En la sala uno; en el comedor otro; uno en cada uno de los baños y en cada una de las recámaras. Ninguno era absolutamente de ella; era una colección de toda la familia. Le pareció que ya debería tener el suyo y le pidió a su mamá que le comprara uno, sólo para ella. La mamá sonriendo le dijo: Eres una coqueta. Sí, te compraré uno, de mano, para ti sola. Y otro igual, para tu hermanita.
Ármony y Mélody, eran gemelas que habían perdido a su triata; no la extrañaban porque no la habían conocido, murió cuando nació. Ármony fue la primera en nacer y a la partera casi no le dio el tiempo suficiente para recibir a Mélody. Las dos lloraron al mismo tiempo y patalearon con fruición, no así Ritmy, quién no tuvo oportunidad de respirar.
Cuando la mamá llegó con los regalos, ambas saltaban de alegría. Eran dos espejos primorosos, de mano, enmarcados en talla de madera, el de Ármony pintado con un suave verde y el de Mélody con amarillo. La mamá guardó otro igual coloreado de azul, en recuerdo de Ritmy, la triata fallecida.
La familia disfrutaba de siete espejos de pared y cuatro de mano, los tres de las triatas y otro más grande, el que tenía aumento por una cara y era el que utilizaba la madre para configurar sus cejas y arreglarse la cara con maquillaje esplendoroso.
Bien podría ser esto el inicio de una bella colección, porque los de pared contaban con marcos tallados en madera de cedro, de ébano y de alguna otra madera que dejaba escapar un aroma muy refinado, esos eran sólo dos, el de la sala y el de la recámara principal; no estaban barnizados para que el perfume de la madera pudiera escapar.
La mamá le aclaró a las gemelas:
–Estos espejos que ahora les regalo, son muy finos y los marcos están tallados a mano, es decir, están esculpidos. Por eso les quiero pedir que los traten con delicadeza, para que así como están de hermosos, duren muchos años.
–Mamá –Dijo Mélody- a mí me gustaría incrustar piedras en estos marcos.
–¿Piedras?
–Creo que no son piedras, son las conchitas del mar de Acapulco, que trajimos cuando vacacionamos. Hay unas que resplandecen.
–Sí mamá –Intervino Ármony- son muchas, tienen muchos colores cada una.
–Esas son las conchas de madreperlas, pero son muy grandes, no cabrían en los marcos y…
–Vamos a romper las conchas madreperlas, y los pedacitos son los que incrustaremos en los marcos ¿Te parece bien mamá?
Inmediatamente se pusieron a trabajar en los marcos de sus espejos, para que quedaran más alegres y elegantes, que como habían llegado. Nunca imaginaron que con ese trabajo fino, los espejos quedarían convertidos en algo irreal, en algo maligno ¡En golems!
Ya las gemelas habían adornado y barnizado los marcos, cuando una tardecita, miraron que su mamá se miraba y remiraba en el otro espejo similar, el perteneciente a la triata muerta.
Cuando la madre guardó el espejo perteneciente al recuerdo de Rítmy, creyó oír un rumor suave, como de olas llegando a playa tranquila; metió el espejo en su estuche, y lo colocó en el rincón de su cajón preferido, en su armario predilecto.
No tardaron las niñas en pedirle a la mamá:
–¿Verdad que trajiste otro espejo?
–Sí, tiene marco azul, es una cosita bonita que compré en recuerdo de su hermanita.
–¿Cómo era mi hermanita? –Preguntó Ármony.
–Tan linda y refinada como ustedes dos.
–¿Por qué se murió?
–Porque estaba muy pequeña para aguantar la vida respiratoria, sus pulmones no se desarrollaron, y no pudo tomar suficiente oxígeno para vivir.
–Quiero ver el espejo de ella ¿Me lo enseñas mamá? –Pidió Mélody.
–Claro, vengan conmigo lo miraremos las tres.
Cuando el espejo fue sacado del armario, se oyó un rumor que aumento cuando fue sacado de su estuche.
El azul de su marco era suave, como el agua que llega a la playa; las tres, creyeron oír olas, al tiempo que el espejo ya estaba en manos de la madre. El rumor del oleaje paró en cuanto el espejito fue besado por la mamá.
Las tres, extrañadas comenzaron a comentar:
–¿Qué fue eso? sentí que el mar nos rodeaba. –Aseguró Ármony.
–Un mar muy pequeñito, un mar como de mentiras. –Opinó Mélody.
–Oh, veo que ustedes también lo sintieron… yo lo percibí cuando guardé el espejo y ahora que saqué, nuevamente el viento me rodeó, un viento suave, acariciante.
–Lleno de brisa… -Dijo Mélody- hasta sentí que me mojó.
–Yo también sentí la brisa. –Aseguró Ármony- se sintió el viento, y se oyó su canción.
–Es algo raro ¿Verdad? –Comentó la mamá.
Tuvieron en sus manos el espejo por mucho tiempo, lo acariciaban y lo comparaban con los suyos. Le ordenaban que volviera a soplar y a cantar.
Cuando la mamá decidió ya guardarlo y comenzaba a meterlo en el estuche, se soltó el rumor del oleaje, ahora con un poco de mayor ímpetu. Asombradas las tres abrían los ojos y las bocas, y fue así como las encontró el papá, llegando del trabajo; se apresuró a entrar en la recámara porque oía un oleaje incomprensible dentro de esa habitación.
