Farero en el último faro habitado de España. Sonaba bien, era justo el trabajo que necesitaba para terminar su novela: cuidar un sitio solitario y poco visitado, al menos en la temporada de invierno, el periodo para el que se le había contratado. En realidad lo de "farero" era casi una formalidad, se trataba más bien de un trabajo de cicerone o animador cultural, ya que el faro era totalmente automático y estaba controlado desde la capital. A él correspondería poca más tarea que atender a los escasos turistas invernales y mantener limpio el edificio, reconvertido en “Centro de interpretación”; aunque cuando llegó tal denominación le pareció un poco demasiado pretenciosa para una pequeña salita con cuatro murales informativos y poco más. En cualquier caso el sitio estaba limpio, la vivienda era agradable y una vez estuviera avanzado el otoño, tal y como le comentó el farero de verano cuando le explicó sus labores, “apenas vería más almas que la suya propia, si es que usted cree en esas cosas”.
Él no terminó de entender muy bien si tal comentario quería decir algo más de lo que parecía a simple vista; pero como el farero de verano tenía hechuras de persona seria, su relevo invernal no le dio mayor importancia y se ocupó de atender a las explicaciones concretas sobre sus obligaciones, las tareas que le corresponderían como "farero de invierno". No les tomó demasiado tiempo el traspaso de poderes y el farero de verano se despidió pronto, avisando al flamante farero de invierno de que una vez a la semana vendría para traerle suministros y revisar los automatismos mecánicos del faro.
–Y no se fíe del tiempo, que aquí cambia con mucha rapidez –añadió–. Vaya bien pertrechado si le gusta pasear y no se acerque mucho a los acantilados, sobre con el estado marítimo alterado, como dicen los del tiempo en la tele.
Y sonriendo por primera y única vez, el farero de verano se marchó agitando el brazo por la ventanilla de su destartalado cuatro latas, así que el recién llegado tomó al fin posesión del lugar.
Tal y como se esperaba, en pocos días los ya de por sí escasos turistas fueron disminuyendo hasta que dejaron de llegar, sustituidos por las primeras lluvias y unas nubes persistentes a las que pronto se acostumbró el nuevo farero, centrado como estaba ahora en el trabajo de corrección de su manuscrito.
De la monotonía del trabajo literario sólo le sacaban algún paseo que otro, cuando el tiempo lo permitía, y las visitas semanales del farero de verano, que llegaba los miércoles hacia las doce, “siempre a mediodía, que es la mejor hora para venir por aquí entre octubre y marzo”, según acostumbraba a comentar sin explicar por qué.
En sus visitas, el farero de verano obsequiaba a su compañero, además de con alimentos frescos, con historias populares y ocurrencias que descolocaban un poco al farero de invierno, quien no sabía muy bien cómo tomarlas; como aquella historia del día de difuntos. El miércoles dos de noviembre, el farero de verano había aparecido a medio día conforme a su costumbre; pero en esta ocasión, además de las bolsas de comida, la correspondencia y su caja de herramientas, del destartalado Renault 4 con el que solía llegar al faro descargó, con todo el mimo del mundo, una especie de armarito de madera portátil de aspecto antiguo. Resultó ser una de esas pequeñas capillas móviles con una imagen de la Virgen María dentro, guarecida tras una puertita de cristal.
–Es para los que yacen en el fondo del mar, para que Dios los tenga allá donde estén –explicó al farero de invierno–. Los de por aquí tienen otras costumbres, pero a mí la Virgen de la Candelaria nunca me ha fallado.
Y sin dar más explicaciones, el farero de verano encendió una vela y colocó el altar en la ventana de la cocina, frente al mar, como si fuera un faro en miniatura, algo que dejó bastante intrigado al farero de invierno, quien no consiguió saber a qué se
refería con eso de que “nunca le había fallado”. "¿En qué no le había fallado nunca la Virgen de la Candelaria?", preguntó una y otra vez al farero de verano. Por toda respuesta a sus insistentes preguntas, éste recomendó a su compañero de invierno que, aunque se esperaba buen tiempo, procurara no salir demasiado durante unos días,
especialmente tras la puesta de sol, pues “igual encontraba los caminos demasiado concurridos”.
