FRACASADA
Ni lo intentes. Una foca torpe como tú no va a conseguirlo. Sería mejor que reconocieses que no puedes hacerlo y te ahorrases el ridículo. Sabes que fracasarás otra vez y se reirán de ti, como siempre. Porque eres una fracasada.
El profesor se estaba impacientando porque tardaba demasiado en decidirme. Odiaba el instituto y sobre todo odiaba las clases de gimnasia pero sobre todo odiaba los humillantes ejercicios en el potro. Correr, apoyarse y saltar. Quizá fuera así de fácil para otros, pero no para mi limitada coordinación corporal. De niña ni siquiera había sido capaz de saltar a la comba sin trabarme con la cuerda.
Estúpida, no hay nada que pensar. Déjalo.
Pero lo intenté... y unos segundos después estaba en el suelo. Me había hecho daño y ni siquiera me importaba porque se estaban riendo de mí y de mi ropa interior, que había quedado al descubierto.
¡Te lo dije! ¡Fracasada!
Muchos años después seguía oyendo las risas de mis crueles compañeros y también mis propios pensamientos autodestructivos, palabra por palabra. Todo había quedado grabado a fuego en mi memoria para no aprender absolutamente nada, para continuar la cadena de errores que acabó siendo mi vida. Mi memoria era la sal que caía sobre mis heridas emocionales para que que nunca llegasen a cicatrizar como tampoco habían cicatrizado las heridas de mis brazos. Cuando veía aquellos feos rayajos negros, por los que había dejado de llevar manga corta, recordaba que ni siquiera había sido capaz de matarme. Quería morir pero idea de desaparecer para siempre me asustaba demasiado. Así acabé en una institución mental, un lugar donde abandonaban a gente que no era capaz de continuar su vida pero tampoco de terminarla. Lo único bueno de aquel lugar es que me recordaba que había otros que sufrían tanto o más que yo, una lección que sí conseguí aprender.
Pero saber que había otros que sufrían más que yo no era suficiente para que en noches como aquélla dejara de lacerarme a mí misma con mis pensamientos.
Ni siquiera fuiste capaz de acabar con tu dolor. Sólo eres una carga para tus padres, aunque seguro que a estas alturas han perdido toda esperanza contigo.¿Y qué trabajo vas a encontrar el día que salgas de aquí? ¿Sabes la única forma en que podrías ganar dinero? Haciéndote puta. O quizá no, porque tienes treinta años y no sabes lo que es follar...
No era la voz de mi consciencia sino la voz ronca y desagradable de un hombre sentado en mi cama y que de alguna forma resonaba en mi cabeza. Grité y él se levantó, tan sorprendido como yo. Entonces entró Cristina, que dormía en la habitación contigua.
–¿Por qué gritas? ¿Qué te pasa?
–¡¿Qué me pasa?! ¡Hay un hombre en mi habitación!
Echó un vistazo a alrededor pero no parecía ver nada, incluso cuando él quedó delante de sus ojos.
–Cielo, me parece que tuviste una pesadilla... o a lo mejor un sueño húmedo.
El hombre empezó a reirse a carcajadas, carcajadas que mi compañera parecía no oír. ¿Se habían compinchado para gastarme algún tipo de broma?
A ver, lo de puta era sólo una idea. La verdad es que ya te gustaría tener unas tetas como las de tu amiga, dijo en mi mente el muy asqueroso y yo me ruboricé.
Mi compañera, que no amiga, se reía al marcharse pero eso no me importaba porque el intruso se quedó. Debía tener alrededor de veinte años y podía decirse que era guapo a pesar de lo delgado que estaba, pero la expresión burlona y despectiva de su cara le quitaba cualquier atractivo.
¿Entonces puedes verme?
Claro que puedo verte, subnormal.
No lo dije en voz alta pero él lo oyó igualmente. ¿Es que me estaba volviendo loca?
No te estás volviendo loca. Eres un poco boba, eso sí. Debes ser una de las pocas que pueden vernos. Me encanta. Nunca había tenido una amiga. Tenemos mucho de que hablar mañana.
Por supuesto, lo de amiga no iba en serio y eso quedó muy claro cuando me levanté apenas un par de horas después y me acompañó mientras desayunaba con Cristina, que parloteaba sin importar la hora, como de costumbre, mientras aquel cretino intervenía con alguna lindeza.
