siguen siendo tan o más peligrosos. Hay que despacharlos de un solo disparo, e ir a por el siguiente. Así que cuando aquellos desgraciados salieron, se toparon con una masa de despojos que desde el suelo les atacaron.
Hicimos fuego de cobertura a la desesperada. Yo me concentré en salvar a una mujer que llevaba un niño en brazos, pero fue imposible. Cuando corren y les persiguen es fácil, no se tapan unos a otros, pero en aquella amalgama no podía distinguir bien las cabezas. Total, de los diez supervivientes, sólo subió uno, y con tantas heridas que murió enseguida. El Jefe vino hecho un basilisco y echó al Rubio una bronca del carajo. Pero dio igual. Al día siguiente ya no estaba en el tren. Esa noche lo tiraron por una ventanilla. El Revisor dice que cada vida es sagrada, pero era un gilipollas y un hijodeputa.
Vamos a cruzar Madrid. Por los túneles. Ya han ido dos avanzadillas para asegurarse que el camino está despejado. He visto cómo están ciudades mucho más pequeñas, y estoy acojonado. Pero hay que ir al norte, y es la única ruta que queda en condiciones. Nos han dado instrucciones, munición y hasta una misa. Sandrita ha venido a mi litera a dormir. También tiene miedo.
Recuerdo cómo encontré a Marta. Buscaba algo de comer en un caserón cuando escuché que alguien lloraba en la oscuridad. Los apestosos no lloran, así que me alegre. Le dije que no tenía nada que temer, que yo era humano, pero me costó que confiara. Tenía dieciocho años, más que yo, pero lo había pasado muy mal y estaba totalmente trastornada. Aún así la convencí para que me acompañara. Fueron los dos meses más felices de mi vida. Los engendros se concentran en las poblaciones, y si vas por el campo con cuidado no sueles encontrarte con ninguno. Poco a poco fue cogiendo confianza. Me admiraba por mi capacidad para buscar alimento y seguir adelante. Era preciosa. Y una noche hicimos el amor. No salió muy bien, pero la siguiente vez fue mejor, y las siguientes aún más. Me enamoré, la quería, y llegué a pensar que haberla conocido compensaba todo lo que había sucedido.
Hemos atravesado Madrid. Los túneles estaban repletos de engendros, y en Chamartín había miles. El tren los ha embestido. Ha sido una masacre. Un infierno. Hemos perdido todas las lanzaderas y más de cincuenta pasajeros. Casi descarrilamos. Yo nunca había matado a tantos.
Me gusta disparar a embarazadas. El Jefe explicó que las haya después de tanto tiempo significa que pueden reproducirse, y eso es malo para nosotros. Yo, si cuando viajamos veo alguna, cojo el rifle y le pego dos tiros, primero a la barriga, y luego a la cabeza. Así me aseguro que el engendro de dentro también palma. Una vez Elías me vio haciéndolo y me asustó un poco. Me dijo que no siempre tienen hijos con la enfermedad, sino que alguno nace sano. Yo debí poner una cara horrible, porque enseguida se apresuró a decirme que hacía bien matándolos. Él había visto lo que les pasaba a los que nacían sanos entre los engendros, y era horrible. Le devoraban vivo y la propia madre incluso participaba. Elías es un conseguidor, uno de los pocos que bajan del tren para buscar provisiones y munición. Ha visto cosas horribles. Sigo disparando embarazadas.
En el norte hemos vuelto a encontrar grupúsculos de supervivientes. Eso nos ha dado ánimos. El Revisor dice que si somos suficientes, puede que algún día podamos parar el tren y establecernos. Volver a empezar. E incluso, con el tiempo, recuperar las ciudades, los pueblos, y la vida.
Marta no consiguió subir al tren. Corrió detrás de mí, pero cuando yo subí, ella tropezó y cayó. Nos perseguían un montón de engendros, así que lo último que recuerdo de ella fue su mirada mientras la alcanzaban y la despedazaban con sus manos y sus dientes. Yo quise saltar, pero el Jefe me sujeto y lo impidió. ‘Cada vida es sagrada’, me dijo. Luego quedé como muerto, mucho más que cuando perdí a mis padres, y él se ocupó de mi. Me tomó a su cargo y me enseñó a disparar. Es el responsable de la unidad de tiradores. Pronto demostré que soy bueno. Donde pongo el ojo... Además soy rápido, muy rápido, y eso es muy bueno en este trabajo. Hay que abatir al mayor número posible para proteger a los corren para subirse al tren. Soy el mejor, y lo saben. Está orgulloso de mí, aunque piensa que estoy un poco loco. Pero sé que me quiere, y yo no le fallaré nunca.
Esta tarde hemos rescatado un grupo numeroso. Era un pueblo grande y había muchos apestosos, pero hemos trabajado bien (salvo Toni, que, como siempre, con las prisas ha acabado dando a uno de los que estaba cubriendo, por fortuna solo en el hombro. Luego le hemos dado las tradicionales collejas por patoso). Yo he visto a una chica que iba más retrasada y he intentado ayudarla. Iba muy apurada, con los engendros pisándola los talones. Me recordaba mucho a Marta. Mucho.
Pero iba tan atrás que el Jefe me ha tocado el hombro y me ha dicho que no merecía la pena. Era inútil. Me ha dado mucha rabia, así que me he tumbado y he apuntado bien. El tiro era difícil, pero le he atravesado la frente limpiamente. Ha caído muerta en el acto. Los apestosos no la torturaran. Es lo que tenían que haber hecho con Marta.
Tengo diecisiete años, viajo en un tren que nunca se detiene en un mundo lleno de monstruos, y nunca fallo un disparo.
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