Reflejos y espejos en El retrato de Dorian Gray
Un prólogo que escribí para esta novela de Oscar Wilde siguiendo el llamamiento de un concurso
Hay quien se mira en el espejo y no se reconoce. A veces es algo puntual, ese día que te desborda con sus acontecimientos o ese sueño que no se resigna a partir y se aferra a la consciencia. A veces es algo crónico. ¿Realmente soy ese tipo de ahí, el de la nariz roma y las arrugas en torno a los ojos? Uno no crece en función de su cuerpo, y en ocasiones se da un perturbador desfase que los espejos se empeñan en poner de manifiesto.
Espejos, fotografías, videos de comuniones y bautizos... Los tiempos cambian, y las tecnologías también, pero la paradoja se mantiene porque es propia de la naturaleza humana. Por eso “El retrato de Dorian Gray” resulta eternamente actual. El aterrador sentimiento del personaje es nuestro encuentro cotidiano con nuestros reflejos, sólo que sublimado. La perfección del retrato que plasma ese momento tan efímero como hermoso. La cruel esencia del arte: dar nueva forma a la hermosura, permitirle trascender la frágil humanidad.
Oscar Wilde fue un escritor de teatro y el adalid de la belleza. Curiosamente, para “El retrato de Dorian Gray” optó por la novela como medio de expresión. La que por muchos es considerada su obra maestra -aunque aquí también entraría la visión parcial que tenemos sobre el teatro y la novela- no será escrita en el registro que, sin duda, mejor domina. Cierto es que se percibe su naturaleza visual en el texto, la estructuración mental que de la narración hace en su propia cabeza obligando a entrar y salir de decorados a sus personajes, pero, a fin de cuentas, construye una novela, un relato en prosa. ¿Temía que la esencia del texto no pudiera ser bien interpretada por los actores y directores que la pusieran en escena? ¿O no habría nadie capaz de encarnar a Dorian con todas las consecuencias?
Desde luego, no es el factor fantástico o sobrenatural el que motiva esta decisión, pues bien se podría haber resuelto este particular. Más bien parece como si Wilde quisiera preservar de cualquier interpretación sesgada su propio texto. El prólogo que escribió él mismo para la obra apunta en este sentido, especialmente cuando declara que no existen los libros morales o inmorales, sino los libros bien o mal escritos.
El peso de esta declaración es difícil de calibrar en nuestros días. El contexto social ha cambiado talmente que el valor escondido debajo del retrato social de la obra a veces pasa desapercibido, un valor que no deriva solamente de la tormentosa existencia del autor, condenado a dos años de trabajos forzados por lo que en la época era un crimen de sodomía, la cual se plasma indirectamente en los personajes, sino por el propio enfoque de la novela, que viene aclarado en su prólogo.
La novela victoriana tiene un trasfondo moral importante, muchas veces vital. Es algo que viene de antiguo y que se percibe claramente en la novela gótica: entre depravaciones, fantasmas, incestos y castillos en ruinas brilla siempre la moralidad. La protagonista piadosa encontrará una salida a sus tribulaciones y el malvado villano verá su existencia condenada finalmente al Infierno. Es una traslación de las moralinas de los cuentos infantiles a un contexto de novela para adultos.
Cuando el movimiento realista y sus instantáneas de la existencia cotidiana irrumpen en la escena literaria traen ya un soplo de aire fresco: los acartonados escenarios de las mansiones decrépitas y los castillos españoles (o italianos) de solera y vieja estirpe reinventados en el imaginario popular británico dan paso a otros menos exóticos pero igualmente apasionantes, y, sobre todo, más pertinentes. Los suburbios de Londres -la urbe más grande de la tierra con diferencia-, la sociedad rural, la pequeña nobleza, la burguesía y un largo etcétera se revelan como temas principales para las novelas tan interesantes como los ahorcados de los cuentos tradicionales ingleses. Eso sí, mantienen el corsé, tan valorado en la sociedad victoriana, de la moralidad.
A pesar de ello, el terreno está sembrado para el desacato, y así debe percibirlo el autor cuando rompe una lanza aclarando ese particular: los libros no son morales o inmorales. No pueden serlo. Un tema de actualidad en su momento que, en realidad, tampoco nos es ajeno en estos tiempos que premian lo políticamente correcto. Wilde lo advierte: llegan libros que no podréis -o no deberéis- juzgar en función de los éxitos o fracasos de sus personajes, no podréis decir que es un mal libro porque el protagonista sea un libertino, porque tenga deseos inconfesables, o porque el huérfano adoptado sea realmente hijo de un canalla y no el vástago perdido de una noble familia. No podréis porque no puede ser esa la línea que separa la buena literatura de la mala. No, porque la moralidad de una sociedad no puede servir de filtro para su arte. El arte vuela por encima de toda convención.
