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URBAFINIAS
En el año 2010 llegaron a miles y rodearon el planeta Tierra al completo. Sus gigantescas naves, llenas de miríadas de mentes que se comportaban como unas pocas, iniciaron el descenso y catalogaron varios millones de pobladores distribuidos por todo el planeta. Estudiaron sus acciones, sus motivaciones.
Y decidieron comenzar el ataque.
Por una simple cuestión de azar, el primero que cayó fue el ente llamado Nueva York. Si bien era una criatura puntiaguda que elevaba sus arterias hacia el cielo, cosa que alarmó a los invasores, pronto se dieron cuenta de que era débil y no suponía amenaza alguna. Varios de sus órganos exteriores estaban descuidados, por lo que comenzaron por ellos; una vez acabaron se centraron en el tronco de la criatura, purulento y contaminado, y a pesar de los heroicos embates de sus defensas, lo redujeron a cenizas, marchándose y dejándolo inútil y agonizante.
Al poco tiempo, en otras partes del mundo, comenzaron nuevos ataques. El ser pestilente conocido como Venecia se hundió en las mismas aguas en las que se revolcaba, al tiempo que el anciano Roma presenciaba cómo masacraban aún más su bello pero desgastado cuerpo. Los invasores, por un momento, pensaron en apiadarse de los invadidos, pero recordaron lo que habían visto, de lo que habían sido testigos mientras registraban a los habitantes del planeta. En el hemisferio norte los pobres y los débiles eran abandonados a su suerte. Los pequeños seres de adobe y paja apenas resistían hasta que o bien eran fagocitados por los tiranos de piel de cemento o bien morían en la soledad de su abandono. Sólo los monstruos grises sobrevivían. Sólo colosos como el fluorescente Tokio quedaban para mostrar su supremacía. Y estaban sanos, reflexionaban los invasores. Sus sistemas circulatorios, digestivos y excretores, entre otros, eran fuertes y resistentes en la mayoría de los casos, pero las neuronas que regían el comportamiento de criaturas tan dispares como Moscú, Madrid o París estaban podridas hasta la última fibra. Hasta la misma cadena de la vida se habían saltado: nacían y crecían, pero se negaban a morir, se negaban a simplemente dividirse para dar lugar a nuevas entidades. En vez de eso proseguían con su interminable proceso de absorción, atrapando a sus modestos hermanos periféricos y drenándolos hasta que no eran más que un apéndice inservible. La Tierra está poblada de engendros enfermos, no dejaban de pensar.
Cuando hubieron acabado con el hemisferio norte prosiguieron con el sur. Allí vieron atrocidades aún mayores si cabe. Entes como Bagdad y Kabul parecían tener tan poco apego a la vida que no hacían más que automutilarse continuamente provocándose ulcerantes heridas en muchos de sus órganos vitales. Asimismo contemplaron horrorizados cómo muchos de ellos habían sido víctimas de terribles torturas, como Buenos Aires, Beirut o Brazzaville, torturas que llegaban a incluir la extirpación del cerebro y su sustitución por porciones del de Washington, Tel Aviv o Bruselas.
No, aquel mundo aberrante no podía sobrevivir, no debía quedar vestigio de tal cultura bárbara, decadente y represiva. Los invasores se emplearían a fondo para que no permaneciera ni uno solo de aquellos seres en pie.
Exterminarían hasta la última célula.
Bienvenido, Magnus Dagon
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