Menudas fracasadas estáis hechas. ¿Sabías que tu amiguita le hizo una mamada a uno de los psicólogos? Deberías probarlo, igual descubrías que eres buena para algo.
¡Cierra la boca!
Lo peor es que probablemente fuera verdad, porque mientras que yo seguía virgen mi compañera no mostraba ninguna inhibición. En cualquier caso yo quería hablar de otras cosas.
¿Cómo te llamas?
No respondió, así que hice otra pregunta.
¿Eres un fantasma?
¡Por fin lo has deducido! Me temía que tuviera que cubrirme con una sabana y arrastrar cadenas por las noches...
¿Eres tú el que decía siempre esas cosas tan horribles en mi cabeza?
He visto tus sueños y recuerdos, pero no. Debió ser otro porque somos muchos. ¿O te crees que yo sólo podría dar abasto con todos los fracasados del mundo? Pienso que puedes verme porque estuviste a punto de morir pero fracasaste como en todo lo que has intentado hacer en la vida.
¿Por qué haces esto?
Ignoró también esta última pregunta y se desvaneció sin más, pero volvería a ratos para repasar a fondo mi vida con comentarios sarcásticos y crueles. Al principio le insultaba y él celebraba mis insultos con risas. Hasta que entendí que trataba de desquiciarme y que no se iba a ir. Le ignoré y resultó mucho más fácil ignorar aquella voz interior que siempre me había acompañado sabiendo que no venía de mi mente sino de un ser sádico y cruel.
¿Intentas ignorarme? Entonces lamento decirte que tengo muchos recursos...
No mentía, apenas un rato después le vi hablando con Eulalia, una anciana con una enfermedad mental degenerativa. En su sillón de siempre, mantenía la mirada en el horizonte infinito sin más compañía que la del fantasma.
Pobrecita mía, nadie te quiere. A tus hijos no les importas. Sólo esperan a que mueras para dejar de pagar este lugar. Seguro que discuten mucho por repartirse el coste. Te han olvidado y lo sabes porque ni siquiera te visitan el día de tu cumpleaños.
La mujer permanecía totalmente inexpresiva pero una lágrima resbalo por su púpila. No pude contenerme ante tanta crueldad:
–¡Cállate! ¡Déjala en paz! –grité.
–¡¿Qué estás haciendo?!
Era una de las enfermeras. No la había visto venir y me echó una buena bronca para despiporre de mi enemigo. No volvería a olvidar que era la única capaz de advertir su presencia.
Aquello no fue una travesura sino la primera batalla de la guerra entre el fantasma y yo, una guerra en la que él era siempre el atacante mientras yo intentaba reparar el daño. Conocía los recuerdos de los internos y sus debilidades y sabía perfectamente qué decir a cada uno de ellos para alimentar sus emociones más negativas, ya fuera socavando su autoestima, hundiéndoles en la melancolía o alimentando sus fantasías de venganza. Luego era yo la que trataba de arreglarlo con mis torpes palabras de consuelo. No obstante, no estaba tan indefensa como podría parecer porque de alguna forma la misma facultad que me permitía ver a mi enemigo me permitía conocer mejor a sus víctimas. Empecé a sumergirme en sus recuerdos y revivir sus infancias, desgraciadas como la mía en la mayoría de los casos. A todos les impresionaba que yo pudiera conocer tantos detalles de sus vidas y por eso me prestaban atención.
Ese conocimiento era mi mejor arma .pero no era suficiente para igualar aquella guerra y suponía una creciente carga emocional para mí. Además él seguía siendo un misterio. Traté de penetrar en sus recuerdos sin ningún éxito. Ni siquiera sabía su nombre. Lo que sí sabía es que era tan paciente como astuto. Jamás perdía la calma. Sabía que emocionalmente yo me desmoronaba poco a poco. Hubiera sido una mera cuestión de tiempo que me viniera abajo si él no hubiera decidido darme un golpe definitivo. Porque mientras trataba de consolar a los demás internos me olvidaba de quien estaba más cerca de mí. Siempre me había fastidiado su carácter exageradamente extrovertido, así que cuando Cristina dejó de mostrarse tan expansiva no sólo no sospeché sino que me alegré de que dejara de cansarme con sus locuras. Tampoco el fantasma le hablaba delante de mí, como hacía con el resto, sino que actuaba a mis espaldas.
