–Andestá el pajarico, ande…
El anciano buscaba por los rincones despacio y sonriente, andando con pasitos cortos. Movía un poco las cortinas para mirar tras ellas. Hacía como que se agachaba para atisbar bajo los muebles. Recorría las habitaciones de la pequeña casa de campo despacio, arrastrando las pantuflas hasta que se detuvo. La expresión de su cara cambió. ¿Qué estaba buscando? Desconcertado miró a su alrededor. No recordaba muy bien qué había ido a hacer al salón, así que le pareció buena idea sentarse un momento para descansar. Trabajosamente se dirigió hacia la mecedora. Entonces oyó algo a su espalda, unas voces lejanas. ¿Qué decían? Se volvió para escuchar con más atención y vio una luz sobre la pared, una claridad muy fuerte. ¿De dónde entraba el sol si las persianas estaban echadas? Las voces salían de ahí, de la luz. Le llamaban. Entonces se acordó de lo que estaba haciendo: su pajarico. Y se puso otra vez a buscar olvidando el destello y las voces, que siguieron llamándole. Después de un rato, cansado, se derrumbó en la mecedora y enseguida cayó dormido. Las voces cesaron la oscuridad volvió a cubrirlo todo durante un tiempo.
–Pedrico…
El anciano cambió el ritmo de la respiración, pero siguió durmiendo a pierna suelta.
–Pedrico…
Suspiró un poco y comenzó a mecerse ligeramente, como si él mismo quisiera acunarse en sueños para poder seguir con su larga siesta, ignorando la llamada; sin embargo la voz fue haciéndose más insistente, acompañada de unas palmaditas en el brazo que terminaron por despertar al anciano. No sabía muy bien dónde estaba ni qué hora era. Todo estaba oscuro, salvo una luminosa señora vestida con ropas antiguas que le sonreía con cariño. Parecía como si la luz saliera de ella. Al anciano le recordaba a alguien, aunque no sabía a quién. A quién le recordaba…
–Venga Pedrico, es hora de levantarse.
–¿Tengo que ir al cole? –preguntó amodorrado.
La mujer sonrió con dulzura y acarició suavemente el rostro del anciano, que bostezó, remoloneando sobre la mecedora.
–Venga Pedrico, ven conmigo.
El anciano, dócilmente, se levantó y tomó la mano que le ofrecía la mujer, aunque seguía algo confuso, no sabía si no tenía algo pendiente que hacer… ¡Eso! ¡Su pajarico! Y juguetón como un gato travieso, el anciano soltó la mano maternal de la señora y corrió hacia la cocina arrastrando las pantuflas a pasitos cortos, canturreando:
–Andestá el pajarico, ande…
Cuando entró en la cocina se extrañó. No la recordaba así. Lo único que reconocía era la ventana, a través de la cual veía el ciruelo que tenía frente a la huerta. Olvidando su búsqueda se acercó para observarlo un poco mejor. El arbol también se veía extraño, muy descuidado. Nadie había recogido la cosecha y los frutos estaban todos tirados por el suelo. Una ciruela cayó en ese momento, de puro madura. Al anciano se le hizo la boca agua y, desde donde estaba, alargó el brazo para cogerla; pero en ese momento la ciruela se abrió y de su interior salió una avispa que se alejó zumbando. Atónito, se quedó ahí plantado un rato con los ojos mirando sin ver, como si durmiera con las pupilas perdidas en otra época, hasta que una nueva voz lo sobresaltó.
–Pedro, ven. Te estamos esperando.
Esta vez era una mujer joven y muy guapa. También sonreía como la señora de antes, pero ésta con picardía. Al anciano le gustó esa sonrisa y los ojos chispeantes que la acompañaban, así que avanzó hacia la lozana mujer ilusionado.
–¿Esperándome para comer?
La mujer rió en voz alta, con ganas, mientras agitaba la cabeza.
–Ay Pedro, qué cosas tienes, siempre con tus bromas…
Al anciano le había entrado hambre con lo de la ciruela así que siguió a la hermosa mujer hacia el salón. En la pared había una luz muy fuerte, una claridad que no había visto nunca. ¿De dónde saldría? ¿Por qué el resto de la habitación estaba tan oscura? ¿Qué hacían las persianas echadas? Entonces se acordó: estaban a oscuras para jugar mejor. Y retozando como un potrillo se puso a corretear arrastrando las pantuflas pasito a pasito, lanzado a cámara lenta hacia el dormitorio: el escondite preferido de su pajarico.