El farero de invierno no entendió a qué se refería su compañero porque, desde que llevaba en el faro, a parte de uno o dos turistas despistados nunca había visto a ningún lugareño. El pueblo más cercano, de hecho, estaba diez o quince kilómetros de distancia, según creía recordar. En todo caso, contento como estaba por tener verdura fresca, no insistió con más preguntas, se despidió de su compañero prometiéndole mantener la vela encendida y en cuanto el descacharrado cuatro latas desapareció de su vista se afanó en prepararse una buena comida a base de arroz vegetal y chorizo de guisar.
La caída de la noche le pilló saliendo de la siesta, una siesta larga y pesada que el farero de invierno achacó a un exceso de hidratos de carbono y grasa combinadas con poca actividad física. Para despejarse un poco decidió dar un paseo, ya que la noche estaba despejada y había buena luz gracias a la luna llena. Para no alejarse demasiado del faro tomó el estrecho sendero que bordeaba los acantilados y enseguida recordó las palabras con las que se había despedido el farero de verano, porque vio varios grupos de personas deambulando arriba y abajo a lo largo del camino, despacio, como almas en pena sin rumbo fijo ni destino final definido. Supuso que eran gente de la zona, aunque no se veían coches por ninguna parte. La mayoría murmuraban en voz baja, supuso que rezando, otras estaban quietas, mirando hacia el mar. Algunas lloraban.
Pidiendo perdón por interrumpir y dando las buenas noches cuando se cruzaba con algún grupo, intrigado por semejante peregrinación se acercó al fin a una joven que, sentada en una gran roca, miraba fijamente hacia el faro con una vela encendida en una mano. Ella llevaba poca ropa para noviembre, como si la hubieran sacado de la cama en medio de la noche y apenas hubiera podido ponerse sobre el camisón una chaqueta y unas botas de goma. Aun así no daba señales de tener frío.
–¿No tiene frío usted?
Ella no contestó, pero se volvió hacia el farero de invierno sonriendo ligeramente, con tristeza. Él pensó que había preguntado una tontería y se disculpó de nuevo, aturullándose saber muy bien por qué.
–Soy el nuevo farero. El de invierno, quiero decir. He salido a dar una vuelta, un paseo… Es que he comido demasiado y… para bajarlo.
Ella se levantó e hizo mención de marcharse, despidiéndose con un gesto de la cabeza. Había dejado de sonreír, pero contestó al farero con dulzura.
–Si yo fuera usted no andaría diciendo por ahí que es el farero. Ésta es una comarca pequeña y, quien más quien menos, tiene cuentas pendientes con los demás desde hace generaciones, sobre todo con la mar y quienes la vigilan. Una ya no tiene frío ni calor, no le afectan esas cosas; pero hay muchas viudas por aquí esta noche y no todas han perdonado, incluso aunque hace años y años que dejaron de sufrir.
El farero de invierno se preguntó si la joven sería pariente del farero de verano o todos los de por aquí hablaban de forma igualmente enigmática, pero calló: ya estaba bien de preguntas a medio responder por hoy, se dijo. Y de paseos. Se despidió él también de la joven y volviendo por donde había venido se apresuró para regresar al faro pensando en la imagen de la Virgen de la Candelaria sin saber muy bien por qué. Conforme iba llegando al edificio se dio cuenta de que los grupos dispersos de paseantes se habían ido acercando al faro y casi le cerraban el camino. Ralentizó el ritmo y se detuvo un momento. Entonces notó una mano que se deslizaba con suavidad bajo su brazo.
–Debería haberse quedado en el faro, estas noches los caminos suelen estar demasiado concurridos.
Reconoció la voz suave de la muchacha quien, con un delicado apretón de la mano, le animó a seguir hacia adelante. Sin decir nada, los dos continuaron andando hacia el faro, ella con el brazo libre alzado hacia delante mostrando la vela, que desprendía un delicado olor aceitoso. A su paso, la gente del camino se fue apartando en silencio. Algunos con gesto serio. Otros, santiguándose. La mayoría, indiferentes y sombríos, como si no estuvieran realmente allí.
