Un relato de Manheor
Giró la llave en el contacto. Poco después, el amanecer despuntaba, tiñendo de dorado un cielo color lavanda. Metió segunda y giró el volante hacia la derecha. Por las ventanillas, parterres, alguna casita con granero o sin él, postes de madera y metal, hilos y cables con pájaros reflexivos, recortes de abetos y robles... sombras y luces en mosaico.
Pensó en el día a día: trabajo, mujer, un hermano en crisis en alguna parte, al oeste; lejos... El cielo era un óleo de tonos salmón en el este; nubes bajas y esponjosas más allá de las colinas de hierba que flanqueaban su camino; rosa en el vientre y gris oscuro en los cabellos. Movió los labios y miró por el retrovisor y estiró la mano al asiento del copiloto y palpó a tientas el móvil y marcó dos seises y siete números más y se lo llevó al oído. Colgó antes del segundo tono; su hermano. Dejó caer el móvil sobre el asiento y subió a cuarta y pisó el acelerador y miró el móvil dos veces mientras vibraba y dejó de mirarlo hasta que calló.
Eran las siete y media y su ciudad dormitorio, cajones con sombrero de teja pintados de amarillo y varias tiendas y un cine y un parque con columpios, asomó en el horizonte. Entonces vio la primera mancha.
Era oscura y granate y rodeaba en un oasis la delgada lágrima de pintura blanca de la línea de adelantamiento que separaba los carriles. Sus ojos se abrieron y parpadeó y miró por el retrovisor y esperó. Las rayas blancas, en un morse acelerado sobre el asfalto. Allí no había nada. Movió los labios mascullando un sinsentido y se pasó los dedos por la barbilla y sintió el impulso de dar la vuelta y se resistió y siguió conduciendo cara a la ciudad.
Pasó de largo una señal oxidada y con dos agujeros de bala atravesando las “oes” del nombre de su ciudad. Quedaban tres kilómetros. Las colinas se suavizaron y la carretera descendió también suavemente. Un valle aluvial y montañas en el horizonte, un río cruzando la ciudad en una vena azul y dorada. Entonces vio la segunda mancha.
Era más oscura y amplia que la anterior y dos carriles de neumático rojizos partían de la isleta oscurecida. Frenó bruscamente y las ruedas patinaron y apretó los dientes y consiguió controlarlo y se pasó de largo. Miró por el retrovisor; por el de la izquierda, el del techo y el de la derecha. La mancha no estaba. Paró el coche en el arcén y oyó un bocinazo y alguien gritó y un sedán negro pasó en una ráfaga y él suspiró. Se quitó el cinturón, giró la manija, bajó del asiento y caminó por el asfalto.
Separó los dedos y se los sopló. Manchas de centro rojo y bordes blancos sobre sus dactilares. Se los sopló otra vez y les escupió. Masculló algo y se revolvió el cabello. Se arrodilló; el calor le calentó las rodillas a través de sus vaqueros y supo que se iba a quemar. No importaba; la mancha no estaba allí. Volvió al coche y bajó aún más las ventanillas y arrancó y se dirigió a la ciudad.
Faltaban seis manzanas cuando giraba por la rotonda con la estatua enfilando a la segunda a la izquierda, su camino a casa. No había visto más manchas desde la última y su mente se olvidó y pensó que había bebido demasiado y que sí, que era una tontería y que esas cosas no pasan y que debía dormir más y que se lo contaría a su mujer. Por el rabillo del ojo vio la última mancha. Algo en la mancha; un carrito de bebé destrozado, la lona esparcida en pedazos oscuros y encharcada de sangre. Su corazón golpeando fuerte; en el pecho y en las sienes. Latidos de miedo; pompompom una y otra vez.
Sus párpados se abrieron y sus ojos se llenaron de capilares rojizos y el sudor resbalaba por su frente y los labios goteaban saliva y sus nudillos estaban blancos y el escroto y el esfínter eran tiras de cuero en un tambor. La carretera corría sobre el reflejo a cámara lenta y hacia atrás: un bar, una pareja en un banco, unas mesas de piedra vacías entre la hierba, palomas comiendo migas que espolvoreaba un viejo, un perro ladrando desde un ventanilla entreabierta, una cola en sentido contrario y el humo de un camión, negro y espeso, un bache que él había esquivado, sombras chinescas hacia el oeste...
Un grito, un impacto sordo y un borrón rojo en el parabrisas; pintura roja, pintura roja en el parabrisas. Sangre.
Sobre los tres espejos, izquierdo, derecho y el del techo, dos raíles rojos sobre el asfalto, un charco de sangre y un carrito de bebé destrozado.
Muy triste y bien llevado el relato. Tiene algo desgarrador y desasosegante que funciona muy bien. Hay dos cosas, no obstante, que me han llamado la atención: tus referencias escrotales (a las que ya me voy habituando :-) y el uso excesivo de la conjunción "y" cuando con comas, creo, hubiera funcionado mejor. Entiendo la idea del recurso, pero no lo veo aplicado aquí. Supongo que es cuestión de gustos.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.