Hace calor. El sol deslumbra, engaña, ciega. La brisa no alivia a nadie en la playa de Santa Helena. Por encima del pretil se puede ver el aparcamiento: cinco coches, tres huecos. A la derecha, casi a punto de perderse fuera del ángulo de visión hay unos baños de madera. A la izquierda, en la otra punta, comienza un muro de piedra. A su sombra un hombre de mediana edad duerme la siesta, pelo largo, desaliñado, dientes negros y rostro pálido, consumido, enfermizo, duerme sentado sobre una almohada raída y con manchas negras. En frente, más allá de los coches y la acera, la playa de Santa Helena. Atestada de gente, sombrillas, hamacas y arena, mucha arena. Al fondo un horizonte sin nubes sobre un mar de algas forman un arco tensado hacia el cielo.
Un 4X4 se acerca casi en punto muerto y ocupa una de las plazas. Un chico de unos 25 años, pelo corto, cutis recién afeitado, pecho y sobacos depilados, shorts de última generación y un brazo escayolado se apea del vehículo y avanza hacia la playa. Su mirada se desplaza buscando a alguien, se toma su tiempo. Su paso es intencionadamente lento. Por fin decide acercarse a una chica que toma el sol sobre una toalla azul marino y le dedica unas palabras. La chica usa una mano a modo de visera para verle mejor. Él señala su escayola y sonríe. Ella mueve un brazo con soltura, gesticulando para dar mayor énfasis a su frase. Él señala el aparcamiento. Ella duda por un momento. Algo en la pose del muchacho indica desasosiego, impaciencia. Muy tenue. Camuflada con presteza. Al fin, la chica asiente con la cabeza. Como en una película muda, sólo falta el fundido en negro con los subtítulos en blanco adornados con una cenefa. Pero no estamos en el cine. No hay fundido en negro, no hay diálogos porque se los lleva el viento. Se incorpora y ambos se dirigen a la acera. Sus voces comienzan a escucharse cada vez más alto: Con esta escayola me siento un inútil. Me da vergüenza pedir ayuda pero no me queda más remedio. No te preocupes, dice ella echándole una mirada de reojo. Luego observa como abre la puerta del 4X4 y frunce el ceño. ¿Dónde tienes la tabla? ¿No te lo dije? Está en casa de mis tíos, en la colina, le responde con desilusión, si tienes algún inconveniente... No. Supongo que no, dice ella encogiéndose de hombros. Ambos se meten en el coche. El rugido del motor despierta al hombre del muro que bosteza, tose y centra la vista en los dos chicos. La maniobra permite verles la cara. Enfoca el encuadre, un primer plano, porque siente curiosidad. La chica le ignora aunque le ha visto. Una mueca desagradable la delata. El coche se aleja hasta desaparecer.
Pasa el tiempo, un perro callejero juega con una manzana podrida, el hombre del muro se estira, se incorpora, mira a su alrededor y vuelve a sentarse. Buscando en su mochila saca una camelia marchita, la observa, la huele, la estruja entre sus dedos, la olvida y sigue buscando. Al cabo de un rato se le iluminan los ojos y descubre una botella envuelta en periódicos. Bebe de ella. Un policía se acerca dando un paseo, su mirada se centra en el hombre del muro, analiza su pose, sus gestos, estudia todos sus movimientos. El 4X4 vuelve al aparcamiento y el chico se apea de nuevo. Una muchacha sale de los aseos. Disculpe, dice él acercándose con timidez, quería sacar mi tabla de surf. Hoy hace un día espléndido: viento, olas, sol. Pero necesito ayuda. Con una sonrisa señala su escayola. No sé, dice ella, mi novio está en la playa y espera que le lleve una cerveza. Él se ríe a carcajadas, el hombre del muro se incorpora atento a la conversación, el policía frunce el ceño retorciendo su porra. Debería ser él quien fuese a por la cerveza... En serio, está ahí al lado. Yo solo no puedo. Ella le mira, mira la playa, involuntariamente agita un brazo hacia el suelo, como si votase un balón imaginario, y se acerca del mismo modo que un niño o un cordero que se dirige inocente al matadero. Está bien. ¿Dónde la tienes? La guía hasta el coche. Que bien te lo montas, dice el hombre del muro. La chica se para en seco. El chico abre la puerta del coche y se queda en silencio. Disculpe, no le entiendo. Sí, hombre. Hace un rato que te fuiste con otra que también estaba muy buena. Lo siento. Me confunde con otro. La muchacha da un paso atrás y con una mano en la boca mira la playa de nuevo. ¿Que pasa aquí?, pregunta el policía con la porra en la mano. Nada. Este hombre me confunde, pero ya se iba, responde el muchacho con los ojos abiertos, las pupilas contraídas, casi inexistentes, dos ventanas pequeñísimas a una mente cerrada, mentirosa. Una mente que oculta algo horrible. El vagabundo lo sabe bien. Ese chico es un lobo. Viste un traje atractivo que luce muy bien, pero en aquellas ventanas el vagabundo ve un reflejo de sangre sobre una pared de madera, muñecas atadas con un alambre de cobre, una muchacha semidesnuda con la cara destrozada, bañada en tajos, vestida a mordiscos. Lo ve en aquel instante y mira a la chica con un gesto de súplica, de advertencia. Ella le devuelve la mirada y, de algún modo, capta la idea, pero no responde, sólo cambia de rumbo y se aleja. El chico cierra el puño en señal de protesta, se mete en el coche y arranca. ¿Te parece bien molestar a los críos yonqui de mierda?, escupe el policía. La porra ascendiendo. El hombre del muro no dice nada, no tiene tiempo. El golpe le tira al suelo y con los brazos se protege la cabeza en un acto reflejo fruto de la experiencia. El coche se aleja, la chica corre por la arena. Hace calor. El sol deslumbra, engaña, ciega. La brisa no alivia a nadie en la playa de Santa Helena.
La doble moral, el crimen en personajes que no parecen criminales y el vagabundo que ve más allá.
Muy buena mik616, sigue así.