–Andestá el pajarico, ande…
Debió de confundirse de puerta porque salió directamente a la parte trasera de la casa, frente al pozo. Se detuvo de golpe sobresaltado. ¿Qué había pasado con la huerta? Él siempre la tenía bien trabajada y ahora estaba hecha un desastre… ¿Y quiénes eran todos esos que andaban curioseando por ahí? Enfadado, se dirigió muy tieso a cantarle las cuarenta a toda aquella gente por haber entrado en su finca sin permiso. Entonces escuchó una voz que le llamó la atención. Una voz de mujer joven. De niña, casi.
–Me da pena venderla, lo he pensado mejor.
Los desconocidos empezaron a hablar todos a la vez, en un tono que no le gustó nada al anciano, y se pusieron a agitar carpetas y papeles delante de las narices de aquella jovencita. ¿Cómo se atrevían a hablarle así? Él no podía permitir que trataran de amedrentarla de aquella forma, así que levantó el cubo de coger agua y con fuerza lo tiró al fondo del pozo, lo que causó un estrépito considerable.
Entonces todos aquellos maleducados callaron y se marcharon a toda prisa, asustados. El anciano no pudo seguirles para cantarles las cuarenta, ni siquiera pronunciar una sola palabra, porque se había hecho daño en la espalda al levantar el cubo. Con cuidado volvió dentro y se sentó de nuevo en la mecedora para ver si se le pasaba… y sin tiempo para nada más, otra vez vinieron a molestarle: dos hombres en esta ocasión. Fuertes, de aspecto saludable y muy parecidos entre sí. ¿Le recordaban a alguien?
–Hola, papá ¿Qué tal estás?
El anciano se alegró mucho al ver a aquellos dos mocetones, aunque no supo por qué. Quiso ofrecerles algo de beber, una cerveza y algo de tocino o de jamón para picar; pero no encontró nada, ni siquiera la despensa. Además todo estaba lleno de polvo. ¿Él no solía tenerlo todo limpio y bien surtido por si venían visitas?
–Ven papá, no hace falta que saques nada.
–Sí, ven con nosotros. Ya estamos casi todos. Prácticamente solo faltas tú.
–¿Sólo yo? –dijo el anciano titubeando– ¿Y mi pajarico? ¿Andestá mi pajarico?
Los dos hombres se miraron y sonrieron con suavidad. También delicadamente, pero con firmeza, levantaron al hombre de la mecedora y le acompañaron hacia la pared del salón, que refulgía con un brillo cálido y acogedor entre la fría oscuridad reinante.
– ¡No! ¡No quiero!
Y el anciano se revolvió rebelde, disgustado como un niño pequeño. Los dos hombres le soltaron y se dirigieron hacia la claridad llamándole una última vez. Por toda respuesta, él les dio la espalda enfurruñado. Al rato, se lo pensó mejor y se volvió. La luz ya no estaba y en la penumbra toda la casa parecía muy vieja y descuidada. Avanzó despacio y salió al jardín. Creía recordar que había plantas de colores que olían bien y el suelo era verde y suave, sin embargo sólo vio matojos y espinos. Desconcertado se acarició la cara y también la notó rugosa, pinchaba como una zarza. ¿Por que no estaba suave? No entendía qué le pasaba últimamente, si se afeitaba a diario... ¿Y dónde estaba su pajarico?
–Abuelo…
Una voz cantarina le llamó desde la casa entonces, una voz infantil. De chiquilla. ¡Su pajarico! A toda prisa, arrastrando las pantuflas, se puso a buscarla por los rincones. Desde el salón, risas y correteos le informaron dónde debía buscar.
–Andestá el pajarico, ande… –anunció el anciano antes de entrar al salón.
Y complacido, sonriendo como sólo sonríe un abuelo, entró en el salón dispuesto a descubrir el escondite de su nieta. Allí estaba ella esperándole plantada en medio del salón, sonriendo como sólo una nieta sonríe a su abuelo.
–Hola, abuelo. Ven conmigo. Te estábamos esperando. Ya estoy yo también, ahora sólo faltas tú.
Y el anciano, dócilmente, tomó la manita que le ofrecía la niña y le siguió hacia la luminosa cascada que se derramaba sobre la pared del salón.
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.