Finalmente una noche el fantasma interrumpió mi sueño. Hacía muchas noches que no lo hacía:
Deberías hablar con tu amiga. Creo que no se siente bien.
Me levanté y no la encontré en su habitación.
Quizá deberías buscarla en la azotea. Creo que le gusta pasear por allí por la noche.
Mentira. Como es fácil suponer, el acceso a la azotea estaba prohibido. De hecho la puerta de acceso sólo se abría ocasionalmente para las labores de detenimiento. Cuando llegué y encontré la puerta abierta de par en par mi corazón se aceleró porque sabía que un interno jamás habría conseguido las llaves, que la Dirección mantenía a buen recaudo. A no ser que contara con la ayuda de un fantasma capaz de averiguarlo todo sin ser detectado...
Al salir a la azotea mis peores temores se confirmaron porque Cristina estaba apoyada sobre la barandilla con intención de saltarla. Detrás de ella estaba el fantasma. Se volvió para mirarme con los ojos llenos de lágrimas.
–¿Qué coño haces tú aquí?
Nunca me había hablado con esa dureza.
–Ven conmigo, no hagas tonterías.
–¿Y a ti qué te importa?
–Soy tu amiga.
–Tu nunca has querido ser mi amiga. Crees que soy una golfa y una bala perdida, como todos.
Tenía razón, lo pensaba. Ella había intentado ganarse mi amistad y yo me había limitado a tolerar su presencia porque me distraía de mi soledad. Sintiéndome horriblemente culpable, entré en sus recuerdos... y la experiencia fue brutal. La vi desnuda sobre el cuerpo desnudo de un hombre y luego debajo de otro hombre y después en todas las posturas que se me pudiesen ocurrir. Cuerpos sin nombre que se sucedían más y más deprisa, sin que dejasen otra cosa que sudor y billetes sobre una mesa. Cada encuentro la dejaba más extenuada y vacía. Estaba mareada y sentía nauseas. Pero no la juzgué. ¿Acaso sus errores eran mayores que los míos y no había sufrido tanto o más que yo?
¿No te dije que era una puta? Vaya asco. ¿Por qué te preocupas de estos fracasados?
¡Cállate! ¡Al menos tiene unos padres a los que le importa! ¡Y tiene una amiga! ¿Es que a alguien le importa que estés muerto?
Por primera vez pareció no saber qué responder. ¿Cuánto tenía que haber sufrido alguien para perder toda capacidad de empatía y tratar de hacer todo el daño posible? Ésta era la pregunta correcta, la pregunta que me permitió entrar en sus recuerdos.
Esta vez no viajé lejos en el espacio sino en el tiempo, porque me encontraba en un despacho de la institución, pero en vez de ordenadores, impresoras y sillas de plástico había máquinas de escribir, teléfonos con diales y fotografías en blanco y negro. El fantasma era sólo un muchacho que se llamaba Ricardo y permanecía en silencio y con la mirada en el suelo mientras sus preocupados padres hablaban con el psiquiatra.
–Por favor, doctor, tiene que hacer algo. Nuestro hijo es un degenerado...
–Aquí no usamos esa palabra. Los invertidos son personas cuyo desarrollo emocional no ha sido el adecuado y necesitan ayuda.
Después vi cómo le "ayudaban". Primero, con dosis de bromuro para mermar su líbido y también sus facultades mentales. Como no era suficiente, redujeron sus raciones de comida y el tiempo de sueño. Cuando empezaron a aplicarle duchas frías había enflaquecido y su cuerpo agotado sólo reaccionaba con energía bajo el agua helada.
Eres un enfermo, Ricardo. Haces daño a tus padres y lo sabes pero no puedes evitarlo porque eres un maricón degenerado. Lo mejor que podrías hacer es matarte...
El fantasma estaba de espaldas y no podía ver su cara pero sí escuchar las horribles palabras que vertía sobre los oídos de Ricardo.
Por último le vi desnudo en la ducha otra vez pero estaba solo y el agua resbalaba tan caliente sobre su escaldada piel que tras el vapor ya parecía un fantasma. Indiferente al calor, apoyaba la espalda contra la pared para mantenerse en pie. Cuando se desplomó como un guiñapo, pude ver que sus brazos no estaban cubiertos de muchas cicatrices cortas e indecisas sino de dos trazos largos y limpios en cada brazo. No habría tiempo para que cicatrizasen. Su vida, líquida y roja, abandonaba su cuerpo por el sumidero de la ducha y sólo quedaba el odio, intenso y asfixiante.