Comenzaron a llegar los otros espejos, también convertidos en golems, que en una caravana de bienvenida y deslizándose en el aire, se metían a la recámara tratando de formar una valla para alguien que esperaban llegara por ahí. Impulsaron a las personas para formarse también en actitud de veneración y las cuatro personas, con extrañeza y miedo, se formaron porque el viento los impulsaba con fuerza contundente.
Los espejos comenzaron a vibrar y a relumbrar con inusuales rayos nacidos de ellos mismos. Se estaban convirtiendo en fuentes de luz; eran productores de brillantez, irradiaban no sólo luz, también musicalidad de mar.
Ritmo, armonía y melodía de oleaje ya no tan suave, como si aumentara en el inicio de una tormenta.
La puerta de la recámara se cerró con ímpetu, y los cristales de la ventana fueron cerrados con fuerza. El padre sintió miedo, la madre sintió terror, y las niñas comenzaron a refugiarse en los brazos maternales y paternos. El llanto infantil, no se hizo esperar.
En la recámara llovía, era una lluvia suave, veraniega, no impetuosa, no de tormenta, y la valla se formó con más rectitud, como si ya el personaje que esperaran fuera a aparecer de un momento a otro. Era tal el formalismo que a las niñas no les quedó más remedio que dejar de llorar y comportarse con elegancia extrema, paradas, muy derechas y los padres también… estaban esperando quizás a un príncipe o a un rey ¿Sería que estaban esperando al emperador de toda la Tierra? Era un protocolo no aprendido, no estudiado, no ensayado y sin embargo los cuatro humanos, sabían muy bien qué hacer: respetar, inclinarse, venerar a quien llegara ¿Quién llegaría? ¿A quién tendrían el honor de alabar?
La canción se convirtió en una marcha que sólo se tocaba en un armonio… no tenía platillos, ni trompeta ni trombón ni timbal… ¡nada, sólo la musicalidad fúnebre de un armonio antiguo y muy bien afinado! Fúnebre, esa era la descripción correcta de la ceremonia que ahora se iniciaba; el rumor del oleaje ahora sonaba a sepulcro abierto; el relumbrar de los espejos parecía llamas de velas mortuorias, y el olor a mar, se convirtió en el tufo que despiden las flores de coronas para fallecidos, cuando ya se están echando a perder.
Ninguno de los cuatro se atrevía a moverse, temían faltar al protocolo, se comportaban son suma elegancia y propiedad, y las lágrimas de pánico resbalaban en silencio. Después de algunos minutos de espera, comenzó a mirarse a alguien en uno de los extremos de la valla… era una imagen macabra que se parecía a toda la familia y que respiraba profundamente, como queriendo llenarse de aire de una sola vez, como si el aire de la recámara fuera a terminarse pronto, y esa efigie necesitara el viento urgentemente.
Era sólo una infante, era una muerta, era Ritmy, la espeluznante triata fallecida antes de nacer, que se solazaba tomando aire, y sabía que merecía las reverencias de su familia, porque ella, Ritmy, había tenido la mala suerte de no poder tomar el suficiente alimento en el vientre materno, porque sus dos hermanas lo acapararon; la comida era sólo para ellas, no dejaron que le llegaran los suficientes nutrientes, por eso ella falleció, porque sus hermanas, en vez de compartir, la habían despojado de la comida que por medio del cordón umbilical, les hacía llegar la madre.
Ritmy era una monstruosidad, levantaba del suelo metro y medio (en el limbo también se crece) tenía la cabeza pelona de una recién nacida y la piel fruncida, de recién nacida también; su cuello se plegaba en arrugas de vieja, y su tórax estaba tan delgado y enjuto, que con claridad se veía que no albergaba pulmones; la cadera dejaba transparentar los huesos iliacos y el sacro, y se oían rechinar sus andares; las piernas flacas y desnudas enseñaban su piel amarillenta y los pies presentaban las uñas enrolladas en forma de caracol.
El viento soplaba mientras Ritmy caminaba en medio de la valla; la música del armonio destacaba, era un oleaje tétrico con rumor de cementerio. Cuando llegó donde estaban sus padres los miró retadora, y a sus hermanas y las hizo hincarse.
–Pídanme perdón, asesinas de mi feto.
–¿Perdón? –Preguntaron ambas.
–Comenzaron a matarme desde el momento mismo de la concepción.
–¡Fue sin intensión! –Explicó Ármony.
–No lo sabíamos. -Aseguró Mélody- ¡Te pedimos perdón! ojalá vivieras…
–Ahora las llevaré conmigo. Los marcos de sus espejos fueron convertidos en golems por mi ritmo de bruja muerta, por mi ritmo hechicero. Ellos, sus espejos, me guiaron hasta acá.
Los cristales de la ventana se estrellaron, y el viento impetuoso arrastró a Mélody y a Ármony, quienes seguidas de la niña macabra fueron llevadas por el viento hasta el tranquilo mar, que abriendo sus fauces, las tragó, las llevó hasta lo más enredado de un mar de sargazos y las sepultó en el piso del océano, donde ya jamás pudieron respirar.
No así Ritmy, ella en la superficie, recostada en las algas verdes y pestilentes, se daba gusto llenando sus incipientes pulmones con el oxígeno que lanzaban esas plantas primitivas, sobrevivientes a todo desastre.
Los espejos-golems, que eran diez, desde ese mismo instante ya no pudieron reflejar imágenes; sólo olas en ellos se miraban y las personas que los contemplaban, pudieron comprobar que era tal el oleaje en ellos, que hasta el rumor del viento creían oír.
F I N
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.