Oscar Wilde pone toda la carne en el asador con “El retrato de Dorian Gray”, y seguramente es por ello que no cuenta con intermediarios para llegar al público, una de las ventajas que le impulsaría, tal vez, a optar por el formato novela. No lo hace porque no es el momento de claudicar, sino de mostrarnos el espejo apartando el retrato de nuestros ojos. O, mejor dicho, convirtiendo al retrato en un espejo que varía con nosotros, implacable.
Puede resultar paradójico que la elección le lleve, al mismo tiempo, a presentarnos una novela de fantasía, porque, aunque a alguno se le atragante la palabra, “El retrato de Dorian Gray”, clásico y obra maestra, sigue siendo una novela de fantasía. No es una paradoja porque sea un género “menor”, como se piensa en nuestros días, claro síntoma del prejuicio social filtrado en el arte, pues las grandes reflexiones filosóficas, como las utopías, han venido de su mano; es paradójico porque en la época era el género que, precisamente, no entraba de lleno en el terreno conflictivo. Ese papel quedaba para el Realismo, que venía a renovar al Romanticismo. Como declaró el propio autor: “el disgusto del siglo XIX con el Realismo es la rabia de Caliban viendo su propio rostro reflejado en el espejo. El disgusto del siglo XIX con el Romanticismo es la rabia de Caliban al no ver su rostro reflejarse en ese espejo.”
Sí, el conformismo del Romanticismo extenuado da paso a una nueva forma de expresión que no teme -o no debe temer- mostrarse a sí misma en crudo. Y Wilde juega con ambas en su novela porque no se trata de una batalla entre artes y enfoques, sino de una lucha a favor de que el arte pueda hablar libremente. De este modo, el marco es eminentemente realista, pero el planteamiento lo es romántico. El autor extrae el meollo de ambas escuelas como una lección en sí misma.
Wilde, al igual que su personaje Dorian, tuvo que sentir la angustia vital del que sabe que deja una impronta en el mundo que seguirá allí, hermosa y fresca, cuando su propio creador sea pasto de los gusanos. Para un autor como Wilde, sumamente ligado al concepto de belleza, al manierismo estético, la revelación tenía que ser doblemente dura. Sí, es cierto que, según sus propias palabras, el arte es inútil (useless), pero también, por ello, la única cosa que podemos admirar justificadamente.
En “El retrato de Dorian Gray”, Oscar Wilde nos habla en primera persona, sin intermediarios. Como en sus cuentos, la fantasía se muestra un vehículo metafórico perfecto para mostrarnos el dolor humano -suyo y universal-, la angustia propia de la existencia y del sinsentido humano. La diferencia entre lo que es arte y lo que no lo es, y los parámetros con los que es justo medir una y otra cosa.
Hay quien ve en esta novela un retrato social -que lo hay- o una crítica a la sociedad -de la que tampoco está exenta-. Hay quien ve un retrato del propio autor y vuelve a juzgar su malhadada homosexualidad como si estuviéramos todavía en tiempos de condenar por ello a trabajos forzados, y es incapaz de encontrar en los personajes toda el alma, universal, que encierran.
Hay quien, como decíamos al principio de este prólogo, es incapaz de reconocerse en un espejo. De hecho, a todos nos ocurre esto en cierta medida.
Por fortuna, o por desgracia, los espejos siguen reflejando implacables lo que tienen que reflejar, y con un poco de perseverancia, de atención, podemos llegar a ver. Oscar Wilde decidió, al escribir esta novela, que nos iba a dar uno, una puerta abierta -como esa otra novela de fantasía de Lewis Carroll- al mundo del arte, para poder entenderlo y disfrutarlo como merece, sin valores sesgados. Para entender al hombre, al ser humano, a través de él.
Hubiera podido, como cualquiera que haya leído su obra se habrá percatado, brindarnos un retrato hermoso y perfecto de un momento concreto de la existencia, tal y como Basil hace con su amigo Dorian, pero no lo hizo. Confeccionó este espejo, o este retrato mágico, con todas sus consecuencias. Y en él se reflejó él mismo, y también lo hicieron sus coetáneos, y seguimos reflejándonos todos nosotros. Observemos con atención a través de sus páginas. Merece la pena.
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