En la puerta del faro la joven se despidió sin palabras y él entró, sin saber muy bien de qué iba todo aquello. Desde la puerta vio que los grupos de caminantes se iban deshaciendo y la gente se marchaba poco a poco hasta que no quedó nadie a la vista. No oyó ningún coche alejándose, así que supuso que aquella gente había venido andando, en alguna especie de extraña romería nocturna.
El farero de invierno estuvo un rato de pie ahí plantado, preguntándose qué hacer. O si debía hacer algo… Si no supiera que estaba despierto y bien despierto hubiera creído que todo lo que acababa de pasar había sido un sueño. Suspiró al fin para soltar la tensión acumulada y decidió prepararse una infusión o algo que terminara de tranquilizarle antes de irse a dormir; un buen lingotazo, quizá. Entró en la cocina y notó un olor fragante que identificó enseguida: la vela de la Virgen. Se acercó a la pequeña capilla portátil y vio que la vela estaba cerca de apagarse consumida casi en su totalidad, así que cogió una de las velas que le había dejado el farero de verano para sustituirla. Qué curioso, olían todas como la que llevaba la joven de las botas de goma…
Con cuidado encendió la vela nueva con el ascua de la que iba a quitar y las intercambió. Entonces se dio cuenta de que el cristal de la capilla estaba empañado por dentro y lo abrió para limpiarlo. También la imagen estaba cubierta de pequeñas gotitas de humedad, como si hubiera estado expuesta al relente de la noche, así que sacó con cuidado la estatuilla y la secó con un paño limpio. Volvió a colocarla en su sitio, dejando la puerta de cristal entreabierta para que el interior estuviera ventilado y no se concentrara humedad otra vez. Satisfecho, se fue a dormir tranquilo ya del todo, sin necesidad de infusiones. Ni de lingotazos.
El día siguiente fue movido; movido para lo que era la vida en el faro, claro. Empezó bien, con un buen par de horas de trabajo en el libro. Luego llegó un jubilado holandés con pintas de vieja estrella del rock.
Conducía un enorme y decrépito autobús acondicionado como autocaravana, una casa con ruedas demasiado grande para una sola persona; pero, según dijo entre risas el recién llegado, a veces reclutaba "groupies" para que le hicieran compañía y le ayudaran a gobernar su "karavela con ruedaj, kara-vana, kiero dezir".
El socarrón anciano, que lucía una tupida y ensortijada cabellera blanca como la nieve, era un enamorado de los faros que tuvo entretenido al farero del invierno hasta el mediodía con una sorprendentemente amena clase magistral sobre balizamiento marítimo impartida en una mezcla de castellano tosco e inglés, pronunciados ambos con un seco acento repleto de haches aspiradas que sonaban más bien a jotas cortantes como el sable de un viejo pirata. Además de ser experto en navegación, el anciano daba la impresión de conocer bastantes tradiciones marineras, así que el farero se animó a contarle lo que le había pasado la noche anterior.
El holandés no había oído nada parecido, “ekszept jhost stories”, como comentó entre risas; aunque sí recordaba haber oído entre la marinería que, siguiendo determinados rituales, alguno de ellos vinculados a la Virgen de la Candelaria, si se echaba una vela encendida al mar, ésta se dirigiría hasta el lugar donde yaciera algún ahogado, quedándose quieta allí, como trabada por un ancla invisible, alumbrando la tumba marina. Al farero de invierno le pareció un buen tema para algún cuento, aunque como no era el tipo de literatura que él solía escribir agradeció que el jubilado holandés se marchara por fin y le dejara seguir con su propio libro; sin embargo las últimas palabras que soltó el turista antes de despedirse le dejaron algo descentrado:
–Maybe people blame lijtjouse keeper for shipwjreks and la Virgen bajó del sielo to jelp you (Tal vez la gente culpa al farero por los naufragios y la Virgen bajó del cielo para ayudarle a usted).
El farero de invierno saludó con la mano hasta que el autobús del holandés desapareció a lo lejos navegando entre las colinas como errando sin rumbo fijo por un mar de yerba y rocas. Después entró en el faro pensativo porque los de la tele habían anunciado "estado marítimo alterado" a partir de la caída de la tarde. Si despejada y con luna llena, la noche anterior había sido tan extraña, el farero de invierno no quería ni imaginarse cómo podría ser una velada con mal tiempo, así que, tras una cena ligera, se metió a la cama sin gana ninguna de paseos nocturnos y, esta vez sí, con un buen par de lingotazos en el cuerpo para dormir sin sobresaltos.