Volví al presente e inspiré con fuerza el aire fresco, tan distinto al sofocante vapor de la ducha.
Lo siento, sufriste mucho, no debieron hacer eso contigo. Pero hacernos sufrir no te hará sentir mejor. Hablemos de ello y te sentirás mejor...
Ricardo lloraba como el niño desconsolado que era después de todo y al que no podía abrazar.
¡No me compadezcas! ¡No te atrevas a sentir lástima por mí!
Sin quererlo había conseguido lo imposible porque estaba fuera de sí. Seguía llorando pero los dientes le castañeaban de pura rabia. No dejaría que intentase salvarle.
Pero sí podía salvar a Cristina. Me acerqué a la barandilla y apoyé el pie derecho sobre la barra inferior.
–¿Qué estás haciendo?
–Mátate si quieres pero no impedirás que te acompañe. No pienso quedarme sola.
–¡Mira que eres idiota! –dijo, pero el tono de su voz se había suavizado, a pesar de sus palabras.
Se separó de la barandilla y dio un par de pasos hacia mí. Estaba conmovida porque sabía que yo no iba de un farol. Pensé que había ganado la partida.
Qué ingenua era. El fantasma era demasiado testarudo para aceptarlo y agarró a Cristina por los hombros. Gritó Cristina y grité yo, que jamás le había visto interactuar con nada material y por eso daba por sentado que no podía hacerlo. Cristina trató de zafarse de las manos invisibles pero él la empujó fácilmente hacía el vacío. Aullamos las dos cuando cayó y un instante después nuestra amistad había terminado porque cuatro plantas más abajo sólo había un cuerpo aplastado contra el suelo. Yo lloraba de desesperación pero el fantasma no reía. Había conseguido quebrarme pero estaba callado, asustado incluso.
La respuesta al porqué de su temor llegó con un estampido que golpeó mis oídos como un rayo en una tormenta. Un visitante había llegado, otro fantasma. O quizá no porque había algo en él de una naturaleza completamente distinta que trascendía lo humano.
Se dirigió con voz grave a Ricardo, que se dejó caer al instante de rodillas:
–Has quebrantado las normas poniendo tus manos sobre un mortal.
–Lo siento, esta mujer estúpida me sacó de mis casillas. Fue un accidente. No sabía que estaba haciendo...
–Esta mujer sólo te puso a prueba como hacías tú mismo con tus víctimas. Tu propósito ha terminado.
Ricardo ni siquiera se atrevió a replicar. Toda la soberbia le había abandonado cuando se volvió hacia mí para dedicarme sus últimas palabras en este mundo:
–Lo siento.
Después se consumió al instante, como una película en el fuego, y el otro ser se dirigió a mí:
–Tu amiga no ha terminado su propósito y tú tampoco.
No había advertido las alas blancas de su espalda hasta que las desplegó. Apenas tuve un instante para contemplarlas porque en cuanto las batió desapareció. Tampoco pensé en aquel momento en lo que acababa de ver porque a continuación vi algo aun más increíble que el batir de las alas de un ángel. Allá abajo el cuerpo de Cristina se incorporaba como si nunca se hubiera estampado contra el suelo. Tratando de no hacer ruido, logré atravesar todas las plantas hasta llegar a ella. Nos abrazamos mientras ella no dejaba de llorar.
–No sé por qué lo hice. Pensaba tonterías, que no valía nada y la vida tampoco valía nada, como si una voz hablara dentro de mi cabeza.
En los días siguientes le explicaría qué era aquella voz pero en ese momento simplemente dejé que llorase sobre mis hombros. Me confió algo más:
–Pensarás que estoy loca pero es como si alguien me hubiese empujado. Había decidido vivir pero fue como si algo pusiera sus manos sobre mí y me empujase al vacío...
Entonces fui yo la que lloré porque supe con toda seguridad que no había sido mi imaginación, que Ricardo era real. Espero que recibiese algún consuelo. A pesar de todo el daño inútil que hizo a otros y que no alivió su dolor en lo más mínimo. Después de todo no seríamos amigas de no haber sido por él. Me prometí que si un día volvía a encontrarme con un fantasma conseguiría disuadirle de hacer daño y cumplí mi promesa.
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.