Desempolvando los esqueletos del armario
Dicen que todo el mundo tiene un esqueleto escondido en el armario. Para respetar la máxima de que toda historia tiene que contener algo de conflicto, los escritores saltamos sobre estos oscuros secretos como buitres. Aquí reflejo algunas consideraciones que se me ocurrieron leyendo L’homme à l’envers de Fred Vargas.
Existe una historia terrible en Francia que algunos creerán leyenda y que mucha gente conocerá fuera de sus fronteras gracias a la película El pacto de los lobos (Christophe Gans, 2001). No puedo criticar este largometraje todo lo que quisiera porque, al fin y al cabo, fue el que me puso sobre la pista de la bestia de Gévaudan. Entre un guión bastante pobre -y esto será todo lo que diga al respecto- percibí una historia estremecedora y me pregunté de dónde podría haber salido.
Ya me había ocurrido con Charada (Stanley Donen, 1963) y su ignominioso remake. Lo que no me podía esperar es que, en este caso, el “guión” original fuese una historia real, histórica. Cuando compré el libro La bête du Gévaudan de Michel Louis (Editions Perrin, 2003) iba tras la pista de una leyenda francesa, de una pieza de folklore. Sin embargo, al adentrarme en su lectura, no pude sacudirme el pensamiento persistente de que aquello había ocurrido de verdad.
Que haya llovido mucho desde 1764 y que el texto me haya permitido aprender mucho de la capacidad investigativa de los zoólogos y los historiadores, de la vida de los lobos y del espíritu humano, no resta un gramo de importancia a la cruda -y tal vez macabra- realidad: que sobre una sangrienta historia con más de cien horribles muertes hemos escrito libros y rodado películas.
Este pensamiento, que en tal quedó pues es imposible interesarse en ningún aspecto del ser humano que no incluya unos cuantos cadáveres, volvió con más intensidad después de leer la novela de Fred Vargas traducida como El hombre al revés. Y fue por un motivo diferente: el tratamiento que dio a ese esqueleto desempolvado.
Esta maestra de la novela policíaca, arqueóloga y medievalista, no utiliza en ningún momento, de un modo directo, la historia de la bestia de Gévaudan. No hace falta. Sus lectores, franceses en primera instancia, no necesitan mucha ayuda para establecer paralelismos entre los hechos del libro -policíaco actual- y despertar su saber popular sobre el loup-garou -nuestro hombre lobo-. Así, sin necesidad de contaminarlos convirtiéndolos en una historia barata, Vargas toma los hechos históricos y construye su novela sobre ellos.
Ha dado con la piedra angular de toda historia narrada: el respeto a lo ocurrido, a los cimientos sobre los que se construye.
No se trata sólo de reverenciar la memoria de los muertos, con sus aciertos y sus errores propios de todo ser humano, sino de percibir en todo su significado aquella máxima que dice “la realidad supera siempre la ficción”.
Estamos acostumbrados a escribir, leer, escuchar y ver historias sobre guerras, crímenes, sucesos extraños y cualquier otra variante de la tragedia humana. A veces, en mitad de este bombardeo de historias, y creo que por culpa del género comercial cinematográfico más duro, nos hemos olvidado de dónde está el auténtico drama, que es el que da fuerza a la historia, y hemos trivializado todo, permitiendo que prime la forma sobre el fondo.
No sé si observaríais de pequeños que en las películas de vaqueros cada vez moría más gente y, paradójicamente, iban perdiendo fuerza. Ahora en las historias de agentes secretos, la magnitud del desastre mundial cada vez es más enorme -y eso que parecía imposible superar la bomba nuclear- y, sin embargo, la gente sólo bota en el cine con los cambios de volumen de la banda sonora.
La literatura, aunque los ejemplos sean menos gráficos, tampoco escapa. Con el sistema de los folletines de enganchar dejando una incógnita en el último párrafo del capítulo, algunos autores han llegado a equiparar el descifrar como se lee un mensaje escrito al revés con el resultado de una traición con asesinato.
Entre tanto fuego de artificio no dejo de preguntarme si la gente se da cuenta de que el momento más emotivo, más dramático, que nos presta Gandalf en El señor de los anillos es su sacrificio en Moria, donde a pesar de ser el mago más poderoso de la Tierra Media no nos obsequia con bombas nucleares mágicas. Claro que Tolkien conocía bien el oficio de narrador.
¿Qué es lo que ocurre? ¿Dónde está el problema? A mi parecer, muchos narradores, sean del género que sean, se han olvidado de cuál es el auténtico núcleo de las historia. Se han despistado con los efectos visuales y se han olvidado de que el peso de las narraciones lo sostiene esa materia etérea que podemos llamar espiritual -las famosas pasiones que tan magistralmente retrató Shakespeare-. Cuando se une además el hecho de desempolvar un esqueleto -cosa siempre delicada- este tipo de fallo deviene irreverente en el sentido más negativo de la palabra.
¿Qué es, pues, lo importante de una buena ambientación? El respeto.
Éste nos debe recordar que no es lo mismo que los caballeros medievales llevasen cada uno su blasón de armas qué que siguiesen todos al mismo rey. Éste nos debe recordar que ametrallar soldados enemigos desde un avión no es dramático, por muchos que mueran, si nos olvidamos del piloto y sus sentimientos -o de los de los ametrallados-. Porque detrás de cada situación hay una realidad profunda, y eso es lo que da el peso a las narraciones.
La idea que quiero transmitir es que las ambientaciones no están compuestas de buenas documentaciones, sino de las interacciones de los personajes que integramos en ellas. Las historias reales, históricas o derivadas, son apasionantes no por los uniformes y los decorados, que pueden dar mayor o menor colorido a la historia pero que no bastan por sí mismos, sino por la tragedia humana que late bajo ellas. Siempre.
En el fondo nos encantan las historias bélicas, trágicas, sórdidas y similares porque hacen aflorar la faceta más épica del hombre. No tiene nada de raro esta atracción, no nos equivoquemos porque no reside allí el problema. Narremos la vida de las hormigas, los enfrentamientos en las trincheras de Verdún, las peripecias de los corsarios de Tortuga o los asesinatos en serie de un tarado, pero no nos olvidemos que detrás de cada historia hay humanidad. Si lo hacemos, primando los salpicones de sangre y los fuegos artificiales, conseguiremos profanar la memoria de hechos que, a fin de cuentas, nos han constituido.
Incluso cuando se conciben comedias, estas reflexiones tienen su importancia. No nos olvidemos que las obras que no respetan su “inspiración” rara vez nos hacen reír con lo que pretenden, aunque si que muevan a risa por motivos no deseados.
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Stalin resumió bien lo que dices en una de sus frases más terribles: "la muerte de un hombre es una tragedia, la muerte de un millón es una estadística". Tenía toda la razón. En cualquier drama colectivo si no existe ese drama individual no hay emoción. Claro que también existe el riesgo contrario: perder el significado colectivo de una historia individual y hacer un telefilme. Hay que trabajar los personajes y sus interacciones para que sean parte de un todo y al mismo tiempo más que piezas de ese todo.
Buen artículo, compañero.