Al día siguiente se despertó descansado y de buen humor, eso sí, creyó haberse levantado entre sueños para beber e ir al baño, aunque nunca estuvo del todo seguro. No lo habría jurado, pero le dio la impresión de que en el duermevela cama-cocina-retrete-cama había mirado por la ventana un momento que pareció durar un siglo.
Fuera, el mar estaba embravecido y golpeaba con furia las rocas. A pesar del terrible viento los acantilados parecían estar llenos de figuras humanas inmóviles e indiferentes a la tempestad, tan clavadas en su sitio como los peñascos del acantilado. Frente a la puerta del faro, igualmente estática, una joven vestida con ropas ligeras y botas de goma daba la impresión hacer guardia y sostenía una vela entre sus manos, una pequeña llama que se mantenía milagrosamente encendida en medio de la tormenta. Justo en frente de ella, en la parte más alta del precipicio que se asomaba a la costa, un anciano lanzaba bengalas luminosas al mar. A la luz ardiente que desprendían, su ensortijada cabellera refulgía como llamaradas naranjas, casi ardientes. Detrás, a sus espaldas, se adivinaba la silueta de un enorme vehículo aparcado a cierta distancia.
Las bengalas caían dando vueltas en el aire. Algunas se hundían a plomo en las aguas y no volvían a salir. Otras se estrellaban contra las rocas, empujadas por el huracán. La mayoría quedaban flotando a merced del mar, que las zarandeaba inclemente y furioso para terminar lanzándolas contra las olas o hacerlas desaparecer en el horizonte. Unas pocas, las menos, se movían caprichosas sobre las olas, cabalgándolas en todas direcciones, como buscando algo.
Cuando el anciano terminó de lanzar las bengalas esperó tan inmóvil como el resto de las figuras de los acantilados. Sólo los ardientes puntos de luz que quedaban sobre el mar se movían, hasta quedarse quietos uno a uno, como si unas manos invisibles los sujetaran con fuerza formidable bajo la superficie del mar. Cuando todas las bengalas estuvieron milagrosamente quietas en medio de las batientes olas, el hombre del acantilado gritó algo en un estropajoso y áspero idioma que el farero de invierno no logró identificar. Entonces, todas a una, las bengalas se hundiero en el mar hasta desaparecer en un burbujeo rojoanaranjado. De la espuma, como pequeños fuegos fatuos rojos y brillantes, emergieron unos pequeños destellos de luz, uno por cada bengala, y comenzaron a moverse hacia las rocas formando poco poco una fila. Uno a uno, los ordenados destellos llegaron hasta la orilla, salieron del mar, y paso a paso, penosamente, ascendieron hacia la parte alta del acantilado arrastrados por fuerzas desconocidas mientras seguían una senda oculta e imposible que parecía zigzaguear entre los oscuros peñascos.
La primera de las lucecillas rojas llegó por fin a la altura del anciano quien, con un gesto de su resplandeciente cabellera, señaló a sus espaldas. El punto luminoso, obediente, avanzó un poco más y atravesó la puerta del enorme autobús. Todos los demás destellos siguieron al primero como una disciplinada tripulación de penitentes hasta que ninguno quedó a la vista. En ese momento el hombre gritó algo de nuevo, mientras entraba él también dentro del vehículo. A su voz, todas las figuras que observaban desde los acantilados parecieron cobrar vida, dieron la espalda al mar y fueron alejándose poco a poco de la costa; también la joven de la vela, que fue la última en desaparecer.
Todo eso le pareció ver al farero de invierno en un instante casi eterno, asomado medio dormido a la ventana. Y tanto le impresionó la visión (o el sueño, pues nunca estuvo seguro de qué fue realmente) que decidió empezar a escribir un diario sobre su estancia en el faro porque, como se argumentó a sí mismo, quizá estos extraños sucesos (o ensoñaciones, quién sabe) pudieran ser el germen de un futuro libro; bien cierto era que las fantasías no eran su tema preferido, pero...
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.